El caudillismo como fijación de la conciencia colectiva, como expresión del atraso social y como decorado retrógrado de la historia del despotismo, no tiene el futuro asegurado, ni siquiera el inmediato.

Aquí no surgirá de nuevo el caudillismo tradicional que ha padecido el país en lo que queda de historia. Posiblemente ni siquiera la apropiación del presupuesto nacional les servirá a esos fines a quienes jueguen al olvido y a la decrepitud, (inexistente), de millones de personas que se hacen llamar dominicanos. Los procesos sociales son evolutivos aunque tropiecen y caigan. Esa evolución no es mera retórica ni hipérbole sobre lo causal.

Lo que más les conviene a los neocaudillos y a sus prohijadores es no seguir durmiendo de ese lado. Ser caudillo es reunir en torno a sí factores irreductibles de lealtad que no siempre son perdurables, necesarios o irreductibles. Es una antigualla y antípoda de lo que debiera ser el ejercicio de la política como arte y como ciencia.

Pero siempre habrá, obcecados que entenderá que todos los demás juegan a la amnesia, al olvido inmediato y a la cerrazón.

Se trata de una disrupción sistémica, una contrariedad, una sombra en el devenir político. El caudillismo, sus raíces, terminarán quemadas por el fuego de la historia.

Quienes elaboran planes caudillistas bien pudieran perecer en el intento aún cuando la historia nacional aparece poblada de ellos.

Sus pasos por el poder dejan una huella pesarosa sobre el devenir dominicano y latinoamericano. Pero ¿qué es eso del caudillismo? Es el individuo y el individualismo por encima de todo. Es la idea ilusoria del “líder” irreemplazable y para siempre que con su magia y sus manejos mantiene cohesionada a una comunidad de seguidores que claramente se irán a otro lugar cuando los factores biológicos y las leyes universales que traen la muerte aparezcan en el horizonte.

Un caudillo es uno que a fuerza de creer lo que le susurran sus incondicionale$ llega a entender que su presencia en los escenarios de la política lo hace imprescindible como si hubiera alguien que en realidad lo sea.

El apego, el amor por mandar, por tomar decisiones, por encabezar, suele ser una de las cegueras incurables que acompaña al poder en nuestros medios cuasi iletrados.

El caudillismo, como expresión histórica de la medianía, lo prohíja una serie de factores convergentes y divergentes que se mezclan para establecer una lógica del poder que sólo el tiempo y la historia desvanecen.

Donde los grupos decisivos tienen una claridad de sentimientos sobre la fuerza del ordenamiento democrático verdadero, el caudillismo desaparece.

Pero siempre habrá, obcecados que entenderá que todos los demás juegan a la amnesia, al olvido inmediato y a la cerrazón. Olvidaron temprano que la vida es evolución, contrastes, sueños colectivos que hay que tomar en cuenta.