El auge sufrido por la industria azucarera en los primeros años de la década de 1870 del siglo XIX, no fue determinado por factores internos de desarrollo y consolidación de la economía dominicana, sino más bien por condicionantes externas, esta vez ligadas al incremento de la guerra liberadora de Cuba conocida como la Guerra de los 10 años cuya crueldad, intensidad y violencia generó una estampida de sectores económicamente poderosos de la hermana isla que huyeron de los combates y junto con sus capitales entraron por dos Puertos del país: San Pedro de Macorís y Puerto Plata.

La fase industrial del azúcar

Esta inversión de capital cubano inaugura la fase de la industria azucarera en su escala mas tecnificada requiriendo para ello mucha mano de obra, tanto jornalera como técnicamente especializada lo cual conllevó a la importación de grandes contingentes de poblaciones de distintas partes del Caribe: Tórtola, Saint Kitts, Nevis, Barlovento, Puerto Rico, Caikos, así como de Haití y otras partes. A ello se sumó la llegada de inmigrantes árabes (conocidos entre nosotros como turcos por poseer pasaporte del imperio Otomano) en el Puerto de San Pedro de Macorís, además de chinos. Estas últimas poblaciones les atraía el crecimiento económico que presentaban estas ciudades y una cuota de visado ya disminuid en otros países.

A pesar de ese florecimiento de la economía hacia lo interno, el gobierno de Buenaventura Báez, no era eficiente con las finanzas públicas y vivíamos un contrapunto entre una inversión foránea que empuja el desarrollo y la economía y un gobierno nacional que dispendiaba los recursos, endeudaba las finanzas nacionales, y sin objetivos claros de inversión estatal y promotor, no solo de bonos soberanos para cubrir déficit internos, sino, responsable de la emisión de moneda inorgánico que fue malgastada en inversiones sin importancia y para cubrir los sueldos de la nómina pública.

Como vemos, vivimos para esos años dos procesos contrapuestos, pero al revisar los hechos históricos nos percatamos de que  esa inversión en ingenios, el Amistad y el Monte Llano en Puerto Plata y Consuelo en San Pedro de Macorís, entre otros, era la resultante de la demanda de azúcar en el mercado internacional, sobre todo en Europa y el emergente mercado norteamericano, que obligaba a esos capitalistas cubanos a mantener el flujo de producción que permitiera cumplir con estos mercados y cuya economía le era familiar en su lugar de origen por haber suplido dicha demanda anteriormente.

Las regiones de mayor impacto en estos nuevos asentamientos étnicos lo fueron, de un lado Puerto Plata y en mayor medida, San Pedro de Macorís y la Romana. Las extensas praderas del este eran idóneas para el cultivo de azúcar en gran escala como ya había demostrado el hato ganadero colonial, pues amen de la calidad de las tierras, es un cultivo intenso y extenso que requiere de sabanas y tierras planas para su producción y ríos de navegación y de uso en la producción, como el río Soco y el Higuamo en el este.

A estos factores de orden topológicos, se unen los puertos para la facilidad de exportación del producto y por supuesto, importantes suministros acuíferos para la demanda industrial de los ingenios. Es notorio que la zona que alcanza mayor empuje es San Pedro de Macorís y el este por el tipo de suelo y su importante portuaria, mientras que Puerto Plata, recibe la inversión por el renombre histórico de su puerto, pero es obvio que la topología del terreno no le era tan favorable como la región este.

La mano de obra se importó debido a que nuestro país para esa época tenía cerca de dos siglos y medio distanciado del azúcar como producto tradicional de exportación sustituido desde la época colonial (en el siglo XVI), por el hato ganadero. No obstante, en el devenir histórico se desarrollaron otros productos tradicionales como el tabaco, el café y el cacao, al que luego se le suma con altos rendimientos, el azúcar en los siglos XIX-XX.

