- Las pilas de sueños de las pilas. Aunque sé que ya se ha convertido en un cliché, me permito citar la tercera de las tres leyes que enunció Arthur C. Clarke en su libro de 1962 titulado Perfiles del futuro: una indagación sobre los límites de lo posible: «Cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia». Y los nombres, como parte importantísima de «esos sistemas tecnológicos que son las lenguas» (cf. González Maestro, J.), constituyen sin lugar a dudas una de las tecnologías más fundamentales de que dispone la especia humana: imaginar, en efecto, no es otra cosa que poder articular, combinar y asignarles valores nuevos a los términos del doble sistema nominal-verbal disponibles en la lengua en que nos comunicamos con las demás personas.
En su libro Eros y magia en el Renacimiento. 1484 (Siruela, 1999), el historiador rumano Ioan Petru Culianu propone una serie de ideas bastante originales acerca de la magia. A partir de una lectura de la teoría de la magia de Giordano Bruno, Culianu sugiere que la figura del mago que tiende a prevalecer en la sociedad contemporánea es la misma a la que Bruno llamaba el manipulador. Este último tiene hoy a su cargo, según Culianu, las relaciones públicas, la propaganda, la prospección de mercados, las encuestas sociológicas, la publicidad, la información, la contra información y la desinformación, la censura, las operaciones de espionaje e incluso la criptografía, ciencia que fue, durante el siglo XVI, una rama de la magia. Según Culianu, los historiadores concluyeron sin razón que la magia había desaparecido con la llegada de la “ciencia cuantitativa”. Esta sólo ha sustituido una parte de la magia, prolongando sus sueños y sus finalidades, recurriendo a la tecnología, la cual viene a ser una magia democrática que permite a todo el mundo gozar de las facultades extraordinarias de las que, hasta ahora, sólo podía presumir el mago (149).
En el período contemporáneo, gracias al auge irrefrenable de las TICS, y en particular de las redes sociales, la manipulación tecnológica ejerce su magia deponiendo y apuntalando presidentes, convirtiendo de la noche a la mañana a personas totalmente desconocidas en personajes de alto impacto y popularidad como influencers y sembrando y fijando todo tipo de patrones de consumo, gustos y preferencias.
Es, pues, en ese contexto de gran actividad volcánica donde la literatura está llamada hoy a ejercer una función de pararrayos, si es que todavía resulta posible asignarle una función capaz de exorcizar la magia desactivadora con que tanto la manipulación mercadológica como la sistemática, acelerada y ambigua dispersión de libros en formato digital totalmente gratuitos y otros artilugios tecnológicos insisten hoy en desaparecerla completamente del plano de la importancia social. Entiéndase bien: no me estoy posicionando en contra de los libros digitales (toda mi obra se encuentra disponible de manera exclusiva a través de los distintos canales de amazon.com), sino simplemente indicando hasta qué punto es esa misma tecnología liberadora la que parece haber asestado un golpe letal a la plataforma institucional sobre la cual se levantaba el antiguo prestigio de la literatura.
Al igual que la metadona respecto a la heroína, lo mismo que el crack en relación con la cocaína o la jaraca comparada con la mariguana, en la actualidad asistimos al reinado de la literatura neo testimonial, como antes la de autoayuda, de la cual la primera constituye un subgénero. A través de las diferentes plataformas de autoedición, el neo testimonio se constituye a sí mismo en producto de sustitución con el doble propósito de realizar la “magia” de convertir en dinero su capital simbólico. Y por absurdo que parezca, esa reacción alquímica tiene lugar con pasmosa frecuencia, pues las reglas del mercado son tan simples, sus resortes tan ordinarios y su mecanismo tan básico que el dinero no tarda en llamar al dinero: basta con saber cuáles botones apretar, cuáles bocas comprar y cuales bolsillos adornar para así lograr posicionarse con ventaja en el plano de la visibilidad social a través de la magia sustitutiva.
Siendo así las cosas, se comprende que en el período contemporáneo haya tenido lugar una hiper especialización del mercado de productos literarios en el que para cada ítem se dispone de un label que ha sido cuidadosamente seleccionado en función del target al que se apunta, y no en función de aquellas características tipológicas que antes solamente dominaban los especialistas en literatura. Se diría incluso que, tal vez sin proponérselo, todos los implicados en esa variante posmoderna del juego de sustituciones que es la literatura contemporánea —es decir: profesores, críticos, escritores, traductores, periodistas y simples diletantes— se pusieron de acuerdo en algún momento de la década de 1990 para firmar un pacto de indiferencia, luego de lo cual terminaron asumiendo esas etiquetas como buenas y válidas.
