“Dueños de sus destinos son los hombres. La culpa, querido Bruto, no está en las estrellas, sino en nuestros vicios”.

William Shakespeare (1564-1616) Escritor británico 

Olereley lerelé…

La mala suerte del pobre.

Las décimas que integran la canción homónima al título del presente artículo, interpretada por su autor, el cantautor Manuel Jiménez, están dedicadas a resaltar las dificultades que confrontan las clases humildes para desenvolverse en medio de las carencias y limitaciones propias del estrato social al que pertenecen. Las letras enfatizan lo que el compositor estima como mala suerte, aunque, si se hace un análisis de las causas reales que producen esas adversidades acabaremos llamándola por otro nombre, pues no se trata de una situación generada por pura prescripción de un hado siniestro, sino por razones explicables, de origen económico, laboral y esencialmente político.

El concepto de suerte (buena o mala) está muy arraigado en la conciencia colectiva. Se concibe como una fuerza que influye en nuestro itinerario existencial, sin que podamos modificarla voluntariamente. Y es cierto que muchos de los acontecimientos que se nos presentan llegan de un modo inesperado, sin que podamos hacer nada para evitarlos ni para librarnos de sus efectos: son producto del azar, y de éste no hay quien se libre. Las rachas de buena y de mala suerte son como soplos de brisa, que vienen y van. Sentimos los efectos del viento, pero no logramos percibir qué fuerza lo impulsa. Lo mismo pasa con determinadas circunstancias ante las cuales somos como hojas al viento.

No obstante, es bueno hacer un deslindamiento entre los acontecimientos que de un modo involuntario se introducen en nuestra vida y aquellos que son fruto de causas identificables. No es una actitud responsable atribuir al hado todo lo que nos ocurre, pues eso conduce a una justificación de todos nuestros errores.

Gracias a la creencia en la predestinación muchas personas viven de hacer vaticinios a través de la lectura de la baraja o del tarot (tarotistas), lectura de las manos (quirománticos), consulta a los astros (astrólogos), entre otros especímenes de la chapucería ocultista. A este nivel de desarrollo evolutivo, parece un contrasentido pensar que todo lo que nos pasa es porque ya estaba pautado, y que si nos movemos en una u otra dirección no es por iniciativa propia, sino que actuamos bajo el impulso de un dictamen superior a nuestra capacidad de elección. De todos modos, existe el azar y no debemos confundirlo con ese otro concepto que en términos filosóficos conocemos como fatalismo.

Los dominicanos y en general los latinoamericanos estamos profundamente influidos por las ideas fatalistas. Pero no es una actitud exclusiva de estas “repúblicas bananeras”, dignas de “mejor suerte”; están ampliamente extendida por todo el mundo.

Si hurgamos en sus orígenes, la creencia en el fatalismo emerge desde los albores de la historia. En cuanto los seres humanos pudieron sistematizar cuerpos de creencias, recurrieron a la idea de un poder superior que decretaba sus destinos. Dentro del mundo clásico, griegos y romanos fueron muy consistentes en esto. Por ejemplo, las tragedias griegas están profundamente imbuidas de ideas y acontecimientos fatalistas. El destino trágico del héroe, tan presente en esa dramaturgia, nos da una idea bastante aproximada del peso de esta creencia en la conciencia de dicho pueblo. Como consecuencia de su predisposición a atribuir a una fuerza superior el origen causal de los acontecimientos humanos, llegaron a crear más de una deidad, a las cuales atribuían el manejo de los hilos de la vida.

