De los procesos políticos más estimulantes y exaltantes en América Latina del siglo XX, en sus batallas contra las dictaduras y las tiranías, el de la revolución sandinista, fue el que viví con más fervor. Recuerdo la emoción que sentía cuando mi padre traía todas las tardes el diario La Noticia. Nunca olvido un titular cuando Anastasio Somoza, dijo, meses antes de su derrocamiento: “Ni me voy ni me van”. Pero el día más emotivo fue cuando se produjo el triunfo de los sandinistas, el 20 de julio de 1979, en que esperé con más expectación el periódico, ver, en la primera plana, a un joven disparar al aire con dos pistolas, jubiloso y eufórico, celebrando la derrota de la tiranía somocista –que duró de 1937 a 1979. Incluso guardé –como un tesoro de época–, una revista de fotografías de todo el proceso guerrillero, y hasta recortaba las fotos de los reportajes que enviaban al país los periodistas, Moisés Banco Genao y Chino Bujosa Mieses. Fueron los años dorados de la Nicaragua, tan violentamente dulce, como escribió Julio Cortázar, cuando leímos con fervor Un pueblo en armas de Carlos Núñez Téllez, o La montaña es algo más que una inmensa estepa verde, de Omar Cabezas (Premio Casa de las Américas en Testimonio).

Para revivir aquellos días heroicos, durante la pandemia, rescaté del olvido, las memorias de aquella epopeya centroamericana, Adiós, muchachos, de Sergio Ramírez, ex vicepresidente de Nicaragua (1985-1990) y ex miembro de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional (1979-1985), en cuyas páginas –tristes y escalofriantes—, escritas con un estilo sobrio, elegante y seductor, laten el heroísmo, el fervor, la rabia y el dolor. Ramírez Mercado, unos de los protagonistas de la otrora revolución popular armada, devino en el gran novelista que es, pese a que antes de involucrase en esta gesta, había publicado –desde los años sesenta y setenta–, algunos libros de relatos y novelas, hasta obtener el Premio Cervantes en 2017, el único galardón alcanzado por un escritor no solo de la patria de Darío, sino de Centroamérica. A Sergio Ramírez lo conocí, no recuerdo cual fue la primera vez, pero sí recuerdo las veces que lo he visto y compartido con él (en un desayuno en el Listín Diario, en la Biblioteca Nacional –junto a Juan Bosch–, en la UASD, invitado por Alfaguara, cuando obtuvo el premio de novela junto a Eliseo Alberto, o cuando presentamos a dos voces las antologías de cuento y poesía de Centroamérica, del Fondo Cultura Económica, en una Feria Internacional del Libro). Todas las veces que nos hemos visto, con su porte afable, sencillo y parco, han sido en Santo Domingo, excepto cuando lo vi a cierta distancia en un parque de Granada, Nicaragua, ocasión en que fui con Mateo Morrison al Festival de Poesía de esa ciudad, en el año 2011. Allí lo vi acompañado de su familia, apoyando este festival –que era el segundo más grande del mundo, después del de Medellín–, hasta que fue estrangulado económicamente por el régimen de Daniel Ortega, y luego suspendido, tras la masacre de 2018 (donde murieron cientos de personas y miles fueron apresados y torturados), cuando el pueblo se lanzó a las calles a protestar legítimamente por los desmanes de la pareja despótica, que desgobierna la patria de Ernesto Cardenal y Claribel Alegría, a pesar de la pasión y el esfuerzo de los poetas y amigos, que presiden dicho festival: Francisco de Asís y Gloria Gabuardi.  Fue para mí una experiencia grata, festiva e inolvidable, pues allí me reencontré con Claribel Alegría (de quien había sido su edecán en la Feria del Libro de 2001) y pude tomarme una foto con ella y con el gran poeta Ernesto Cardenal, en el hotel Darío.

