Cuando terminé el bachillerato entré en una disyuntiva: estudiar sociología, filosofía o antropología. Esto así porque eran las disciplinas y las áreas de estudio que tenía yo más próximas al marxismo, la corriente filosófica aun en boga, que permeaba el clima intelectual de la época, y aun del mundo occidental. Todo el que quería ser un intelectual, y tener conciencia de la historia, debía estar adscrito a esta escuela del pensamiento que dominaba las ciencias sociales, y quien la renegaba era visto como un revisionista o un sujeto social sin conciencia de clase.

Cuando cursaba la carrera de filosofía y letras en la UASD, mi profesor, Fernando Vargas, uno de mis mentores –con quien tengo una gran deuda de formación—fue el primero en hablarme de Marc Augé – y decirme como se pronunciaba su nombre— y también, de Claude Levi Strauss –otro de mis ángeles de la guarda del pensamiento antropológico (ambos franceses). Desde entonces –y como una de mis nostálgicas pasiones de estudio había sido la antropología—he perseguido y leído con devoción los libros de Augé (creo tengo todos sus libros traducidos al español por las editoriales Gedisa, Paidós, y ahora Ático de los Libros).

Autor de múltiples libros, profesor de antropología y etnología de la Escuela de Altos Estudios de Ciencias Sociales de Paris, Marc Augé (nacido en Poitiers, Francia, en 1935) se ha hecho célebre por haber creado el concepto de los “no lugares” para referirse a los “espacios del anonimato”: los aeropuertos, los puertos, las estaciones del metro, las plazas comerciales, los parques, los hoteles y las autopistas. Es decir, aquellos lugares urbanos de uso masivo que no son de nadie sino de todos, y por donde vamos de paso, de tránsito. Son esos lugares de espera o de tránsito, donde nos pasamos, a veces, horas muertas, donde nos cruzamos con personas que nunca más volveremos a ver ni conocer, y donde nuestras miradas se pierden o se confunden en la muchedumbre y el anonimato. Estos espacios creados por la vida moderna –que no existían en el pasado–, convierten a los ciudadanos en autómatas, en piezas de un conjunto, que se hacen y deshacen como en un juego de azar, pero que constituyen símbolos y signos de la condición humana, de la contemporaneidad. Los ciudadanos y los turistas sostienen con esos espacios de multitudes una relación impersonal, de desapego, donde no se crea ningún vínculo sentimental ni afectivo. Solo se produce una relación comercial de consumo y uso de servicios, mediante la compra de boleto o billete de tren, avión, bus o tranvía. Para estos lugares, Augé ha fundado una “antropología de la sobremodernidad”, que estudia los “no lugares” de la modernidad, y sobre los que elabora una conceptualización, que deviene en una etnología, con la que explica –y reflexiona— la sociedad contemporánea, del hombre sin rumbo fijo, de viaje de ida y vuelta, o de viaje sin retorno: representan el tedio vitae y la monotonía de la vida cotidiana, del diario trajinar urbano.