Concretamente, los griegos adoptaron las Moiras, una triada de diosas encargadas de regir la vida de los seres racionales. A ellas se refiere Walter F. Otto (2003, pág. 16) al expresar que son estas “«veneradísimas» quienes deciden sobre el destino de la vida de los hombres por el poder que tienen sobre el nacimiento, las nupcias y la muerte”. Eran tres, y estaban representadas por tres ancianas, de las cuales una: Cloto, hilaba; otra: Láquesis, devanaba, y la tercera: Átropos cortaba el hilo de la vida. Estas divinidades aparecían en el momento del nacimiento para marcar el destino de la criatura recién nacida, fijando de inmediato el momento de su muerte. Los romanos, siempre inclinados a adoptar de los griegos todo lo que en términos de civilización les pareciera relevante, asumieron la triple divinidad bajo el nombre de Parcas.

Olaya Fernández Guerrero (2012, pág. 112) acota que “estas hermanas son tres viejas hilanderas que se encargan de trazar la urdimbre de la existencia humana. Cada vida en particular es representada por una hebra de lino que sale de la rueca de Cloto, es medida por la vara de Láquesis y sufre el corte de las tijeras de Átropo cuando llega la hora de la muerte”.

A propósito de las Moiras, hay una escena de la novela El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, donde aparecen dos ancianas tejiendo que parecen una recreación de las susodichas tejedoras, aunque con la ausencia de una de ellas: “Dos mujeres, una gorda y la otra delgada, tejían con lana negra sentadas en sillas de asiento de paja. La delgada se puso de pie y se me acercó –siempre tejiendo y con la mirada baja–…” (Conrad, 2021, pág. 16).

Dos páginas más adelante, completa la visión de estas misteriosas damas:

“En la primera habitación las mujeres seguían tejiendo febrilmente con sus lanas negras. La gente llegaba y la más joven iba de aquí para allá, presentándolos. La más vieja se quedaba en su silla. Apoyaba en un calentador para pies sus planas zapatillas de tela, y un gato reposaba en su regazo. Llevaba en la cabeza un artilugio blanco y almidonado, tenía una verruga en una mejilla y en su nariz se apoyaban unas gafas de montura de plata. Me miró por encima de las gafas. La placidez indiferente y breve de esa miraba me inquietó. Dos jóvenes con aspecto de alegres idiotas pasaron en ese momento, y ella les lanzó la misma mirada de despreocupada sabiduría. Parece conocerlo todo de ellos y también de mí. Me invadió una desazón. La mujer tenía algo de misterioso y fatídico. A menudo, cuando ya me encontraba allá afuera, pensé en aquellas dos mujeres que hacían guardia en el umbral de las tinieblas, tejiendo con lana negra como para una cálida mortaja, una de ellas presentando continuamente a todos ante lo desconocido, la otra escrutando los rostros idiotas y alegre con viejos ojos despreocupados. “¡Ave!, vieja tejedora de lana negra. Morituri te salutant” (“los que van a morir te saludan”).

La cita anterior es una reproducción adaptada del libro “Vidas de los doce Césares”, de Suetonio, que la atribuye a hombres que se enfrentarían a la muerte en la Roma del tiempo de los gladiadores.

A pesar del gran influjo en el pensamiento griego, la corriente determinista fue enfrentada por otra que defendía el libre albedrío, según la cual cada ser humano debe labrarse su propio destino. Toda decisión y toda acción concreta serán determinantes en sus circunstancias personales, de ahí la importancia de saber elegir entre las diversas opciones que nos presenta la vida. A modo de ejemplo de la concepción opuesta a la predestinación, les remito a un poema de Amado Nervo, titulado “En paz” que ilustra bastante bien la concepción del libre albedrío. El poema aparece precedido por un epígrafe en latín: artifex vitae, artifex sui, que traducido al español significa “Artífice de sí mismo, artífice de su destino”. En esa brevísima construcción discursiva en latín está compendiado el sentido del poema.