Las razones económicas

Este fenómeno de historia económica producía una carencia de mano de obra relacionada con el azúcar, por lo que se hizo indispensable su importación desde zonas caribeñas familiarizadas con la producción como las antiguas colonias británicas, Haití y Puerto Rico que sí mantenían una asiduidad con el producto, por tanto, un conocimiento, tanto técnico como del corte y la producción del mismo. En el caso puertorriqueño se sumó una depresión económica muy marcada en esa época.

Estas son las razones que explican la presencia de multitudes de pobladores venidos al trabajo de la caña y cuyos asentamientos están relacionados con determinados enclaves no solo poblacionales, económicos, sino también culturales, debido a que esa presencia en forma de enclave se proyectó de forma determinante en la idiosincrasia regional formando parte más luego de nuestra identidad nacional.

Por la naturaleza del trabajo como ya explicamos, vinieron obreros operarios de máquinas, y otras tecnologías propias de esta industria, muchos de ellos alfabetizados, sobre todo de las islas bajo dominio inglés conocidos aquí como cocolos, originalmente peyorativo este término y que luego pasó a perder su sentido discriminatorio.

También vinieron jornaleros o picadores de cañas desde Puerto Rico que en esos momentos atravesaba una precaria situación económica como ya dijimos más arriba, viniendo algunos de ellos de forma ilegal atravesando el canal de la Mona, ruta hoy que realiza al revés de aquellos tiempos, el dominicano hoy. Muchas de estas familias campesinas puertorriqueñas se reinstalaron en la zona de la Romana donde quedan hoy apellidos de ascendencia boricua y familias enteras que se han quedado residiendo en nuestro país por más de 100 años. En el caso de los cocolos, han continuado vínculos familiares ancestrales, y algunos han retornado luego a su lugar de origen en reencuentros familiares.

El inicio, aunque no masivo, de la inmigración se inició precisamente a fines de ese siglo XIX, debido a que la tradición campesina y de trabajo rural ligado al corte de la caña hacia de esta mano de obra, una fuente cautiva para el trabajo en República Dominicana, donde se apresuraba la producción de caña para cumplir con la demanda internacional.

Los alrededores de los ingenios y la división territorial y laboral de campos cañeros y colonias de cañas, facilitó que se instalaran estos inmigrantes conformando verdaderos enclaves socioculturales y de habitabilidad más tarde conocidos como bateyes muy parecidos su distribución espacial interior y sus condiciones de vida y diseños habitacionales, a los barracones de la época de la Trata Negrera.

El encuentro étnico

En estos nuevos espacios rurales, también se dieron citas, dominicanos que interactuaban desde un posicionamiento social y económico jerárquicamente superior, pero en la cotidianidad del trabajo y para los fines del nivel de explotación, se compartía una misma realidad social. También dominicanos de origen haitianos y haitianos dominicanizados o aplatanados.

Destacable es el hecho que estos inmigrantes no eran urbanos, como lo fueron árabes y chinos, venidos a los destinos portuarios y sus dinámicas ciudades, por razones diferentes, aunque atraídos por el néctar del azúcar.

La inmigración árabe

Sin embargo, los árabes y más luego los inmigrantes chinos, sufrieron los embates de la discriminación ya aplicada a los anteriores y socialmente más empobrecidos inmigrantes caribeños. Los comerciantes de las ciudades receptoras de tan especial visita acusaban de cuantas bajezas posibles a los nuevos inmigrantes árabes que por demás osaron incursionar en el comercio, actividad reservada a los españoles desde la época colonial.

Expertos por tradición ancestral, el árabe enseña el comercio a los europeos a través del bazar, y lo ejercieron en la isla bajo las condiciones marginales que se les permitió o que ellos hicieron posible hacerlo a su llegada a suelo nacional. El comercio de mercancía en las aceras de las calles comerciales de las principales ciudades es árabe, así como la fantasía o venta al detalle de chucherías y productos variados, sea esta ambulante o no.

