Mi padre hablaba con las abejas como Swedenborg con los ángeles, como dijo Borges del sabio sueco. Tenía el don –mi progenitor– de castrar las colmenas y salir indemne de las picaduras de estos pequeños insectos: era inmune a su veneno y no le temía al dolor. El título de este artículo lo tomo del sabio y Premio Nobel de literatura belga Maurice Maeterlinck (1862-1949), quien escribió uno de los libros más conmovedores y espléndidos sobre estos insectos: La vida de las abejas (1901). Maeterlinck fue apicultor—como mi padre–, y destinó muchos años de su vida a observar la conducta de estos “seres de multitud”, como les llamó. Amó las abejas y reflexionó sobre esta sociedad animal, vinculándolas al reino humano. “Dejemos la ciencia adquirida por los otros para ir a ver con nuestros propios ojos a las abejas. Una hora pasada en medio del colmenar nos enseñará más cosas, quizás menos precisas, pero infinitamente más vivas y fecundas”, dijo. En la “escuela de las abejas”, los hombres podemos aprender de la moral del trabajo, gozar del descanso y la organización de la vida cotidiana. Maeterlinck nos da luces sobre los misterios de esta raza, desciende al “espíritu de la colmena” y pasa revista por la fundación de la colmena, el vuelo nupcial, la matanza de los zánganos y el progreso de la especie.
Cuando yo era niño admiraba a un apicultor que los demás muchachos le llamaban “el abejero”, quien era todo un experto, empírico en apidología y en la producción de estos “apis mellifica”. Crecí viendo a mi padre ejercer de santo apicultor. El sufría y se deprimía cuando las abejas se estaban extinguiendo en tiempos de sequía.
Pocos escritores han robado parte de su tiempo de escritura a observar y estudiar la vida de los animales. Famoso es el caso del novelista Vladimir Nabokov, quien era un gran entomólogo y llegó a descubrir especies de mariposas. Otros como Aristóteles, Catón, Varrón, Plinio y Paladio también se ocuparon de las abejas y, sobre todo, el caso más maravillo es el del filósofo Aristómaco, quien –-al decir de Plinio el Viejo–, las observó durante cincuenta años. El otro caso es el de Filisco de Tasos, quien vivió en sitios desiertos para no ver más nada sino a ellas, y por eso fue apellidado: “el salvaje” –al decir de Maeterlinck. Y en nuestras tierras, Eugenio de Jesús Marcado, botánico y entomólogo empírico, era acaso el mayor conocedor de las abejas –según me confesó Marcio Veloz Maggiolo (quien también fue apicultor durante una época).
Leyendo a Maeterlink siento una sensación de comunión con mi padre –quien no lo leyó–, y una motivación irrefrenable por auscultar en el misterio de la colmena y de formar un apiario. Emociona descubrir una colmena, pues se experimenta una sensación de arqueólogo, como la del descubrimiento de algo desconocido, la violación de un secreto y la interrupción de una labor bienhechora. Es asombrosa la vida social de las abejas, esta especie de civilización ápica, constituida desde nodrizas o cuidadoras de las ninfas y las larvas hasta las damas de honor, las ventiladoras, las exploradoras, las arquitectas, las albañiles, las cereras, las escultoras, las recolectoras, las operculosas, las barrenderas, las amazonas y las necróforas.
Las colmenas tienen dos acontecimientos misteriosos: la enjambrazón, en el que 60 o 70 de las 80 o 90 mil de la población total de las abejas de una colmena, abandonan la colmena maternal en una hora y momento indicados, sin angustia. No huyen del hambre porque su huida es voluntaria, febril e instintiva. El otro acontecimiento es el vuelo nupcial de la reina y el zángano, en el que éste muere luego de ser escogido por aquella entre miles. Para el zángano, el vuelo nupcial es una “trágica búsqueda del amor”, un viaje hacia la muerte o un vuelo erótico mortal. A la reina la cortejan más de 10 mil zánganos pretendientes, de los cuales uno solo es el elegido, por su belleza y fortaleza, para un único beso de un minuto de felicidad, que lo casará con la muerte. Ese es el ritual de cada día, entre once a tres de la tarde, cuando la luz del sol reverbera, el mediodía irradia su incandescente claridad y el día despliega sus llamas en el cenit.
Las abejas poseen un amplio espectro de sonidos con cualidades que entrañan la felicidad, la cólera, la abundancia, el dolor y el placer. Así como una percepción de los olores humanos propios de una psicología sensible y aguda, capaz de atacar si las molestan. Calafatean con propóleos las hendiduras de sus moradas, elaboran sus celdas hexagonales con una precisión geométrica y, el mayor misterio: elaboran su miel a base de agua, polen, y acaso de una sustancia que segregan en su estómago. ¿Y la cera? Otro gran misterio. Nadie ha podido ver el instante en que las abejas fabrican estas sustancias. Son muy celosas de su trabajo, que hacen en la oscuridad. Tienen dos enemigos implacables y silenciosos: el petigre, que las mata en el aire, y el sapo toro que, por tener una lengua viscosa, las devora sin que les piquen en su lengua.