Estas evocaciones vienen a cuento, en ocasión de las vicisitudes y avatares por las que han atravesado, y vivido en carne propia, tanto Sergio Ramírez como Gioconda Belli, a quien también vi en Granada (y quien me pidió le enseñara a bailar merengue, a tan mal bailador, y dejarme un poemario suyo en el vestíbulo del hotel), y antes, en la Feria Internacional del Libro de Lima. Sergio, primero tuvo que autoexiliarse en Costa Rica, dejando su biblioteca (el arma y alma de todo escritor), su tesoro más preciado –como confesó en un artículo conmovedor–, tras la publicación de su novela Tongolele no sabía bailar, en 2021. Luego fue a parar a España, igual que Gioconda, huyéndole a las garras del tirano, cuya última hazaña ha sido declararlos apátridas, es decir, robarles la nacionalidad por el “delito de conspirar contra la patria”, y confiscarles sus bienes –actos que recuerdan la época oscura del somocismo. A esta lista se suman 222 personas, que corren la misma suerte, incluyendo a Dora María Téllez — la recordada “comandante 2” del movimiento sandinista–, y quien fue apresada junto con los demás cientos de nicaragüenses en la protesta del 2018, tras el mamotreto de un juicio espurio y vergonzoso, y después de vivir ella los horrores de la cárcel, por el “delito” de ser legítima candidata a la presidencia (ahora forma parte de ese grupo de nicaragüenses que fueron expulsadas hacia EU). Dentro de este grupo (incluyendo un ciudadano norteamericano, empresarios, activistas sociales, lideres religiosos y periodistas), cabe destacar la presencia del obispo Rolando Álvarez, quien por negarse a abandonar su patria y declinar la oferta del avión de apátridas, fue sentenciado a 26 años de cárcel, en una mazmorra inmunda, como un castigo político del régimen sanguinario y despótico de la pareja Ortega-Murillo. Todo este calvario parece un cuento de terror, y la confirmación de la máxima marxista que reza que “la historia cuando se repite pasa de ser tragedia a farsa”.

El viacrucis de Sergio Ramírez — ex compañero de lucha de Daniel Ortega–, se inició cuando el escritor, a finales de 1990, y tras el triunfo de Violeta Barrios de Chamorro, desarrolló un proceso de crítica y autocrítica al Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), distanciándose del sandinismo y convirtiéndose en un férreo opositor al movimiento político, y a la pareja presidencial, posteriormente, tras la vuelta al poder, en 2007, y la entronización del despotismo, las violaciones a las libertades ciudadanas, las reelecciones amañadas y las persecuciones a los opositores. Dicha ruptura tajante con el régimen le acarreó no pocos sinsabores y rechazos, y el repudio del oficialismo, en su vuelta al poder. Como se sabe, la otrora revolución sandinista, que tanto apoyo, esperanza y solidaridad concitó en la conciencia latinoamericana, derivó en el poder, en una burocracia corrupta, causa de su derrota electoral, en 1990, por parte de la viuda del mártir en la lucha por la libertad de expresión y director a la sazón, del diario La Prensa, Pedro Joaquín Chamorro. Tras varias derrotas, y después del paso de dos gobiernos también corruptos (de Arnoldo Alemán y Enrique Bolaños), Ortega retornó al poder, en 2007, y con mayoría simple, se ha reelegido en elecciones dudosas y aferrado a sangre y fuego al poder, instaurando el terror, destruyendo las instituciones e imponiendo la represión como arma de disuasión y coerción, contra la oposición política, como en la época de las dictaduras militares de Latinoamérica.  La última payasada del régimen tiránico-monárquico consistió en convocar a elecciones en 2022, y previo a la contienda electoral, encarcelar a los siete candidatos opositores, en un insólito y grotesco torneo, y en una cínica estratagema, que conllevó represión y apresamientos de los lideres y activistas sociales, religiosos y políticos, mismos que han denunciado las violaciones de los derechos humanos.

 

La última gran hazaña contra la Iglesia Católica –que se suma a la prisión de un obispo–, en el proceso de persecución contra los religiosos y feligreses, fue la prohibición de las procesiones de Semana Santa, incluyendo el Viacrusis de la Cuaresma, en una guerra absurda y frontal contra la libertad de credo religioso, en la que Ortega acusa de “una mafia” al Papa y al Vaticano. Desde las protestas de 2018, la iglesia católica ha vivido momentos difíciles de persecución y represión, a cuyos sacerdotes el dictador acusa de “golpistas”, olvidando el papel activo y armado de muchos curas durante la revolución sandinista, incluyendo al recordado y valiente Gaspar García Laviana, muerto en combate.

