Filósofo, poeta, teólogo, ensayista y cuentista, Hugo Mujica, nacido en Buenos Aires en 1942, es una leyenda viva del pensamiento filosófico y la poesía reflexiva en América Latina. Lo conocí en el Festival Internacional de Poesía de Granada, Nicaragua, en 2011, donde me regaló su Poesía Completa y otros libros, ocasión que aproveché para extenderle una invitación a venir a nuestro Festival Internacional de Poesía de Santo Domingo, a realizarse el mismo año, lo cual hizo. Luego volvimos a vernos en Buenos Aires, en 2012, cuando asistí al IV Congreso Iberoamericano de Cultura, en cuya ocasión me dio un paseo por la ciudad antigua. Me contó que cuando niño veía pasear a Borges, agarrado de mano de algún amigo, o con Bioy Casares. Me invitó a un café y charlamos buen rato, evocando sus años juveniles. Esta entrevista fue parte de la que salió en la revista País Cultural. Recuerdo que cuando recibió el ejemplar, me envió una foto mostrando la portada, cuyo gesto me sorprendió y conmovió. Fue discípulo de Thomas Merton y Allen Ginberg, con quien convivió en una granja en los suburbios de NY; participó del festival de Woodstock; vivió en un monasterio trapense como monje, durante siete años, bajo voto de silencio; estudió filosofía en la Free University of New York y pintura en la School of Visual Arts. Fue del movimiento de la psicodelia y de los Hare Khrishna. Dirigió una parroquia como sacerdote, profesión que abandona y se dedica a viajar por el mundo, dando conferencias, seminarios  y cursos, y entregándose a la escritura. En 2006, retorna a la práctica del yoga. Es autor de decenas de poemarios, libros de aforismos y de ensayos. Es premio Casa de América de Poesía Americana.

¿En qué medida el silencio y la meditación han permeado y moldeado tu obra aforística y poética?

Me han y me siguen permeando; soy esa modelación. Creo que son el clima, diría la temperatura, que no permite que nada, al menos en mi vida, se cristalice, se endurezca; lo que la mantiene a ella, mi vida, moldeable a ella misma. Uno no escribe solo con las palabras; también con el aliento que las llena y a través del que nos vaciamos: con la propia vida, el silencio y la meditación soy yo, mi obra y yo somos ellos… Por eso me parece artificial el disecar partes de uno o de la vida de uno y pensar que esto es por esto y lo otro por lo otro; todo y cada cosa es lo que uno es y desde ese siendo también, en una misma unidad, se es poeta, se crea… Y se vuelve a callar.

Hugo Mujica (Buenos Aires, 1942) es sacerdote católico, ensayista y poeta. Fuente de la imagen: Letralia.com

¿Cómo has podido lidiar entre la palabra y la pintura, la filosofía y la antropología, la teología y la estética para construir tus pensamientos?

Creo que esta pregunta está casi respondida en la anterior, por otra parte las distintas disciplinas no son más que ángulos diferentes, cada uno con su terminología y tradición, desde donde mirar, indagar y expresar ese misterio que es estar en la vida, ser una figura del tiempo, un tilde de espacio… de ese tratar de captarla configurándola en palabras, pueden ser de un discurso o de otro, pero son siempre veintisiete letras, veintisiete  bastones de ciego con los que tantear la vida, nombrar el hay, decir él es. Lo que objetaría a tu pregunta es la idea de “construir” mis pensamientos, ese verbo me suena demasiado poco orgánico, demasiado voluntarista, mecanicista. Mis pensamientos no los construyo, los soy, me nazco en ellos, son el emergente de mi vida y, a la vez, es donde mi vida se dice y al decir, se conoce, ella misma se escucha pensarse, es decir,  se mira en esas imágenes en las que se conceptualiza y en las que se expresa y trasciende en comunicación. Entonces no hay “construcción” sino acontecimiento; hay creación. Se construye con lo que ya es, con lo que hay, ensamblando, sumando, en vez, se piensa con lo que no es, desde lo que no es, para darle ser, comprensión. Todavía se usa el modismo “me vino”, me vino tal o cual pensamiento, it cames to me, para significar ese llegar, no hacer, del pensar, y, yo agregaría: me vine a mí, en el pensar.

¿De quién -o quienes- te sientes deudor en tu forma de elaborar ideas en versos, o de cincelar una visión del mundo desde una óptica en la que comulgan el misticismo, la poesía y el cuento?