El hado o destino en la música

El tema del destino da para muchas reflexiones y discusiones, y son muchas las páginas que se han destinado a su estudio. Pero nuestro propósito es más modesto, por lo que nos circunscribimos al importante renglón de la música. Son muchas las canciones nacidas en esta vasta región del mundo en las que se recrea el concepto de buena o mala suerte. Entre esas, aparte de la que da origen al presente escrito, sobresale una del salsero boricua Willie Colón, interpretado por Héctor Lavoe: “El día de mi suerte”:

Pronto llegará

el día de mi suerte;

la esperanza de mi muerte

seguro que mi suerte cambiará.

El sujeto lírico narra las peripecias que ha vivido desde su infancia, enlutada por la temprana muerte de sus progenitores, hasta la adultez en que se encuentra:

Cuando niño mi mamá se murió,
solito con el viejo me dejó.
Me dijo solo nunca quedarás
porque él no esperaba una enfermedad.
A los diez años papá se murió,
se fue con mamá para el más allá.
Y la gente decían al verme llorar:
“No llores, nene, que tu suerte cambiará”.
¿Y cuándo será?

Todo ha sido una continua sucesión de situaciones difíciles, de carencias, de golpes bajos propinados por la vida. Y ante tantos infortunios, las personas con las que suele encontrarse, como para darle ánimos, le dicen que pronto va a cambiar su suerte. Pero él, menos optimista, rendido por el escepticismo que provocan los infortunios, les responde irónicamente lo que aparece compendiado en el estribillo: su suerte cambiará el día de su muerte, fecha que, por otra parte, imagina cercana (“pronto llegará…”).

La mala suerte del pobre

De semejante modo concibe nuestro cantautor Manuel Jiménez los acontecimientos humanos. O por lo menos esto es lo que se deduce de la canción que da origen a este trabajo. Veamos en qué consiste su discurso, analizando cada una de sus estrofas.

Veamos lo que nos dice cada una de las estrofas de “La mala suerte del pobre”:

Primera estrofa: la opinión de un cura conservador 

Con esta crisis tan fuerte

yo me pregunto, señores,

cuándo será que a los pobres

se les va a cambiar la suerte.

Dizque después de la muerte,

dice la opinión del cura;

como no me cabe dudas

que Cristo me salvará

mejor llévenme pallá

que esto aquí no tiene cura. 

El letrista inicia calificando de muy fuerte la crisis en que se desenvuelve la vida de ese vasto estamento social conocido como los pobres, y la califica de mala suerte, ya que todo, o casi todo, les sale mal, según va reseñando en las estrofas que conforman el texto de la canción. Y se pregunta cuándo terminará la mala racha que caracteriza la existencia de la gente humilde. Esa pregunta se la hacen constantemente los “desheredados de la fortuna” en medio de la desesperanza que les embarga. A ese respecto, el letrista cita la opinión del cura: el cual asegura que la suerte cambiará cuando llegue la muerte, pues el pobre –según el concepto teológico– tendrá asegurado un paraíso de bienaventuranza, ganado a fuerza de las privaciones sufridas aquí en la tierra. Riesgosa conclusión ésta, muy propia del cristiano de a pie, quien, resignado, parece convencido de que el sufrimiento terrenal constituye un abono a la felicidad trans-terrenal. Abandonado a ese consuelo, inoculado por un cristianismo conformista, pasivo y alienante, en medio de su estado agónico no sería extraño que un devoto convencido exclame como el sujeto poético de la canción: “Mejor llévenme pallá / que esto aquí no tiene cura”.

A fin de cuentas, no sería el único en llegar a esa conclusión fatal. Ya vimos, en la referida canción de Héctor Lavoe, que después de relatar las difíciles peripecias vitales por las que ha pasado, el yo poético piensa que su única esperanza queda supeditada al término de la vida corporal. ¡Triste conclusión!

Segunda estrofa: entre juegos de azar y combustible caro 

Por qué será tan ingrata

la suerte del pobrecito,

pues si juega un palecito

sólo le agarra una pata.

Así es que uno se remata,

como decía mi madrina,

pues la hija de la vecina,

que se compró una pasola,

cada vez que da una bola

se queda por gasolina.

