- La magia atributiva. Si el funcionamiento figurativo de los nombres constituye la principal tecnología de la magia comunicativa posmoderna es sobre todo debido a la gran versatilidad de su funcionamiento sintáctico que les permite intercambiar su naturaleza con la de los adjetivos tanto hacia la izquierda (adjetivación) como hacia la derecha (sustantivación). En efecto, no hay que ser un experto en gramática para descubrir, detrás de una frase como La negra tiene tumbao, un juego figurativo cuyas múltiples implicaciones (eróticas, étnicas, políticas, culturales, etc.) podrían constituir una amplia paleta de matices diferentes. Aparte de estos, hay numerosas zonas del discurso de la novela caribeña contemporánea que parecen aguardar el pico y la pala que desentierren los sentidos que sus palabras ocultan.
Un ejemplo elocuente de esto último es el discurso de la novela La mucama de Omicunlé, de la dominicana Rita Indiana Hernández. Ante todo, conviene decir que, desde que un lector dominicano se enfrenta a ese título lo primero que piensa es por qué [mucama] y no [sirvienta], término este último que, a pesar de su fuerte carga ideológica y su anacrónico feudalismo, es el que predomina todavía hoy en la oralidad urbana, en la cual ya comienzan a quedar fijados otros eufemismos propios del discurso mediático como [la muchacha], [la chica] o [la “asistente”], frente al ya en desuso “trabajadora” y el fuertemente peyorativo [chopa].
Esto se explica en cierta forma desde que se explicita la naturaleza caribeña de la escena de ficción en la que se constituyen los primeros rasgos identitarios de Esther Pichardo quien “había nacido en los setenta durante el gobierno de los doce años de Joaquín Balaguer” y quien, en 2004, luego de enamorarse de su jefa, a quien le “editaba su programa televisivo de investigación en el Canal 4”, es víctima de un maleficio pactado por el marido de esta última, quien “pagó para que [le] hicieran un trabajo, brujería mala, y la menstruación no se [le] quitaba” (22), Luego de trasladarse a Cuba gracias a la ayuda de Bélgica, su antigua nana “una negra pobre de campo” que “había prometido velar para que [ella] siguiera la tradición, es iniciada al culto de Yemayá por su padrino, llamado Belarminio Brito, alias Omidina, quien a su vez la bautiza como Omicunlé, término que significa según la narradora “el manto que cubre el mar, porque también [le] profetizaron que [ella] y [sus] ahijados protegería[n] la casa de Yemayá” (23).
A pesar del equívoco inaugural que introduce el término mucama, para un lector dominicano nacido y criado en la lengua-cultura vernácula e iniciado en la historia social y política de las décadas de 1970-1980 de la República Dominicana, los nombres de Esther Pichardo, Joaquín Balaguer y Belarminio Brito que se mencionan en ese pasaje de la novela de Rita Indiana constituyen, en virtud de una serie de ecos o reminiscencias de otros nombres de personas reales, algo así como alfileres clavados en distintos puntos de un mapa neurálgico. Respecto a estos, los de Omidía y Omicunlé configuran la contradicción que le otorgará su peso específico a la escritura de Rita Indiana. A esto se le agrega la acción de los términos y expresiones correferenciales que la autora emplea para sustituir, a la manera de comentarios, los nombres de algunos personajes claves de ese pasaje, como la proposición “una negra pobre del campo” referida a la nana llamada Bélgica, “mi padrino” y “Omidía”, referidos ambos a Belarminio Brito o incluso “la amante de mi papá que era una asquerosa”.
Respecto a esta serie de observaciones, se me ocurre proponer aquí una paráfrasis de aquel adagio de Hermes Trimegisto tantas veces mencionado por cabalistas, magos y escritores esotéricos de toda laya, el cual reza: “Como es arriba, es abajo”, para simbolizar la correspondencia entre el plano físico y el plano espiritual de la existencia humana. De ese modo, la paráfrasis que propongo aspira a tener un valor de hipótesis operativa, pues implicaría la posibilidad de leer los discursos sociales como si se tratara de una novela: “Como es adentro (del libro) es afuera (en la vida)”, rezaría el nuevo adagio que propongo. Aparte de esto, si mi aforismo tiene alguna validez, es porque siempre cabría la posibilidad de asociarlo a eso que Jameson llamaba la «textualización generalizada del mundo exterior en el pensamiento contemporáneo (el cuerpo como texto, el Estado como texto, el consumo como texto)» (Jameson, F. 2011).
Tal vez este adagio ayudaría a comprender mejor por qué una de las ventajas secretas que poseen los lectores habituales de novelas respecto a quienes solamente ven películas y los que solamente escuchan y bailan música —sea esta popular o no— es que, para ellos, la lectura de cualquier tipo de discurso, pero sobre todo los narrativos, constituye un entrenamiento en el arte de detectar a toda suerte de aprendices de brujos, en cuyas obras los nombres operan como “agentes dobles” o falsos centinelas del sentido. Con algo de suerte, esa podría ser incluso una de las posibles misiones de la nueva crítica.