No, no elaboro “ideas en versos”, no es que primero tengo una idea y después la versifico; es el contenido el que busca y es su forma, y determinadas intuiciones se dan en la poesía, después se pueden glosar, buscarles una expresión más elaborada, más lineal, pero esos son ya mis ensayos. De nuevo, todo eso, el misticismo, la poesía, el narrar, todo eso fueron etapas, años sucesivos de estudios, formales o menos formales, y todo eso entrama mi carne, mueve mis manos. Es desde fuera que eso se puede separar, en mí es lo que soy; es la tensa unidad desde la que busco ser expresión, ser expresándome. A ningún hombre se le pregunta en qué parte es padre, en cual hermano de su hermano o tío de su sobrino o empleado de su empresa… todo eso, esa unidad múltiple, es. Así el creador.

Tu poesía me hace evocar a Jorge Guillén y a cierta parte de Octavio Paz, esa poesía reflexiva, cerebral, despojada de emoción, no así de pensamiento e inteligencia. ¿Qué tú opinas?

Nietzsche, a quien admiro profundamente, habla del poeta-filósofo o el filósofo-poeta, esa imagen me gusta, pero claro, cuando decimos filósofo estamos viendo al profesor, al trasmisor de la historia de la filosofía, al que repite, cuanto mucho combina, pero no crea; catedrático muy necesario pero no es lo mío. Estudié filosofía, y nunca dejé de hacerlo, pero no para olvidarlo  y poder pensar; mi imagen es la del pensador, porque el pensamiento es creación, crea conceptos como lo poético crea imágenes, pero los conceptos también son imágenes, cifras de la condición humana, constelaciones de vivencias. Los antiguos griegos creaban dioses con los que revestían las fuerzas naturales entre y dentro de las que latían, después forjaron imágenes conceptuales, pero siempre fueron formas de revestir la vida con la vida misma, intentos de asirla… felices fracasos de tener que volverlas a crear.

¿De dónde te vienes el fervor por Paul Celan, Georg Trakl y San Juan de la Cruz? ¿Te sientes habitante de la mística cristiana o de la cábala judía?

Me siento habitante de la vida, sus infinitas formas y sus danzas, entonces tampoco dejaría afuera ni al budismo ni al taoísmo, por dar dos ejemplos, ni, además de preguntarme sólo por escritores, dejaría afuera a Bach ni a Billie Holiday ni a Morandi ni Von Triers, a Pina Bauch ni tampoco… Mi “fervor” es por la creatividad, el acto, el instante creador, la chispa… por el milagro del paso del no ser al ser, del no estar al aparecer… del haber nacido, de haberme recibido a mí mismo sin haber estado hasta que me acogí. En cuanto específicamente a la mística, tanto la cristiana o la judía, ellas son –al menos lo que gloso de ellas, la instancia anterior a la religión, casi diría que es el vacío, la nada o la brecha que las “religiones” tratan de cubrir, de alguna forma controlar, por eso, a la vez la mística es la dimensión crítica, desfundante de ellas… En realidad la mística no tiene nada de ese esoterismo de consumo con que se la asocia; tampoco es exclusiva de la teología o la religión. La mística es simplemente la apuesta y la búsqueda de ser capaces de ver lo que es sin vernos a nosotros en lo que vemos; es la visión sin conceptualización, la presencia sin representación: la rosa roza la danza. Mi último libro de ensayos se llama “El saber del no saberse”, es eso, el saber sin el “se” reflexivo que trae lo que vi hacia mí, que me vuelve a encerrar en mí. Es el “ex” de la ex-istencia, el “fuera de”, fuera de un sí mismo igual a sí, una repetición de mí, y fuera del “mundo”, en cuanto construcción de “objetividad”, en cuanto espejo que nos refleja. La mística es la osadía de salir de sí sin volver, sin repetir. Bueno, me siento eso, uno de los que trata de crear no para tapar el vacío sino para mantenerlo abierto, es decir, manando… después llámalo como quieras, cristianismo, cábala, Celan, Trakl o el inmenso Juan de la Cruz. A todos ellos, además y supongo que por eso los mientas, les he dedicado algún libro, o sea, he convivido, dialogado, habitado… ya algo de ellos los soy, me han dado de vivir.

¿El manantial de tus reflexiones es un espejo de la noche o del día, del sueño o de la vigilia, del desierto o del bosque, del mar o del cielo?

De los cuatro puntos cardinales, del dejarme tocar, del hacerme vulnerable… y sobre todo, de escuchar las palabras, de demorarme en ellas, morarlas, para escuchar qué no dijeron aún en lo que ya dijeron, en lo que ya otros escucharon, que tienen aún para revelar, que buscan aún decir con el murmullo inagotable que mana de cada palabra.

Tu concepción del lenguaje y del ser me recuerda a Heidegger. ¿En qué medida Heidegger ha nimbado tu imaginario poético, tu pensamiento filosófico y tu mundo verbal?

