Dentro del conjunto de apreciaciones e ideas críticas, asoma en un nivel abierto de participación social el desbordamiento de palabras y costumbres. No se trata de transgredir cánones obsoletos, ni de superar dialécticamente hábitos, formas del pensamiento conservador o de costumbres antediluvianas.

Asistimos a una liberación profana que invita al desconocimiento de hábitos y locuciones del lenguaje en aras de una comunicación cruda, primaria, que se desdice en cuanto el esquema organizacional de la palabra y su contenido, la esencia de la imagen auditiva y la comunicación efectiva, la normativa de todas las lenguas, su proceso evolutivo consignado en la riqueza del léxico y de los códigos asumidos culturalmente.

Me refiero a la vulgaridad, esa tosquedad del decir al comunicar, esa búsqueda contrariada en la transferencia del sentido, desvalijada en declive ruinoso de toda majestad del concepto. A esa ola creciente rinden loas, atemorizados espíritus endebles que trastocan el implícito destino de todas las lenguas y sus referentes culturales.

No se trata de atajar los procesos concurrentes de las mutaciones implícitas de las lenguas, asociadas a la comunicación como ristras referidas a momentos culminantes de evolución. Infinitas lenguas mueren en el universo de la cultura de los pueblos y los hemisferios sociales, dando paso a otras formas estilizadas o súcubas de las necesidades que demandan entrelazadas, nuevas grafías de alteridad y cambio.

De todas maneras la resistencia es la palabra que trasciende los moldes, que exige formación, niveles, que se alza glamorosa en el esfuerzo, en la demanda de la escuela, en la preeminencia del discernimiento, la prudencia y la belleza de la metáfora y los sueños.

Pero lo que asoma en forma temeraria es la vulgaridad, el cese de toda normativa, el desdén oracular de la ignorancia osada y desafiante, que simplifica el lenguaje y lo despoja de cánones, de puntuaciones éticas, que infravalora todo esfuerzo y requisito primario o académico.

Se trata del desdén por el sustrato de la cultura acumulada, la ruptura con la lengua como expresión didáctica sin pasar por el conocimiento ni el aprendizaje.

Verdadera legiones de analfabestias que sin pasar por la cultura exhiben orondos sus carencias y esgrimen los más censurables epítetos, reemplazando la belleza de la lengua por sonidos guturales, primarios, elementales.

La escabrosidad asoma mientras languidecen muchas academias de la lengua, últimos refugios de la palabra prístina. A esta tendencia disoluta se amoldan grupos sociales en declinación absoluta y en pérdida de valores primarios.

Grandes Imperios terminaron degradándose en paralelos idénticos, a ras de suelo, en la nada absoluta de sus miserias más hondas.

La correlación social va asociada a la corrupción del lenguaje. La historia de la humanidad es solícita brindando experiencias modélicas de estos procesos.

En el camino a la disolución lo primero que se pudre es la lengua.
El salto dialéctico está interrumpido por la supresión del debate, el predominio de la porfía sobre toda reflexión.

De todas maneras la resistencia es la palabra que trasciende los moldes, que exige formación, niveles, que se alza glamorosa en el esfuerzo, en la demanda de la escuela, en la preeminencia del discernimiento, la prudencia y la belleza de la metáfora y los sueños.

El verbo fundacional hizo posible la vida en el único planeta habitado del sistema solar nuestro.

No es tiempo perdido cuando tenemos la eternidad del tiempo por delante. Y cuando poseemos el giro deslumbrante del verbo para fundar otros universos, otros mundos posibles en la palabra que nos libera y nos salva.