El domingo 28 de agosto de 1990, el periódico El Siglo publicó un poema nuestro, titulado  ‘Aeternum Vale'. El siguiente domingo, salió en el mismo medio un trabajo de Manuel Mora Serrano (al cual no conocía aún en persona, fruto del unánime anonimato que me transparentaba en una sola pieza), bajo el título, ‘Cuando nace un poeta en el mundo’, refiriéndose a nuestro texto poético. Recuerdo (¿y cómo olvidarlo?) que su trabajo traía una memorable foto de Neruda, con su gorra de pava y todo, detalle este último que los neófitos de la época asumíamos como parte del uniforme de un poeta; de no verle así, pensábamos que iba este vestido de civil.

“Cuando una nueva voz desde alguna provincia del Interior salta al parnaso nacional, me intereso en saber lo que de ella me sea posible (…) Esta vez, me llega una poética que doy por refrescante. Y aunque vienen en ella ecos nerudianos, la novedad de sus imágenes y propósitos poéticos atrapa, como lo hacen los verdaderos poetas (…) De Ramón Antonio Jiménez no conozco más que su nombre, la impronta de su pieza poética; y que es de San Francisco de Macorís. Solo eso. Y me asaltan preguntas… ¿A qué se dedica, a quién más lee, además de Neruda? Algo más quería saber de este Ramón Antonio Jiménez.

Con ese modo, muy de él, inicia el maestro Manuel Mora Serrano ese temprano aporte a mis motivaciones. Citaba algunos trozos del poema y se daba luego a ponderarlos de ese modo que a él le era singular… “Aeternum Vale es un poema de largo aliento, y discurre mediante una musicalidad interior, propia de las almas que viven lejos de las ciudades, porque se sienten golpeadas por la vorágine de las grandes urbes, tan deshumanizantes como las de hoy (…) Con la osadía con la que les he sugerido a otros jóvenes poetas, casi le podría sugerir a este orfebre de las palabras que reflexione en cuanto si le favorecería variar su nombre, dado que le preceden poetas con nombres similares y otros cercanos; uno de ellos es Juan Ramón Jiménez, harto conocido en la literatura universal, podría ahogarse entre todos ellos y por lo tanto no correr con suerte. Se me ocurre, Ramonotonio Jiménez, Román Antonio Jiménez. Aunque, si logra escribir su nombre a fuerza de su propio sello, el nombre con el que estampa sus trabajos resultaría sonoro en el  territorio de la literatura”.

Tiempo después, conocí a Manolito en Santiago, en un encuentro literario… Me miró con sus pequeños y rápidos ojos, y me dijo a quemarropa: “¡Con que tú eres Ramón Antonio Jiménez!”… Y fue entonces cuando me sentí en confianza para agradecerle por su valoración. Y más luego me dijo con su ronca y bien entonada voz: “Coño, cuando te vi pensé que era sacerdote o algo peor”.  Y volvió a mirarme, como si me midiera de pies a cabeza; y  puso de nuevo a roncar el aire: “¿Pero tú bebes?” Le sonreí tímidamente, por aquello que dice el poeta José Miguel García, también de Pimentel y pupilo del propio Manolito y Francisco Nolasco… Ya con esa parte me hizo recordar sus ocurrencias narradas en ‘Juego de Dominó’.

Pero el mundo es extraño: tiempo después, estando yo a escasos metros de mi casa, con Víctor Almánzar en un encuentro de la Fundación Loma Quita Espuela, y viendo llegar a Jesús Moreno (presidente de la referida institución y ejecutivo de Helados Bon), le presto atención a un hombre de mediana estatura que venía con él, debajo de una gorra tipo pava y camisa blanca; era el mismo Manolito, no lo podía creer… Le extendí la mano para saludarlo, y se sorprendió como si despertara en una estación después de perder el autobús: “¡Oh, muchacho! ¿Y que tú haces por aquí? (…) Le hice saber que estaba yo allí como una rana en su charco… Él había sido invitado por Jesús Moreno a aquel encuentro.

“¡Verdad que sí!… Ahora recuerdo que eres de San Francisco! ¡Con que vives por aquí, eh!” (…) Cuando terminó todo, se me acercó y me preguntó, en ánimo de retomar la ilación: “Y dónde se bebe y se jode aquí?… Le puse la misma sonrisa, pero ya sin timidez (…) “¡Coooño!”…  “La vaina está floja por aquí. ¿Y cómo un poeta puede vivir tan aturdido de silencio?… No me haga caso, muchacho; son cosas mías… A mí me gusta la música de jodedera. No puedo estar así, en na'.

Algunos años después, el trato fue fluido. Me dijo en una ocasión: “Te estoy dando seguimiento. Sigue aprovechando los medios que esta época brinda para la difusión. No invente na’; solo quedará la buena poesía. Y la de este país está en el Interior, hay que hacerles caso a los poetas de las provincias… Y dile a Bruno que se ponga a beber, que se deje de pendejadas; que to’ se sabe. Hoy más que nunca -dijo como para sí mismo-, lo que más hay son buenas etiquetas de bebidas, y baratas… ¿Y tú todavía no bebes?… ponte en lo tuyo ahora, que esta sociedad no le aguanta relajo a los viejos si no tienen cuarto".

Así era de espontáneo Manolito; el que recorría el país motivando a los jóvenes amantes de la buena literatura, el que aun sin conocer al creador, ponderaba su creación; contrario a los que se apandillan en torno a los intereses de grupos que les sean comunes.

Mientras me hacen ecos estas memorias, recuerdo estos versos que andan errantes entre las páginas que he perpetrado:

Nadie se va completamente,

si quien queda dice su nombre.

 

¡Hasta siempre, maestro; la luz le ha convocado!