Una novela más citada que considerada es Manuela, del colombiano Eugenio Díaz Castro, que se publica en 1858 e, igual que las argentinas Amalia o Soledad, novelas de las que ya me he ocupado en esta serie, aparece por entregas en un periódico. Sin embargo, no se inspira en el Romanticismo trágico europeo, como estas, sino que responde a un costumbrismo cargado de ironía y humor, que llega a sorprendernos por sus trazos naturalistas, ya que el narrador no decae en el pintoresquismo de muchos de sus contemporáneos. Al la vez que describe las fiestas populares, la gastronomía y el ambiente de un pueblo, Díaz Castro es capaz de penetrar en el alma de muchos personajes para mostrarnos la tragedia de un país sumido en conflictos raciales y de clase.
La protagonista, Manuela, es una campesina representante del “pueblo descalzo”, cómo la define el narrador, frente a una minoría dominante, “la aristocracia de los zapatos”, es decir, los señoritos de ciudad, que van a los pueblos con la intención de divertirse y de ganar votos para su causa partidista. Estos afirman apoyar ideas románticas revolucionarias importadas de Europa, aunque son conscientes de que no podrán llevarlas a la práctica.
Hemos visto en otros relatos con nombre de mujer que los ideales políticos y estéticos, a partir de los cuales se construye el personaje femenino, se inspiran en modelos europeos y se sitúan entre la clase hegemónica criolla. Por el contrario, Manuela se instala en las clases populares y escoge a la protagonista entre las gentes humildes del medio rural. La heroína no es, pues, la joven refinada y culta que lee a Lamartine, sino una hermosa y ruda campesina de diecisiete años con un encanto natural. Es incluso capaz, con su viva inteligencia y su valentía, de cuestionar las consignas del joven político bogotano Demóstenes, a la vez que, su resistencia a las pretensiones de un acosador, turbio personaje que ejerce poder en la sombra por manejar los negocios de los caciques de la región, desata una tragedia.
Díaz Castro busca la nación entre los campesinos miserables de un pueblo de tierra caliente en las estribaciones de la cordillera oriental. Hasta allí llega Demóstenes Bermúdez, representante del partido liberal denominado los Gólgotas, y pronto se enfrenta al gamonal, que pertenece al ala política liberal opuesta, la de los Draconianos. El cura del pueblo, defensor del ideario conservador, intenta contemporizar con unos y otros en una época de disputas y de guerras civiles.
Díaz Castro presenta en este relato un universo femenino habitado por mujeres humildes perseguidas y abusadas impunemente, que resisten hasta desfallecer. Al lado de Manuela, se encuentran Rosa, Pía, Matea, Patrocinio, Clotilde y Remigia, quienes se entregan a las labores domésticas, cuidan la huerta, o se emplean en las duras faenas de los trapiches de caña de azúcar, base económica de la región. Por encima de ellas, y en un segundo plano, están las señoritas de la capital, que se rigen principalmente por la moral burguesa y se amparan de la religión católica; son las hijas, hermanas y esposas de los caciques que ejercen su poder sobre el cuerpo femenino al que persiguen, asedian y someten.
Manuela vive de su trabajo, pues la familia es dueña de una la modesta pensión y de una tienda de velas. Pero, frente al asedio de los gamonales su situación es tan vulnerable como la de las empleadas de los trapiches, abusadas por los patrones y los trabajadores, forzadas a convivir con ellos como animales. La rebeldía de Manuela desata la furia del tinterillo acosador que incendia la iglesia donde ella se refugia y donde, antes de morir abrasada, recibe la bendición del cura que la casa con el hombre que ama. ¿Acaso la mujer del pueblo, indígena o mestiza, pudiera simbolizar aquí la patria saqueada, fracturada y mancillada?