En esta segunda estrofa, ya aparece una relación entre pobreza y lotería. Bien sabemos que el país se ha llenado de bancas de lotería, y estas se han convertido en fuentes de enriquecimiento para un “empresariado” voraz y oportunista, que ha capitalizado la desesperanza del pobre, ofertándole una falsa puerta de escape a sus precarias condiciones de vida: el premio mayor de la lotería o el acierto de un palé bien abultado; así como acertar en una tripleta millonaria o sacarse el loto… No obstante, la gente de origen humilde se pasa la vida jugando en esas rifas y apenas llega a “agarrarle una pata” al palé –como queda reseñado en la estrofa– o a coincidir en algunos números del loto. Bien sabemos que los juegos están sujetos al azar; se juega y se espera pasivamente un resultado, pues la voluntad y el esfuerzo en nada alterarían dicho resultado. En lo que sí puede intervenir la voluntad humana es en la decisión de participar en ellos o rechazarlos.

La estrofa también refiere el caso de una “hija de vecina” que se compra una pasola y que cada vez que “da una bola” a alguien pasa por la vergüenza de “quedarse” por gasolina. En esto habrá algo de azar, pero habría que insistir en que “se quedan” por falta de gasolina los que no pueden echar una buena cantidad, hasta llenar el tanque porque con lo cara que está y ha estado en los últimos años (por razones no tan válidas, como se pretende) más la escasez de recursos de la gente pobre (desempleados, subempleados, explotados en sus labores…) no hay forma de mantener el elevado consumo de un vehículo, aunque se trate de uno relativamente económico, destinado a los sectores de menores ingresos.

Tercera estrofa: hambre y pesadilla 

Como yo soy tan viejito,

si no encuentro algo de cena

para disipar la pena

enciendo mi cachimbito.

Me acurruco de ladito

en una vieja camilla,

pero tengo la barriga

como una tabla e planchar,

entonce’ en vez de soñar

me ataca la pesadilla. 

La tercera estrofa plantea explícitamente el problema del hambre y la miseria. Un hambre que, a falta de otra alternativa, se disipa con la fumada de un cachimbo. Pero sólo es una disipación, porque cuando el personaje se acuesta no logra conciliar el sueño debido a que el hambre se lo impide. Es así como el sueño se le convierte en pesadilla. Esta estrofa desnuda la atroz realidad de quienes son azotados inmisericordemente por la prángana. Y, digámoslo una vez más, no se trata de mala suerte, pues toda suerte, como hija del azar, es caprichosa y cambiante, de ningún modo fija, como sugiere la canción.

Ocurre que debido al estado calamitoso de quienes están en el más bajo estrato social, en nuestros países subdesarrollados el hambre y el insomnio (con pesadilla incluida en los escasos ratos en que el sueño llega) se traducen en un deterioro de la salud corporal y mental. Por eso la vida de los “hijos de Machepa”, además de muy modesta, suele ser breve, pues si se enferma a causa de la mala vida que forzosamente lleva, ocurre otra desgracia: debe acudir a un centro público de salud, donde las atenciones son deficientes y desde donde le mandan directamente a una farmacia a comprar los medicamentos que demanda el tratamiento, pues el Estado no subvenciona más que la consulta y algunos análisis de laboratorio.

Como cada cosa engendra a su semejante, la desgracia pare desgracia. Una larga sucesión de tragedias acaba en una tragedia mayor: la muerte; no la muerte a la que se llega tras un proceso natural, en un ambiente relajado, bajo atenciones de primera… sino aquella muerte desesperada y resignadamente silenciosa de quienes han sido lanzados aviesamente hacia el desamparo, no por un destino adverso, sino por un orden socioeconómico inicuo que privilegia el lucro por encima de lo racional y lo justo. “Hay que estar a la voluntad de Dios”, dicen muchos, como si tal voluntad, independientemente del concepto de divinidad que se tenga, podría cargar con el peso de tales injusticias.

