‘Le dedico mi silencio’, última novela del afamado escritor y Premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa, atrapa, seduce y produce goce profundo a los sentidos. Y no es para menos. La razón: su contenido, sobrio, claro y sustancioso, está, ciertamente, muy bien logrado, no sólo desde el punto de vista estructural, sino, más bien, estético.
Por esa y otras razones, habría que decir que se trata, tanto en la forma como en el contenido, de una obra escrita para la eternidad, cuyo argumento fundamental da cuenta de las asombrosas habilidades de Lalo Morfino para tocar el vals peruano y de Toño Azpilcueta (que involuntariamente pierde el sentido de la realidad. O, dicho de otro modo: enloquece sin saber de sí) que decide, tal vez movido por la curiosidad, investigar y escribir un libro que revele la raíz originaria de tan notable músico y del val criollo, nacido en los callejones de un Perú golpeado por la violencia, la cerrazón, la corrupción y la desolación extrema que, si más, afectaban la conciencia ciudadana, hasta dejarla, por decirlo de algún modo, en estado agónico y permanente desasosiego.
Cabría decir, sin el menor asomo de duda, que Vargas Llosa piensa, escribe, respira vive y sueña entre palabras. Porque las conoces muy bien, tiene la virtud de usarlas con exactitud y deslumbrante elegancia en sus escritos.
En un interesante pasaje de la referida novela, Vargas Llosa habría dicho con claridad:
Toño palpaba el silencio. Todos los concurrentes, hombres y mujeres, ancianos, habían olvidado las risas y las carcajadas, los diálogos, chistes y piropos, y se había callados y escuchaban absortos, en estado hipnótico, las cuerdas que vibraban en medio de esa multitud formidable que dominaba la noche.
Esa quietud silenciosa de diferentes personas, Vargas Llosa la refleja vivamente con palabras bien seleccionadas. Diríase que dicho silencio no es casual, ni mucho menos caprichoso: tiene razón de ser, fundamentalmente, en que los sujetos presentes escuchan atentamente a Lalo Morfino ejecutando con admirable concentración un contagioso vals criollo, cuya esencia y significado lo constituyen en valioso aparte a la cultura universal. Por su irresistible melodía y ritmo sin igual, las almas se, alegran, olvidan penas, diferencias sociales, políticas y raciales.
Desde su filosofía de la creación y la mudez del silencio, Vargas Llosa construye una atmósfera (en la ya mencionada obra) fresca, densa y silenciosa, donde se deja escuchar suavemente el susurro tierno de las palabras que les sirven de sustento, al tiempo que resalta, sobre todo, la esencia del vals y la uachafería
La música, no sería extraño decirlo, con su seductora melodía, influye de distintas maneras nuestra conciencia, emociones, creencias y voluntad de vivir. No sin razón, Schopenhauer diría: La música es el verdadero lenguaje universal que en todas partes se entiende y, por ello, se habla, en casi todos los países y a lo largo de los siglos, con gran tesón y todos los celos.
Consciente de que es así y no de otro modo, Vargas Llosa rinde en su última novela merecido homenaje al vals peruano, en tanto lo considera excelente medio para unificar los diferentes sectores de clases que existen en el contexto societal del Perú. Puede que ello no sea otra cosa que una utopía alimentada con los hilos sutiles de la ficción y la imaginación creadora. De no ser así, de seguro que no habría razón alguna para que fuese de otro modo o estuviese, probablemente, muy distante de su propio ser identitario.