A José Carvajal

A propósito de que en mi mundo escriturar y editorial he dado con muchas personas que entienden que la escritura, del género que sea, debe estar orientada hacia el objetivo de beneficiarse económicamente de ella, me he permitido dejar rodar por aquí algunas palabras en tal sentido.

Desde muy joven supe que sería escritor (sin tener bien definido el género), pero desde ese tiempo, a pesar de mi juventud, supe que rara vez un escritor puede alcanzar fortuna con este digno oficio de la palabra. Ello no significa que también –como cualquier otro escritor, supongo– no dejara de acariciar el sueño de que en algún momento algún libro escrito por mí pudiera alcanzar tal grado de notoriedad que me permitiera cierto nivel de renombre y de prestancia económica. Ese es un sueño legítimo de cualquier que se entregue a esta labor nunca exenta de grandes amarguras y desengaños para quien la asume con el grado de seriedad que ella exige.

Pero también hay algo que siempre tuve claro: que la mayor satisfacción que pudiera llegarme de este oficio tendría más que ver con el logro de la escritura de un buen libro que con los beneficios económicos que pudieran desprenderse de algún libro escrito por mí que no reúna la calidad artística que yo trato de exigirme, aun no alcance los resultados que me haya propuesto.

Libros.

Las palabras que a continuación diré supongo que deben tener mejor asidero en un contexto donde en verdad haya una cultural editorial mejor establecida que la que existe en nuestro país. Pero bien.

Pienso que quienes escriben literatura con un fin comercial, con el objetivo de mercadear su producto “creativo”, siempre deben estar al acecho temas o situaciones que puedan ser “vendibles”. También supongo que estos tipos de escritores tienden a estar atentos a tópicos del momento presente, sobre todo a cuestiones escabrosas que a diario nos estrujan los medios noticiosos, porque entienden que trabajando asuntos de interés para grandes segmentos poblacionales ello puede generarles una gran masa de lectores, es decir, un gran mercado para su producto chatarra (lo que en este mundo del marketing se denomina “público objetivo”), no importa el innegable o inducido interés social del asunto.

Estos “armadores” de páginas tienden a andar muy deprisa, como para salir del paso. Y tienen bien claro que dos de sus mayores logros consisten en alcanzar sus propósitos lo más pronto posible, y en la adopción de un lenguaje que sintonice con el blanco de público que han elegido, o que les han sugerido algunos editores con igual visión mercantilista de la escritura.

Estos sujetos no deberían molestarse cuando un creador que se las juega en aras de la calidad, o algún crítico decente (que entienden que el empeño serio en la calidad del resultado creativo debe estar por encima del marketing literario) descalifica sus “obras”, o sus “esfuerzos” meramente mercuriales.

No es pecado que un libro se venda bien, que su autor se beneficie económicamente de su esfuerzo, que pueda ser recompensado, aunque sea mínimamente, por su obstinación en poner en riesgo y en juego tantas cosas importantes de su vida. Lo que sí es un pecado– para el que asume con denodada devoción y pasión desinteresadas el compromiso de la creación literaria– es que la estrategia mercadológica preceda a la entrega responsable al logro del valor artístico de la obra.

Poner en primer plano el aspecto económico de lo que escribimos es algo así como un contrasentido del verdadero valor de lo que hacemos. Es como pensar que deberíamos ser retribuidos por el simple hecho de ejercer lo que debería ser imperativo espiritual, una necesidad del alma. Quien acepta que le paguen por cumplir con su deber, lo más seguro es que hasta se invente deberes para ser remunerado por ellos.

Quien escribe por ganancias materiales, o siquiera por la perspectiva de que le van a pagar por hacerlo, lo más probable es que empiece a inventarse libros a la carrera en procura de los posibles beneficios pecuniarios, y de seguro no se empeñará a forjar una escritura desde esas incógnitas del alma, desde esas tantas interrogantes sin respuestas que nos aguijonean, desde esa legítima inconformidad que habita en cada escritor verdadero, desde ese disgusto que rara vez encuentra acomodo en alguna ideología religiosa o política determinada.

Quien escribe con el sentido que entiendo debe hacerse supongo le preocupa dar constancia de la verdad y la belleza, a pesar de lo horroroso que pueda resultar el tema que trate; el que escribe de manera auténtica le preocupa la estética del lenguaje. El que escribe por negocio puede cuidar mínimamente ciertos asuntos, pero básicamente lo que más le importa cuidar es el mercado; cuidar su mercado de lectores “fieles” y monetizar su oficio de escribidor.