El etnólogo francés alude al concepto de “lo cercano y el afuera” para referirse al “lugar antropológico”, que es el resultado de un proceso que va “de los lugares a los no lugares”, que equivale a decir: de la modernidad a la contemporaneidad. Su cambio obedece al crecimiento demográfico, que va de pequeñas ciudades o aldeas a grandes urbes y de estas a metrópolis o megápolis, donde se pierde la identidad y se alcanza el anonimato: de lo privado a lo público. “Si un lugar puede definirse como lugar de identidad, relacional e histórico, un espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico, definirá un no lugar. La hipótesis aquí defendida es que la sobremodernidad es productora de no lugares, es decir, de espacios que no son en sí lugares antropológicos y que, contrariamente a la modernidad baudeleriana, no integran los lugares antiguos”, afirma Augé. La tesis de los “no lugares” alude a un lugar donde no se produce ningún vínculo, ninguna relación con el entorno, y, por tanto, no se crea ninguna identidad histórica. Es decir, no es un lugar real, y esta realidad Augé se la atribuye a la vida ultramoderna. Así nos sentimos cuando vamos de compra, de viaje o de paso por un hotel, un aeropuerto, un puerto, un autobús, un mall, un parque o un supermercado (un medio de transporte, un espacio público o una vía de comunicación). Son los lugares o espacios opuestos al hogar, al coche personal, a los lugares familiares o íntimos. En los “no lugares” no se crean relaciones afectivas, personales o amistades, pues están normados por la privacidad y el anonimato, y donde las personas se despersonalizan. Los “no lugares” son lugares falsos porque son de todos. De modo pues, que la distinción entre los “no lugares” y los lugares pasa por la diferencia entre el pasado y el presente, la vida privada y la vida pública. El espacio geométrico representa el lugar material, en tanto que el espacio antropológico es el espacio existencial –al decir de Merleau Ponty. O, sea, que el espacio antropológico es de naturaleza ontológica, y por tanto es invisible: refleja el estado de ánimo, el estado del ser como cuando nos encontramos en un lugar público. En un espacio público, aun atiborrado de personas, podemos sentirnos solos. De modo que el “no lugar” o el lugar material no determina la condición de soledad o comunión del individuo. Por tanto, lugar y espacio no siempre coliden: representan o simbolizan una arquitectura –o geometría– o una antropología: la sociedad y el mundo, el hombre y el espacio. Un espacio es un lugar abstracto; un lugar es un espacio concreto. El “no lugar” es un espacio de libertad, pero de alienación social; el lugar es un espacio propio pero social. Los lugares son espacios que crean identidades, relaciones sociales, que apuntan a la vida gregaria, base de la civilización. “El espacio del no lugar no crea ni identidad singular ni relación, sino soledad y similitud”, afirma Augé.

El viajero, el turista, el extranjero, perdido en el anonimato del “no lugar”, de un país o ciudad que desconoce, se refugia en la mismidad de su ser para encontrarse. Así pues, divaga, deambula y camina por los espacios exteriores y los “no lugares”, que son los espacios de su vida interior, donde acaso, por primera vez, se encuentre a sí mismo. El que se va y regresa, aunque no regrese al mismo lugar, se pierde en el laberinto de su identidad y en el crucigrama de una ciudad, donde los “no lugares” y los lugares reales y concretos, muchas veces, se cruzan o entrecruzan. Por necesidad o recreación, trabajo u ocio, el viajero o trabajador se mueve o circula –para gastar, comprar o consumir– por los lugares visibles o espacios imaginarios o invisibles del deseo o de la voluntad.

Para referirse justamente al estilo –o modo– de vida del hombre urbano, Augé creó el concepto de sobremodernidad para diferenciarlo del de modernidad. Ya no el concepto de modernidad, del que hablaron Charles Baudelaire, Walter Benjamín o Jean Starobinski –donde se mezclaba lo antiguo y lo moderno, pues en Augé ya no está la simbiosis–, sino un espacio más que geométrico, antropológico, donde se sitúa el concepto inorgánico de “no lugares”. Augé alude a un no territorio, una desterritorialización –en la acepción de Deleuze–, un ninguna parte, o, lo que Foucault llamaba, una “heterotopía”. Así pues, el mundo exterior de los “no lugares” y el mundo interior del individuo solitario en la sociedad, se convierte en una disyuntiva para el etnólogo, que tiene que optar por ocuparse de nociones como etnia, cultura, grupos o comunidades.  Es decir, del individuo en relación a la cultura, o la sociedad, como lo hace el sociólogo, y de estas relaciones debe ocuparse el etnólogo. En este relativismo cultural y en esta disyuntiva estrábica de metodologías, se encuentran el etnólogo y el antropólogo. En efecto, Augé ha aportado ideas iluminadoras para una “etnología de la soledad” y para una antropología cultural de la vida urbana en la contemporaneidad.

Marc Auge, usuario del metro, publicó un pequeño texto titulado El viajero subterráneo, un etnólogo en el metro. Veinte años después escribió El metro revisitado. Este etnólogo ve el metro como una metáfora de la vida, y no lo ve como un “no lugar”, como sí ve la estación del metro.  Dice Augé: “El metro es un río que nunca se agota. No obstante, aunque no nos bañamos nunca dos veces en el mismo río, tomamos siempre el mismo metro; está dando vueltas, va y viene. Es una circulación sanguínea, un latido de corazón, un símbolo de vida al que se agarran aquellos que todavía tienen la fuerza de vender un periódico, de tocar una pieza de música, de tararear una canción o de proclamar su miseria”.