Primeramente, esta manera de comercio se hizo instalando una fantasía rodante que iba de campo en campo vendiendo cualquier cosa y luego fueron encontrando espacio en los mercados y pasan más tarde a las calles, avenidas y centros comerciales, para constituir hoy esta inmigración, una de las de mayor aporte intelectual, en lo político, lo profesional, el comercial y en la vida económica de nuestro país.

Los chinos

Por su parte, los chinos acababan de cerrar su última cuota migratoria a finales del siglo XIX y se inició una diáspora a América que tocó nuestro país. De tradición igualmente comercial, los chinos incursionan en áreas no exploradas por los dominicanos razón por lo cual, el rechazo inicial hacia la inmigración china de finales del siglo XIX no fue tan evidente, lo cual no niega niveles de prejuicio hacia su población y hábitos culturales.

Se tiene como un aporte a la actividad comercial del país, las áreas de inversión de los chinos a la economía dominicana desde finales del siglo XIX como son las reposterías, restaurantes, lavanderías y supermercados, entre otras. Notoriamente se tiene a la capital dominicana y en especial el barrio de Villa Francisca, conocido como Barrio Chino, hoy remozado, como el principal enclave (no el único), de los chinos en el país que ya tienen más de 100 años conviviendo a su manera con la sociedad dominicana, con una presencia esparcida en diferentes ciudades.

Aunque su entrada inicialmente lo fue por puertos importantes del país como San Pedro de Macorís y Puerto Plata, vías de acceso normal para la época, sus vínculos no fueron con la industria azucarera por lo que sus razones migratorias, de inserción social y los problemas culturales, fueron de otra naturaleza, cuando de analizar sus relaciones directas con el proceso de redefinición de la identidad que dichas inmigraciones produjeron en la sociedad dominicana para fines del siglo XIX, se analiza.

Como resultado de la eclosión cultural que aportó la industria azucarera y otras razones de naturaleza política y económica implicadas en las migraciones producidas en nuestro país a finales del siglo XIX, hoy no es posible definir la identidad nacional al margen de los aportes que cada uno de esos grupos inmigrantes, hoy parte de la dominicanidad, han hecho al acervo cultural nuestro.

En la comida es importante el yaniqueque, el bollito de harina o domplin, el guavaberry, el molondrón a la manera cocola, o los destacados peloteros de San Pedro de Macorís, muchos de ellos de origen cocolo. Tampoco la espiritualidad es posible definirla al margen de las logias y la fuerza del protestantismo de estos grupos. Profesores por antonomasia, muchos cocolos enseñan inglés en sus bateyes y desde muy temprano abrazaron el magisterio como oficio en los barrios y pueblos de San Pedro de Macorís y la Romana. A todo ello se suma el hecho de que la tradición de los guloyas ha sido declarada Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO.

El quipe cocido o crudo, el tipile, el niño envuelto y los dulces con frutos secos es de innegable procedencia árabe, como lo es el queso de orégano de las Matas de Farfán en San Juan de la Maguana. De los haitianos hemos heredado por préstamo o contagio, no solo su fervor religioso alrededor del culto vudu extendido en nuestro país, sino suculentos platos como el chacá, chenchen que se debate su origen con los propios dominicanos.

Con los chinos hemos tenido pocos flujos culturales, aunque la comida con vegetales y el plato más nacional de los chinos, es parte de la dieta dominicana: el chofan. Con una cultura milenaria, los chinos conviven y por que no, se han dominicanizado en muchos de sus hábitos, y es notoria la presencia masiva de dominicanos en los restaurantes chinos de la Avenida Duarte, no solo por lo popular de sus precios, sino porque el dominicano ha integrado a su paladar, el sabor oriental.

Sin olvidar, finalmente, que estas culturas venidas a finales del silgo XIX, en antropología se conocen como cerradas y por tanto, sus niveles de inversión e interacción, a veces resultan difíciles en cuanto a logros de los mestizajes esperados, a pesar de que en nuestro se han producido niveles óptimos en sus resultados.