A Roberto Guzmán, que me lee.

Nos envuelve un silencio sombrío, una terrible sensación de miedo e impotencia. Ausente está la habitual agitación cotidiana. No están presentes ahora los parroquianos de cada día en el parque Duarte discutiendo de política y deporte como si en ello se les fuera la vida. Ahora las palomas hambrientas se agitan de aquí para allá en un loco aleteo.

Marloki.

No están los limpiabotas de la esquina guerreando por los clientes en procura del pan de cada día. Se ha ausentado Marloki con su pequeña empresa de café, y su noble oferta de libros al alcance de todos. Tampoco está la viejita de la calle Restauración esquina calle San Francisco, al frente de su modesto negocio de venta de té, café y cigarrillos en las mañanas. Todo espantosamente callado, como si hubiese cesado el aliento del mundo.

Y qué será de los muchachos y no tan muchachos que braveaban a diario por el control de los parqueos en procura del dinerillo con que costear sus existencias simples. Sí, la ciudad parece una enorme bestia herida y derribada sobre sí misma.

Ahora, la antigua y emblemática barra El Polo sellada como una tumba. Clausurado el otro café mañanero y mi conversación sobre libros y asuntos literarios con el poeta Orlando Morel. Desaparecida la exquisita rutina que casi siempre tildábamos de vicio saludable. Sustituida en este momento por un silencioso manto de incertidumbre.

Ahora, en confinamiento, los días se sienten más estúpidamente iguales que antes. No recuerdo siquiera qué nombre tiene este día en que dejo caer estas sílabas sobre mi cuaderno de la desdicha. Y esto poco debería importarme. Ahora, sumergido entre libros, sólo trato de estar lo más alejado posible del rastro de la peste, el trágico balance.

Inicia un nuevo día, y es inútil que intente no incorporarme a la pena y al miedo. A la angustia de saber que no habrá un milagro que me indique que todo ha sido una pesadilla de la que acabo de despertar, que la vida sigue su viciosa normalidad anterior. No, no habrá un milagro que me diga siquiera que el horror empieza a ceder.

La lectura como aliada y alivio

Ahora, en la fatalidad de este presente, es posible que la gente que no le gusta leer, que dice aburrirse al hacerlo, entienda mejor a los que sí lo hacemos, a los que desde hace mucho escapamos hacia los libros, conscientes de lo estúpida, monótona y aburrida que a veces resulta la cotidianidad fuera de ellos, cotidianidad a la que ahora también se agrega una sociabilidad forzosa, que casi es lo mismo que una insociabilidad, o una interacción bajo todo tipo de sospecha, y, por tanto, bajo un enorme manto de incertidumbre.

Es posible que muchos de los que odian leer, ahora que agonizan en ciertas rutinas miserables, nos comprendan mejor en estos momentos, ahora entiendan el por qué nuestro vicio (el único que, según Montaigne, no merece castigo) se ha incrementado, se ha convertido en un refugio más cálido y seguro en estas trágicas circunstancias. Estoy seguro de que quien ama leer, si estos momentos se lo permiten, lo está haciendo ahora con el entusiasmo de saber que dispone de más tiempo que antes de la desgracia que nos azota. De lo que sí tengo dudas es de que este estado de confinamiento forzoso pueda ganar para la magia de la lectura a algunas de esas personas a las que nunca les interesó   esta acción tan noble, tan liberadora. Pensar que no será así es lo mismo que pensar que la humanidad será mejor después que culmine esta calamidad, cuyo filo amenazante no acaba de alejarse y nos mantiene sobrecogidos por el terror.

Lástima que muchísimo antes de que esta bestia letal viniera a amargarnos la vida, yo no hubiera decidido someterme a una auto cuarentena, a un auto confinamiento junto a la fiel y silenciosa compañía de mis libros. Pero no me basta del todo simplemente leer, padezco con frecuencia la pena de días sin escribir una página, incumpliendo con aquel mandato de Thomas Mann que recomendaba no dejar de escribir aunque fuese una página por día; y muchas veces ni siquiera he cumplido con aquello de “ni un día sin por lo menos una línea”, como recomendaba Plinio.