Se dice que fue el nazi Joseph Goebbels –otros dicen que Hermann Goering–quien dijo, en una actitud bárbara, que cuando oía la palabra cultura sacaba su revólver. No menos trágica y bárbara para el siglo XX fue la denominada “Revolución Cultural” –o Gran Revolución Cultural Proletaria– que llevó a cabo Mao Zedong, en China, desde 1966 a 1976, en una estrategia política por hacer “una revolución en la Revolución”. La misma perseguía destruir los “vestigios burgueses”, los cuales, según su ideología dogmática y mesiánica, reproducían la propia Revolución Popular maoísta, política que emprendió el mismo Partido Comunista Chino, en el poder, desde 1949. Lo más curioso y execrable es que esta absurda Revolución Cultural fue defendida por un puñado de formidables intelectuales y pensadores occidentales, en especial por franceses (Roland Barthes, Phillie Sollers y Julia Kristeva, quienes visitaron la China maoísta, en 1974). Estos afamados intelectuales la hallaban quizás graciosa y heroica –pese a que no hablaban chino mandarín–, acaso por su similitud con las revueltas estudiantiles de Paris, Ciudad de México o Berkeley, de fines de los años sesenta. A pesar de lo extemporánea que resulta hoy la revolución maoísta, el gran filósofo francés, Alain Badiou, sigue enamorado de aquella sangrienta era revolucionaria. No obstante a que esta nefasta revolución tuvo un coste de más de 20 millones de muertos (algunos dicen que fueron 60 millones), representó la liquidación física y moral de buena parte de intelectuales chinos, que fueron tildados, por ejemplo, del “crimen” de aprender lenguas extranjeras (o aprenderlas en el extranjero), usar gafas, máquinas de escribir o traducir literatura occidental. Estas purgas maoístas –que, en el fondo, no tenían nada que envidiarles a las purgas estalinistas—se sumaron a su mayor genocidio: la hambruna que el mismo Mao –o Gran Timonel– provocó en el pueblo chino, entre 1959 y 1961, y que mató a más de 55 millones de personas, según algunos. A esta demencial política se le denominó el Gran Salto Adelante, que no fue más que un genocidio sacrificial, como en la época del Holocausto judío. A esta estrategia ideológica, Mao la bautizó como “lo mejor al campo”, un estúpido ritual de vejación a la dignidad humana, dirigido a intelectuales, profesionales, artistas, científicos, escritores y estudiantes urbanos, con la finalidad de crear conciencia y valoración de la vida campesina, donde miles de hombres de las ciudades fueron conminados a “campesinarse”. Este programa perseguía hacer realidad el sueño de Jean Jacques Rousseau, que consistía en el retorno a la naturaleza, a la vida salvaje y primitiva: abandonar el confort burgués de la vida urbana y la “corrupta” civilización, rompiendo las barreras entre la ciudad y el campo, a fin de convivir, sufrir, padecer o vivir en carne propia como vivían los hombres del campo. Esta política fue copiada por los partidos de orientación maoísta de América Latina, con inquebrantable fe y ciega obediencia. Las huestes urbanas iniciaban así un programa de “desurbanización” y conversión a la ideología maoísta. Este proceso involucró la destrucción bárbara de parte del patrimonio histórico-monumental de la cultura china (y del budismo), así como la quema de libros (como hizo el primer emperador chino Qin Shi Huang, hace más de 2 mil años, para borrar todo el conocimiento anterior a su reinado, durante la dinastía Qin, de 213 a 206 a.C., a quien además se le atribuye ordenar construir la muralla china), en una tentativa por producir una desburocratización de la vida social y cultural del país oriental. Esta Revolución, como se ve, representó la ruina y el empobrecimiento del país. Habría continuado, si no es porque, tras la muerte de Mao, el 9 de septiembre de 1976, toma el poder Deng Xiaoping, quien juzga a la viuda de Mao, Jiang Quing y a su “Banda de los Cuatro”, pues estos planeaban continuar o profundizar la Revolución Cultural. Este grupo fue expulsado del PCCH, arrestado, acusado de conspiración y crímenes y sometidos a juicio político, en 1980. Jiang Qing fue condenada a muerte, pero su condena fue conmutada por cadena perpetua, en 1983. Fue puesta en libertad, en 1991, a causa de un cáncer, pero murió poco después. Sin embargo, el Gobierno chino anunció que se suicidó diez días después de su absolución. Dijo, ante el tribunal que la juzgó: “Yo era el perro enojado de Mao. A quien él dijese que había que morder, yo le mordía”.
Mao no estaba errado al acusar en vida a Xiaoping de “querer restaurar el capitalismo”, política que, en efecto, llevó a cabo desde 1978, al implementar una reforma económica y social que hizo posible la entronización de una especie de “capitalismo de Estado, pero sin democracia”, que ha garantizado su desarrollo estructural y su conversión en una potencia capitalista mundial, que compite con Estados Unidos y Rusia. Como se ve, con Mao, China retrocedió al feudalismo, desde el punto de vista económico, social y cultural, y en cambio, tras su muerte, se inició un proceso de modernización y transformación, de tipo comunista-capitalista, que sorprende, asombra y sacude la mirada de Occidente y del resto del mundo.