De ese modo, al igual que los aspirantes a ser promovidos al Nivel Diamante en esas empresas de venta directa de productos a través de particulares, todos los implicados en el sistema literario contemporáneo comenzaron de pronto a repetir cualquier cantidad de fórmulas y consignas carentes de todo sentido paridas por sus respectivos “Yo Creo Que”. Fue, pues, de esa manera como la cháchara comenzó a sustituir al pensamiento crítico, al tiempo que la falsa emotividad y las imposturas performativas comenzaron a reemplazar a la escritura.
Ciertamente, en el campo literario, la manipulación es tan vieja como la literatura misma, ya que su historia arranca en el preciso momento en que alguien se sintió con derecho a decidir cuál debía ser la función de la literatura, qué tipo de literatura era la más importante, cuál era la forma literaria más acabada, etc. Sin embargo, es precisamente por eso por lo que, de la misma manera que no hay manipulación que no implique algún grado de voluntad de poder, tampoco puede haber escritura que no se oriente a destruir algún tipo específico de manipulación. Todas las formas de la manipulación aspiran a producir magia en vista de que todas pretenden sustituir las contradicciones por certezas. En cambio, toda verdadera escritura es imaginaria puesto que solamente se manifiesta a través de la afirmación más rotunda del carácter radicalmente contradictorio de todos los aspectos de lo real. Por eso, si el propósito de la magia es conquistar el poder, el de la escritura, en cambio, sólo puede ser el de deshacerlo.
Llamar “poema” a una receta de cocina no lo convierte en poema, de la misma manera que asignarles nombres de personas a las mascotas no las “humaniza”, como tampoco “animaliza” a quienes comparten con ellas sus nombres. Esas y otras gastadas o fallidas formas de la magia nominal pertenecen al archivo de recursos obsoletos de la literatura, que es donde en la época actual se suele enterrar a esos “cadáveres” que son los bestiarios, los fabularios, los acrósticos y demás constructos establecidos en el pasado a partir de una exploración de las mágicas resonancias socioculturales de los nombres. Cualquier intento de “resucitar” uno de esos corpus textuales obligaría a quienes lo intentaran a asignarles algún grado de contradicción, o en su defecto, el homúnculo no se levantará. De hecho, la contradicción es a la escritura lo mismo que la electricidad es al Frankenstein.
Todo esto guarda relación con aquello a lo que Fredric Jameson llamaba «el triunfo del populismo estético» (Jameson, F. 1991), pero sobre todo con lo que Damià Alou llamaba, en 2017, el «suicidio de la “alta cultura” tal como se había entendido hasta ahora» (Alou, D. 2017). Dicho suicidio tiene mucho que ver con cierta forma de canibalismo que se resume en una sola idea: matarnos a nosotros mismos. En efecto, una de las tesis del ensayo que Alou dedica en su libro citado al estudio de la novela American Psycho, de Bret Easton Ellis, es precisamente que la sociedad occidental que surgió de las décadas finales del siglo XX se caracteriza por «una visión restrictiva en exceso, donde todo el mundo teme decir algo inconveniente, meter la pata, molestar, no ser aceptado, y acaba invirtiendo mucho tiempo en ver lo que todos ven, leer lo que todos leen, hablar como todos hablan. Y cuando te incitan tanto a pensar como los demás, pierdes el hábito de pensar por ti mismo» (31). Y según Alou, las restricciones han sido tantas, la presión ha sido tanta, que solo queda seguir nuestros impulsos, matarnos los unos a los otros.
Vivimos, pues, en sociedades que tienden a constituirse a sí mismas como por “arte de magia” en «el reverso de la cultura» (así se titula el libro de Alou), y en las que los únicos capaces de percatarse del peso que tienen las figuraciones literarias y cinematográficas en la configuración de los distintos escenarios donde se desarrolla eso a lo que ya he definido como un ersatz de la vida real (es decir, la que se desarrolla fuera de la pantalla) son aquellos que, por alguna razón, logran hacerse inmunes al mágico poder de los nombres, los cuales, como los antiguos sortilegios y los míticos abracadabras, poseen la capacidad de redefinir planos completos de lo real.