Cuarta estrofa: de insomnio y placeres que se resisten 

Cuando el canto de los gallos

entona su melodía

mi mujer por valentía

trata de hacer un ensayo;

pero al ver que yo le fallo,

que no puedo ni valerme,

ella para entretenerme

me dice: “ay, mi viejecito,

acurrúcame un poquito

para ver si así te duermes.

Después de una noche de duermevela, ya en la madrugada la mujer despierta, y con pretensiones e insinuaciones sugiere que anhela ser amada, pero él, con su debilidad de malcomido, no está en condición de corresponderle. Entonces ella, condescendiente, le pide que se arrime y la acurruque para que en ese feliz estado pueda conciliar el sueño. Esta estrofa está muy vinculada con la anterior, es como el desenlace de lo que reseña aquella, puesto que el estado de tensión que genera el hambre le impide conciliar el sueño y descansar. Pero también le impide satisfacer otra de las grandes necesidades humanas: la práctica del acto sexual, con lo que se refuerza la idea de una vida acosada por toda clase de privaciones: hambre, insomnio, insalubridad, satisfacción sexual…

Quinta estrofa: laboriosidad, analfabetismo, aislamiento

Como yo soy medio bruto,

diferente a mis hermanos,

yo me levanto temprano

y me voy pa mi conuco.

De letra yo no sé mucho,

y no piensen que es de broma,

pues sólo uso la coma

si tengo que usar el diente,

porque así somos la gente

que vivimo’ allá en la loma.

En esta estrofa el sujeto enunciador se autocalifica de bruto, queriendo decir con esto: iletrado. Reafirma los hábitos del campesino: madrugador y arduo cultivador de la tierra. Dice que posee muy limitados conocimientos académicos. Y pone unos gramos de humor al afirmar su escaso aprendizaje de las letras, pues vincula el sustantivo que identifica el signo de puntuación usado para marcar pausa en la escritura, con el verbo comer, usado en el presente del modo imperativo: “coma”.

Carecer del dominio de la escritura reafirma el sentido de indefensión del pobre, ya que le distancia de los medios que la cultura pone al alcance de los grupos sociales privilegiados para ilustrar el intelecto. Y al no poder ilustrarse, se le dificultará comprender las razones de su estado. De ahí que todo lo exprese de un modo conformista, pues la inconsciencia en que vive le impide comprender las raíces de sus males. La estrofa también habla del aislamiento en que se encuentra el sujeto; un aislamiento que no es sólo físico, propio del que habita en la loma, sino que también es social, por ser un ente relegado en su desamparo, marginado en sus derechos fundamentales.

Reflexión conclusiva

Lo que el cantautor denomina “la mala suerte del pobre” es una falacia. Los sinsabores que padecen los pobres no son producto del azar, tampoco de una atroz predestinación. Se trata de un mal generado por el desigual sistema de distribución de la riqueza, por los salarios de inequidad, por las leyes injustas, que favorecen a las grandes corporaciones en detrimento del pueblo; de la casta política que nos ha gobernado in saecula saeculorum, que cada cuatro años obtiene una nueva franquicia para lucrarse impunemente del dinero de los contribuyentes y hacer más desgraciada la vida colectiva, excepto la de los grandes potentados. Casta llena de arribistas, tránsfugas, vividores, mentecatos y chapuceros, que empeñan el honor o lo venden al mejor postor con tal de acumular riquezas, y que se mueven de un partido a otro como buitres que van de carroña en carroña.

A veces desaparecen unas determinadas siglas para reaparecer camufladas en otras, pero no cambia el contenido, y no siempre nos damos cuenta de que se continúa sirviendo “vino viejo en odres nuevos”. Un sistema político en el que petulantes señores de envejecidas propuestas y sinuosidades retóricas se resisten a desaparecer, y que como en la famosa canción de Silvio Rodríguez (“La masa”) tozudamente insisten en actuar como “servidor (es) del pasado en copa nueva”.