En mucho, sobre todo el segundo Heidegger, ese que después de haber experimentado el fracaso de expresar un sentido, de expresarlo y así generarlo, con un lenguaje filosófico, se pone a la escucha del lenguaje poético –el de Hölderlin de manera particular- y desde esa escucha ya no filosofa sino que piensa, ejercita la creación de figuras que den de pensar, no conceptos a repetir. Instaura el verdadero enseñar, es decir, como quería Heráclito, dice en-señas, enseña… Y eso es lo que busco, decir, sin cerrar, nombrar para abrir, señas, poemas, roces… no más y por eso tanto más que cualquier definición, cualquier traición a lo siempre abierto y deviniendo de la vida, la que Heidegger nos señaló que es tiempo, fluir…

¿Qué línea visible une tu poesía a tu prosa, tus versos a tus frases encabalgadas en forma aforística o versicular?

Creo que, según la dimensión en la que te adentras, es el lenguaje que pide como expresión, creo que mi obra indaga un nivel latiente, el de la vida cuando todavía no se alineó proyecto, historia, hacer. Cuando todavía es desnudez que palpita, desnudez. Entonces no cabe, y si cabe, se asfixia, se cosifica, en un lenguaje “formal”, en formas ya constituidas, en gramática ya consolidadas. Por eso, tanto mis poemas como mi prosa buscan lo esencial, de nuevo: apenas señalar. Y eso lo da un lenguaje despojado, un lenguaje que busca más desnudar que recubrir. Como pensador –y no filósofo-, como pensador y poeta, yo pienso con palabras, no conceptos, aunque escriba prosa creo que son las palabras, cada una, y no la explicación la que pone al lector en presencia de lo que busco trasmitir. Para mí la pregunta no es si dije o no dije algo, es si eso que dije, está vivo o no, trasmite latido o no. Lo mismo cuando leo un libro, hay libros muy bien escritos, libros que dicen claramente lo que buscan decir pero… lo que dicen, no está allí, no late. Es forma, gramática, no más.

¿Te han dicho que tu poesía se parece a la de Roberto Juarroz, tu compatriota de poesía vertical y unitaria, o que tus reflexiones aforísticas evocan a Antonio Porchia, otro pensador argentino como tú, pero de origen italiano, tan valorado por Breton y Roger Caillois, quien lo tradujo al francés?

Si me lo han dicho, sobre todo los que tratan de trazar líneas, o nominar escuelas. Yo me siento más a fin con Porchia, con una línea más acorde con la sabiduría que con la reflexión, más ligado, diría, a la vida que a la existencia, a lo latiente que a lo abstracto.  Juarroz me resulta más brillante pero Porchia es más iluminador; Juarroz nos dice algo que no sabíamos, Porchia nos muestra algo que somos, nos lo invita a ser. Pero sin duda tengo una afinidad con ambos; en España, en cambio, y allí he publicado casi todos mis libros, me ubican en la llamada “poesía del silencio”, tradición que, al menos marcadamente, no tenemos en mi país, al menos contundentemente como en España la marcó José Ángel Valente.

¿Qué ha pesado más en la configuración de tu universo literario, la experiencia del silencio, la contemplación activa o las experiencias de lectura?

Sin duda la experiencia del silencio, el haber estado expuesto, vivido, habitado en un silencio de siete años me dejó, diría, un espacio de resonancias, un lugar donde la vida se dice en un tono muy, muy quedo. El silencio, después de todo, no es más que la posibilidad de escuchar -y parafraseándome: escuchar sin escucharse-, pero cuando es en verdad, hondo, cuando no es el que hacemos sino el que es él mismo, entonces también se lo escucha a él. En el silencio el silencio habla.

¿Qué aprendiste de Thomas Merton o de Allen Ginsberg, es decir, de la vida trapense, monacal y meditativa o del mundo libertino de los hippies, por donde sé que pasaste? ¿En qué medida te nutrieron o transformaron espiritualmente?

De uno y de otro, la autenticidad, una vida, hasta el final, en fidelidad a sí misma.

Tu poesía es más exteriorista que interiorista? ¿Cómo la defines?

Aspiro a que no sea ni lo uno ni lo otro; espero me ayude a disolver esta tan ficticia como dañina división. Aspiro a abrirme al mundo, al mundo que se abra en mí… entonces el afuera será también mi hondura y en ella la de los otros devendrá mi interioridad… Algo de eso hay en una imagen que es cardinal de mi obra: lo abierto.

¿Qué lugar ocupa Dios en tu espacio existencial y en tu tiempo poético?

Solo lo que no es no nos separa de nada: dios no ocupa ni tiempo ni espacio: es el vacío desde donde crear, también lo creado.

¿Cómo ha sido -o nació- tu relación poética con la filosofía?