Las abejas tienen un gran sentido de la solidaridad, pero este valor es eliminado cuando alguna del apiario está herida: la juzgan inservible como obrera y la expulsan de la casa. No ocurre esto con la abeja reina, que la protegen hasta la vejez. Dentro del hábitat de la colmena, las abejas manifiestan un sentimiento insólito de solidaridad, pero “fuera de la colmena ya no se conocen”. Ese es un carácter egoísta contradictorio que riñe con su sociedad. Extrañamente, se aman en el seno del hogar hasta el punto de que, si hieres a una, las demás, van en su protección y auxilio. No conocen pues la piedad entre sí ni tienen una conciencia del peligro, lo que hace que no se impresionen ante la posibilidad de su muerte. No conocen el miedo y por eso no temen a nada, ni a la muerte, como todo animal, pues no tienen conciencia del tiempo ni de la muerte. Solo temen al humo. Este es el único elemento de la naturaleza al que huyen. ¿Y si no fuera por el humo? El humo les pica y las enceguece.
La sociedad de las abejas es perfecta, producto de una gran inteligencia, pero es impenetrable a causa del silencio y el ocultamiento en que viven y trabajan. La perfección de la miel que nace del polen de las flores, así como de las celdas hexagonales de los panales de cera, en sus dos capas, selladas en sus aberturas, conforma el empleo del tiempo en que las abejas obreras dedican su vida, con alegría, utilidad, pasión y heroísmo, sin esperar nada a cambio. Eso hace de ellas unos seres ejemplares. Contrario a las avispas –con sus panales de papel y sin miel–, cuyas endiabladas picaduras no concluyen con su vida; en las abejas, sus picaduras, en cambio, terminan con su muerte, ya que abandonan sus órganos internos. El metabolismo de las abejas es capaz de producir la miel, en un proceso alquímico estomacal inexplicable. Un gran misterio lo constituye, igual que el de la cera, el de la jalea real, alimento de los dioses y de la abeja reina. Pero, ¿y los zánganos? ¿Qué decir de estos holgazanes que solo sirven para fecundar a la abeja reina? Viven, por su tamaño, en celdas más grandes que las obreras, pero no trabajan, y son por eso, los reyes de la colonia. Con estas hermosas palabras, Maeterlink se refiere a los zánganos: “En torno de la reina virginal, y viviendo con ella entre la multitud de la colmena, se agitan centenares de machos exuberantes, siempre ebrios de miel, cuya única razón de existir es un acto de amor”.
Son elocuentes los aportes que, producto de la observación durante muchos años, hiciera el premio Nobel de fisiología y medicina, el austríaco Karl von Frisch (1886-1982), el etólogo que se consagró al estudio de la “danza de las abejas”. Frisch demostró que las abejas pueden diferenciar gustos y olores, pues su sentido del olfato es semejante al del hombre. Determinó que, a través de su danza, las abejas, con sus movimientos abdominales, pueden informar a las demás, la dirección y ubicación de los alimentos. Comprobó que la abeja, al usar la luz solar, esta le sirve como sentido de orientación durante el día. Albert Einstein, el Premio Nobel de Física, dijo que: “Si las abejas desaparecieran de la faz de la tierra, a la humanidad le quedarían cuatro años de existencia, ya que los cultivos de alimentos no tendrían quien los polinizara”. ¿Estamos ante esta realidad o amenaza? Ya hay científicos intentando reemplazar la polinización indirecta que hacen las abejas (la directa la hace el viento). ¿Lo lograrán? Producto del uso de fertilizantes, la deforestación y la fumigación desenfrenada, millones de abejas mueren cada año en el mundo. ¿Desaparecerán estos útiles insectos? ¿Quién hará la miel y cera?
Las abejas, igual que los hombres, comen miel, mas no así la cera. Nosotros nos deslumbramos con el espléndido espectáculo de la enjambrazón y nos morimos de nostalgia al no ver el vuelo nupcial de la abeja reina, ni la elaboración mágica de la miel y la cera, esos dos grandes misterios de laboriosidad y creación. Mi padre, que hablaba con ellas, lo habrá sabido en el más allá porque, en su vida terrenal, nunca lo supo. En mi memoria está la imagen suya olfateando las colmenas y conversando con las abejas de su colonia, que creía infinita y eterna.