Marc Augé deviene en el etnólogo-escritor, en el autor de múltiples libros de ensayos, y que es leído como un novelista. A sus 88 años, a parte de los ya citados, es autor de: Los nuevos miedos, El oficio de antropólogo. Sentido y libertad, El sentido de los otros. Actualidad de la antropología, Hacia una antropología de los mundos contemporáneos, El viaje imposible. El turismo y sus imágenes, La guerra de los sueños. Ejercicios de etno-ficción, Ficciones de fin de siglo, Las formas del olvido, Las pequeñas alegrías. La felicidad del instante, y el más reciente, La condición humana. Manual de supervivencia para un presente compartido.

Augé ha sido de los últimos antropólogos y etnólogos en reivindicar y defender el oficio del antropólogo en la época contemporánea, ante la importancia que han adquirido los sociólogos y los economistas porque sus temas son más actuales, vivos e imperiosos, contrario a los que piensan que los antropólogos se ocupan del pasado. De ahí que no solo se ocupa de la cultura y la etnia, sino también de las cuestiones que atañen al hombre actual, y por eso relata o escribe crónicas, como un escritor, sobre el tiempo presente, y todos los temas que angustian y preocupan al individuo, en la realidad social. Por lo tanto, Augé se ha ocupado de la función de la antropología como disciplina humana en el mundo actual, y de ahí que le haya dado pertinencia, actualidad y valor. También, se ha dedicado a estudiar el lugar del otro, como hombre de ciencia, investigador, aventurero, viajero y observador de la realidad urbana del presente. Es el típico científico que observa las imágenes cotidianas y las analiza, que estudia los espacios y los acontecimientos, y para quien la vida es un relato cotidiano. Estudia el impacto en los turistas de las imágenes del viaje como un fenómeno cultural de gran peso en la sobremodernidad. Analiza las nociones de olvido y la memoria como ritos culturales, como reconstrucciones del pasado, en la narrativa de los pueblos. Aborda, desde su perspectiva de etnólogo, la relación entre los juegos, los sueños, el mito y la ficción, y su lugar como materia de la imaginación. Para Augé, entre lo real y la ficción se produce una circulación de imágenes, que van desde lo imaginario individual (los sueños) hasta lo imaginario colectivo (los mitos, los ritos y los símbolos), que constituyen las fuentes de las ficciones humanas: alerta que no deben confundirse. Entre el sueño, la ficción y la realidad no deben crearse, pues, fronteras en el seno de la vida social. En sus aventuras investigativas por las instituciones del mundo, para buscar el objeto de estudio de la antropología social, Augé ha llegado a la conclusión de que se ha iniciado “la guerra de los sueños”. En su estudio y reflexiones, tras la búsqueda de una relación entre antropología e historia, se detiene a examinar instrumentos, objetos, fenómenos, ritos y cultos que reflejan las contradicciones urbanas. De ahí que haya esbozado los fundamentos de una “antropología de los mundos contemporáneos”, que, al mismo tiempo, se ocupe de los rituales del pasado y de las novedades de la actualidad.

En los últimos años, Augé se ha centrado a fundar una “antropología de las alegrías”, es decir, aquellas alegrías eternas de los recuerdos. Defiende la existencia de momentos de felicidad tan repentinas como inesperadas, que suceden en situaciones difíciles, pero que marcan la memoria, y que son tan necesarias para el ser humano. Alegrías sencillas, pero intensas, tales como: un reencuentro, un paisaje, un viaje, un libro, una conversación, una canción, una película. Augé reflexiona sobre la necesidad de la búsqueda de la felicidad, ante el miedo al futuro, las desigualdades o las migraciones: postula por la recuperación de la dignidad humana y propone, como antídoto, una brújula de orientación, y un reencuentro con la humanidad, que anida en nuestro interior, para combatir la epidemia de soledad que caracteriza nuestra época.

 

Basilio Belliard en Acento.com.do