Durante la Revolución Cultural China, su patrimonio histórico fue vandalizado, las reliquias budistas y los tesoros artísticos fueron destruidos, miles de intelectuales y artistas, ultrajados, y cientos de profesores torturados o asesinados, aun por sus propios alumnos. Esta infernal política, ejecutada por los Guardias Rojos y maoístas fanatizados, como en la época hitleriana nazi, conmueve tanto como estremece. Fue una época oscura y pesadillesca, en la que se puso en práctica una aviesa utopía, que ilusionó a miles de guerrilleros y revolucionarios en América Latina, y de la cual es hija Sendero Luminoso del Perú, la desaparecida, infernal y criminal agrupación terrorista lideraba por Abimael Guzmán, que asesinaba ancianos, campesinos, obreros y jóvenes inocentes –hasta que fue apresado y condenado a cadena perpetua. Y entre cuyos desmanes estuvo, además, el asesinato, en El Salvador, del poeta Roque Dalton, por sus propios compañeros de lucha guerrillera, en 1980, solo por contradicciones ideológicas. Esta ideología fanatizó a millones de jóvenes de Occidente –a guerrilleros y revolucionarios que se inmolaron–, y se convirtió en una pesadilla de los sueños de liberación, prohijada por el odio y el resentimiento a la modernidad, y aun a regímenes democráticos, en su tentativa por instaurar el maoísmo y conquistar el poder, mediante las armas y la guerra de guerrilla. Como tal, el maoísmo, si bien fue una tendencia marxista, no fue una filosofía sino una ideología política. Es decir, un dogma, como el marxismo, una teoría social, no así un pensamiento filosófico. Ni el uno ni el otro fue una corriente filosófica de carácter científico, sino una ideología política y social, herética y dogmática. Más bien, un evangelio político, una doctrina teórica del Estado y del poder.
Las atrocidades de los bárbaros Guardias Rojos del ejército maoísta fueron propias del clima ideológico de su predominio político y militar, y de la época. Estas ilusiones y utopías buscaban la libertad de redimir lo viejo, destruyéndolo, y asumir lo nuevo, a través de la violencia revolucionaria y la intimidación psicológica para imponer un reino de terror ideológico. La Revolución Cultural maoísta degeneró en un asqueaste culto a la personalidad, como en la época del Imperio romano, que involucró la impresión de dos billones de retratos de Mao y toneladas de ediciones y reediciones de su Libro Rojo y de Cinco Tesis Filosóficas, que minó el mundo libresco. A más del célebre retrato de Mao hecho por Andy Warhol, que contribuyó a darle, al Gran Timonel, un halo de mito viviente y simbólico, en el seno del capitalismo y de la industria del pop art, como todo un cantante de rock o un sex symbol como Marilyn Monroe –de la cual Warhol también hizo otro retrato mítico.
Las hazañas de Mao Zedong, que lo convirtieron en un héroe y un guerrero, como un Gengis Kan o un Atila del siglo XX, se remontan a su levantamiento armado en la guerra entre China y Japón, y a su Gran Marcha, de 1934, una guerra de guerrillas o estrategia de retirada, seguida por 100 mil hombres, en una travesía de 12 mil kilómetros, en los cuales solo sobrevivieron 8 mil, y que concluyó, en 1949, es decir, 15 años después, con el triunfo y toma del poder. Esta Larga Marcha fue insólita e histórica: sentó un hito en la historia militar, como táctica guerrillera, pues, durante la misma, tuvieron que atravesar 18 montañas, 24 ríos y 12 provincias, venciendo deserciones, el hambre, el desaliento, la sed, y aun la muerte, hasta vencer a las tropas de Chiang Kai-shek y a su gobierno nacionalista.
Ya en el poder, Mao se convirtió en un escritor de best sellers, pues su Libro Rojo, todo chino alfabetizado debía leerlo, y del cual se tiraron 740 millones de copias, de sus poemas, 96 millones y de sus Obras completas, 150 millones. Sus libros eran, en efecto, leídos de modo obligatorio en las escuelas, y toda la población. El Pequeño Libro Rojo o Citas del Presidente Mao Zedong, fue publicado por primera vez, en 1964: contiene 427 citas y discursos y 33 capítulos. Desde su publicación, se han editado más de 900 millones de ejemplares, convirtiéndose así en el libro más publicado en la historia de la humanidad, después de la Biblia. Se hizo una edición en formato de bolsillo para un mejor transporte y para que los comunistas chinos lo llevaran consigo siempre. De modo que es una lectura inducida y conminatoria, y como tal, un instrumento ideológico de adoctrinamiento de las masas, durante la época gloriosa del régimen maoísta, hijo bastardo del marxismo-leninismo, fundamento teórico de la ideología comunista y catecismo ritual en la evolución del pensamiento maoísta. El fanatismo de este periodo histórico de China comunista permeó tanto la vida social, cultural y política, hasta tal punto que todo lo que se publicaba debía tener citas de Mao. El aprendizaje doctrinal de la ideología maoísta era tal, que sus libros debían ser leídos obligatoriamente en los centros de trabajo, donde, como un mantra, se recitaban a coro y en grupos, durante horas de estudio. Estas lecturas rituales se hacían bajo la convicción y la fe de que tenían un efecto iluminador, y que producían un mejor rendimiento en las tareas laborales. Sin embargo, tras la muerte del camarada Mao, en 1976, el fin de la Revolución Cultural, y el ascenso al poder de Deng Xiaoping, en 1978, la importancia o veneración del Libro Rojo, inició su declive y empezó un proceso de ocaso y desuso, pese a que se sigue editando por millones para los turistas.