La canción de Manuel Jiménez apela a nuestra típica inclinación a lo jocoso, y en lugar de motivar a una reflexión profunda sobre las desgracias que se abaten sobre los estratos más bajos del pueblo, se queda en lo puramente anecdótico. A fin de cuentas, apelar a la risa fácil ha sido siempre una tendencia dominante entre nosotros.

Y no es que sea mal recurrir al humor al presentar una situación social; la crítica social y el humor suelen juntarse en las obras de arte. De hecho, el humor contribuye a hacer más efectiva la crítica. Pero mejor habría resultado si el compositor hubiera incluido una estrofa final y concluyente, en la que explicara cuál es la verdadera razón de las carencias que sufren los sectores más desposeídos de la población. De haber contado con tal aditamento, el discurso crítico habría sido mucho más efectivo. No es que la crítica esté ausente en la canción, sino que está tan velada, tan sutilmente sugerida que no evitará el que muchos apenas lleguen al componente gracioso.

No nos cansaremos de insistir en que los eternamente relegados, los sempiternamente excluidos de las inversiones públicas, a quienes se les regala migajas, como condicionantes del futuro voto elector, es la verdadera calamidad para ellos. No importa bajo qué signo hayan nacido, ellos padecen de desatenciones, de olvido, son víctimas de grandes injusticias. La agenda de las realizaciones políticas nunca ha estado enfocada hacia el interior de las clases menos pudientes. El pastel del presupuesto se lo disputan los que están bien posicionados en las altas esferas, allí donde tienen su asiento los poderes fácticos.

Los partidos devienen en castas mafiosas, que sustraen los fondos públicos en provecho particular; sólo hay que ver lo que ocurrió en la recién pasada Era de los 20 años, y el cuatrienio intermedio, sin excluir a lo que va del presente período gubernamental. La situación del pueblo pobre se agudiza con cada nuevo gobierno que entra a la administración pública.

Nuestro sistema político cuenta con unos partidos cuyas estructuras envejecen al mismo ritmo que envejecen sus altos dirigentes, pues éstos son reacios a la renovación de sus cuadros, y en ellos sólo se impone la precaria visión, obstinadamente miope y distorsionada, de sus líderes. Un sistema de partidos que quedó atrapado en las telarañas del siglo XIX.

Frente a tantas circunstancias adversas, “la mala suerte del pobre” no ha de cambiar muy fácilmente. Sólo hay una posibilidad: que los pobres creen conciencia de su estado y se rebelen, es decir, que empiecen a unir fuerzas para exigir lo que les corresponde del alpiste (presupuesto) anual. Pero para eso hace falta una fuerza motora, y ésta sería la educación; una educación que contribuya a desarrollar el pensamiento crítico, y ya sabemos que estamos muy lejos de alcanzar esa realidad.

Cuando le demos la vuelta al refranero popular, cambiando el fatalismo de “El que nace pa’ martillo del cielo le caen los clavos”, o “Serás feliz hasta la muerte, si te conformas con tu suerte” por otros como: “A quien lucha y suda, la suerte le ayuda” o “Fortuna y ocasión, favorecen al osado corazón” estaremos iniciando el camino para transformar la “mala suerte del pobre” en resistencia activa contra los reinos de este mundo, responsables de la miseria de las mayorías y la bonanza de unos pocos.

Bibliografía

Conrad, J. (2021). El corazón de las tinieblas. Barcelona: Editorial Alma.

Fernández G., Olaya (2012). “El hilo de la vida. Diosas tejedoras en la mitología griega”. Feminismo/s 20, diciembre 2012, pp. 107-125

Otto, Walter F. (2003). Los dioses de Grecia. Madrid: Ediciones Siruela.

Real Academia de la Lengua. DLE (en línea).