Está de moda una filosofía descriptivista, representada por el profesor Byung-Chul Han. En uno de sus opúsculos afirma, sin más, que la mirada dialéctica y su cultura de la negatividad ha sido subsumida por la cultura de la transparencia. En realidad, nada más oscuro que esta época; creer que la sociedad de hoy vive en el “imperativo de la transparencia”, es ignorar la angustia que bulle en el abismo oscuro que se le opone: la ausencia de imperativo.

Basta con una mirada a las estadísticas de suicidio, violencia doméstica, depresión, adicciones, para saber del fracaso de la homologación. Mientras el poder pugna por el “hombre unidimensional”, la enajenación y la cosificación, el vacío de una idea que se le oponga es llenada por la caída abisal que los datos  catastróficos  exponen. El peor síntoma es la indiferencia ante el síndrome, muchas veces avalado por una mala lectura de pensadores posmodernos.

Que asome en los medios un joven publicitando graves amenazas contra un jefe de estado, abre dos caminos de análisis: el primero, la necesidad de evaluación psicológica del sujeto. Segundo, ver al sujeto como síntoma y pensar en una evaluación de la sociedad de nuestra época.   Ambas posibilidades se hacen perentorias cuando el implicado en la amenaza afirma que solo buscaba notoriedad como Influenciador.  Un influenciador supone a alguien que puede mover a otros a determinadas acciones.

Cuando Jean Paul Sartre, en su celebre obra de teatro: “A puerta cerrada”, utilizó la frase   el infierno son los otros, nunca pensó que la mirada de esos otros iba a atravesar la esfera de lo privado y a condicionarnos, no a lo que el otro quisiera que seamos, lo cual implicaría la sujeción a una moral, sino a lo que  creemos que ese otro espera que seamos; operando, de tal modo, en el ámbito de una nueva paranoia que, a falta de un nombre, le denominaré  la paranoia del influenciador.

Hemos derribado, casi voluntariamente, la puerta cerrada de lo íntimo por el deseo de vivir en una esfera pública que, por ficticia, es patológica. Los likes hacen creer que hemos sido vistos y aprobados. Esa búsqueda de necesaria aprobación que considerábamos síntoma de narcisismo, también está normalizada. Pero el like es un acto mecánico, no involucra ninguna emoción, la marca es impersonal, no se trata de fans, sino de sujetos transidos que ven pasar en la “pantalla líquida” sombras, imágenes y sonidos, y responden con un dedito irreflexivamente, creyendo que matan con ello su soledad.

No se trata de ser todo lo que puedes ser, sino todo lo que el nuevo sistema quiere que seas. Terminamos “organizados” pero no para cuestionar un orden sino para perpetuarlo.

En el mejor de los casos, el influenciador logra que su target recoja algunos fragmentos de su promesa básica, fragmentos que olvidará rápidamente. La imagen es evanescente, es el objeto de una época desfondada, precisamente porque está  referida al artificio no al factum. Si cierta filosofía cuestionaba la moral de la modernidad, ahora necesitamos una que cuestione el vacío y la artificialidad. Al ser artificial, evanescente, el influenciador se ve impelido a buscar nuevas formas de ser, aunque sea brevemente, para alguien que cree influir, sin saber de la hipertrofia del homoludens que necesita, por obsolescencia, cambiar permanentemente de juego.

En eso se convierte el falso influenciador: en juguete cuya “utilidad” lo determina el trending topic. Es por ese afán de notoriedad que amanecemos con un alienado social ocupando las planas de los periódicos por haber amenazado por las redes al presidente. Surge, una vez más, el concepto desfondado. Detrás de esa “amenaza virtual” no hay ningún sustrato moral o inmoral, no tiene, defiende o refuta una idea, no sustenta una postura política. Es una acción desfondada que solo espera likes.

Si detrás de estas acciones se ocultara alguna psicopatología  está , a priori, anulada o justificada por la época de la normalización que se sostiene, no en una nueva moral, sino en lo amoral. En ese topos  el sujeto no necesita culparse, todo está ya admitido. Asistimos, no al absurdo que los filósofos modernos pronosticaron, ni al vaciamiento como critica a la moral burguesa, sino a la banalidad.

Hoy, más  que nunca, el cuerpo está atiborrado de órganos que no son suyos, el sujeto de hoy es un gadget, sin saberlo, estratificado, agenciado, delimitado y organizado según los “principios” del “Gran Hermano”.  No se trata de ser todo lo que puedes ser, sino todo lo que el nuevo sistema quiere que seas. Terminamos “organizados” pero no para cuestionar un orden sino para perpetuarlo.

En esta obra de teatro “a puerta derrabada”, que ha durado demasiado y no se avizoran sus límites, hay que espectar al espectador. Esa masa muy bien organizada por la domesticación democrática, a la que hemos llamado usuarios.  En este escenario  histriónico nos preguntamos: ¿Quién es el “enfermo” entonces, el influenciador o le consumidor del morbo?

Hace décadas los sociólogos advertían de la inversión de valores. La moral vigente en el pasado siglo era bombardeada como decadente. Hoy, nada es decadente, la nueva moral es un cuerpo muerto.  En ese contexto dañado, Stalin Silvestre  ha tenido éxito: es tendencia en las redes. El ministro de la Presidencia dice que hay que dar un ejemplo, pero nos preguntamos a quién le llegará la enseñanza de la medida ejemplificadora.

Mientras tanto, en el patio del vecino  sigue sonando el Dembow  del chipeo.

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