Las acciones de condenar al exilio a cientos de opositores –sin contar los presos políticos que se mueren en las cárceles–, llevada a cabo por esta tiranía, alcanzó los ribetes del horror macabro, al despojarlos de su nacionalidad y condenarlos a una vida apátrida, como en los tiempos del holocausto judío del nazismo. Esta condena judicial, bajo el estigma de “traidores a la patria”, los convierte en desnacionalizados y los expulsa lejos de su tierra de nacimiento y origen. Con esta violación a la constitución de Nicaragua, al derecho internacional y natural, y a los derechos humanos, se crea un avieso precedente, digno de recibir el repudio unánime de la comunidad internacional y del mundo civilizado. Curiosamente, los regímenes populistas de la nueva izquierda latinoamericana guardan silencio cómplice, y también sus lideres políticos. Pocos han levantado su voz de condena y solidaridad a los opositores, y solo se han limitado a ofrecer asilo político a algunos expatriados –o desterrados. No es raro, pero la izquierda en la oposición, sostiene un discurso de combate, demanda respeto a la constitución y las leyes, exige libertad y elecciones libres, y cuando llega al poder, irrespeta la constitución y no celebra elecciones libres, sino amañadas y manipuladas, como en Nicaragua, Venezuela, y en Cuba, ni siquiera se celebran. Los abusos de Ortega vienen produciéndose desde hace varios años, sin embargo, pocos países y lideres de la región le plantan cara y le exigen que vuelva al sendero de la democracia y del orden constitucional.

Ha habido solo voces de solidaridad, promesas de asilo y otorgamiento de nacionalidad de los presidentes de Chile, México, Brasil y Colombia, pero la comunidad internacional espera mayor voluntad. La excepción ha sido la administración Biden, que ha impuesto sanciones al gobierno de Nicaragua y a la familia presidencial, y residencia temporal a los despatriados, en momento en que la autocracia gubernamental cercena la libertad de expresión, ataca a la Iglesia Católica y a los medios de comunicación, sumado al cierre de universidades, cancelación de la personería jurídica de decenas de ONGs., universidades privadas y organizaciones empresariales (Ortega acaba de disolver el Consejo Superior de la Empresa Privada, con sus 18 cámaras) , mediante los más absurdos subterfugios legales. Como se puede apreciar, Nicaragua, en su proceso de cubanización, está sumergida en una profunda crisis política y social, agravada, a raíz del estallido de abril de 2018 y desenmascarada, tras el adefesio electoral del 7 de noviembre de 2021  –con los principales candidatos de la oposición encarcelados o exiliados–, en el que Ortega se autoeligió para un quinto mandato consecutivo, y el segundo junto a la tristemente célebre vicepresidenta, Rosario Murillo, su esposa (quien lleva curiosamente el nombre de la segunda esposa del gran poeta, Rubén Darío).

Los dominicanos, amantes de la libertad y defensores de los valores de la democracia, tendremos la oportunidad de expresarles, a Sergio Ramírez y a Gioconda Belli, nuestra solidaridad, con un cálido abrazo, cuando vengan al país, junto con decenas de destacados escritores e intelectuales de Iberoamérica, del 17 al 21 de mayo, al festival literario Centro América Cuenta (CAC), magno evento ideado por Sergio, fundado en Nicaragua, en 2013, pero que se ha hecho itinerante (Costa Rica, Guatemala, España, ahora en Santo Domingo, con el coauspicio de la Fundación René del Risco), dada la imposibilidad de realizarlo en su tierra, en vista del clima de inestabilidad política, la ausencia de libertad de expresión y la represión social. Este evento, representa un signo del valor de la palabra y de la dignidad de la solidaridad centroamericana y latinoamericana, en defensa del pueblo nicaragüense, en su lucha por la defensa de la libertad y la democracia, y en combate contra la dictadura imperante en la patria de Sandino.