Para mí la filosofía, y todo, no son más que narraciones en las que nos contamos, nos contamos para sabernos y nos vamos sabiendo contándonos… Filosofía y poesía son dos momentos, dos dimensiones de lo mismo, de lo único, lo que no llegamos a contar. Yo diría que la poesía es lo que penetra, adentra la realidad y, desde esa penetración, esa herida si quieres, mana el pensar, más lineal, más lejano a la fuente, o, si quieres, la poesía tiene que ver con el origen, la filosofía con el inicio. La poesía es el manantial,  la filosofía la deriva, lo ya encausado, lo horizontal.

¿Cómo ves la querella entre la poesía y la filosofía, la poesía y la historia? Te lo pregunto, pues han vivido en habitaciones contiguas, nacieron del asombro las primeras, pero luego se separaron en una fuerza de atracción y repulsión, que han dejado un legado al pensamiento y  a la metafísica, a pesar de la sentencia de la expulsión de los poetas de la República propuesta por Platón, pero reivindicada por Aristóteles en su Poética, al decir que “la poesía es más verdadera que la historia”, y que mientras la historia nos habla del pasado, la poesía nos narra lo que ha de ser.

En realidad me parece un tema obsoleto, superado, al menos por ahora, y al ahora le daría un par de siglos por venir. Creo que nuestra cultura se refleja muy bien en la antigua imagen de Anaximandro, el apeiron, la figura del universo con algo sin bordes, sin lindes, desborde, intensidad más que extensión. Nuestra cultura, la posmoderna o como se quiera llamar,  ha disuelto las fronteras. Un happening es teatro y una instalación puede ser fotografía, utensilio de la casa o el cuerpo viviente de una mujer. El rap es música pero en las palabras y palabras que cuentan un manifiesto político o una queja social. Una discoteca es un templo dionisíaco y la realidad virtual no desvirtúa sino que crea otra realidad…  vivimos un momento de metamorfosis, los géneros, hasta los sexuales y no solo literarios, son plurales, pero no uno de otro, cada uno en sí, la diferencia ya constituye a la identidad; que A es igual a A, dejó de ser una evidencia, dejó de parecernos una verdad. Riqueza, dirán algunos, caos dirán otros,  pero el caos siempre fue un nombre, el primero en muchos casos, con que se inaugura un orden, un cosmos, otra creación.

Para la autora de un libro sobre tu poesía, Ana María Rodríguez Francia, en tu poesía hay “una búsqueda del Dios sin Dios” de Meister Eckhart. ¿Qué tú opinas?

“Dios sin Dios” no es dios, y, en todo caso, me interesa eso: él no es. Dios es la pregunta sobre la vida y le hicimos la respuesta: es lo que no es, y lo obligamos a ser, es decir, lo silenciamos, o lo sobornamos con religión y moral.  Si hay dios entonces yo soy lo que le está pasando a él ahora en mí, en mí y en cada uno que creamos a quien nos está creando, somos el crear su creándonos… Lo cierto es que dios no es, dios nace… Por eso mi gusto por el no ser, porque solo lo que no es, puede llegar a serlo, puede nacer, puede darse a crear…

¿Qué poética o estrategia de escritura escondes en tus libros de ensayos en forma aforística como Poética del vacío, La flecha en la niebla o El saber del no saberse?

Yo no decido la forma: trato de dejar acontecer al contenido; luego él, como un río que abre su propio cauce, el cauce que lo encausa, ese contenido tiembla sus bordes, tantea su forma. Creo que, como contemporáneos, y esto extiende lo que dije sobre la vivencia contemporánea del apeiron, nos toca no solo crear el contenido sino también las formas. Ya no las hay, y eso está bueno, eso desnuda mucho más el contenido, lo expone fuera de la costumbre, sorprende y, por ende, también a nosotros nos desnuda más. No hay una forma ready made dentro de la cual podría no haber nada. Ahora, o hay contenido o no hay forma. Hablo, claro, de los que crean con honestidad. Se resquebrajaron los moldes y, lamentablemente, nos tocó ver que, dentro de la mayoría de ellos, no había nada; ahora esa nada es nuestro espacio -y me repito conscientemente, gozosamente-: espacio para crear.

¿Cómo te defines, como un nihilista ateo, un escéptico optimista o un existencialista cristiano?

Definición lleva en sí la palabra “fin”; lo definido es lo cerrado, lo clausurado, lo finiquitado. Mientras viva no me defino, apuesto…

¿Qué idea tienes de la muerte y la eternidad?

La muerte me parece algo sorprendente: tener que morir es de tal magnitud, tanto que engrandece a la vida, le da hondura y hace de cada instante único, irrepetible y, por ende, sagrado. En uno de mis últimos poemas digo “como llamamos muerte al exceso final con que se desborda la vida”.