La filosofía, como también la ciencia, utilizan un lenguaje no convencional que no suele conectarse con el sentido común y que en la mayoría de los casos, lo enfrenta. Es, ciertamente, un lenguaje especializado y par especialistas.
En busca de hallazgos orgánicos y meritorios, tiene la filosofia la misión de desmitificar criterios falseados, fallidos, defectuosos, que no contribuyen al avance y la evolución del pensamiento y que alimentan las supersticiones, el animismo y el dogmatismo.
La claridad, se ha advertido ya, no quita profundidad.
Es, per se, antidogmática.
Pero la envolvencia metodológica tiene que traducirse en apertura ya que la necesidad de conocimiento es social. Esa apertura le otorga universalid y espiritu de comprension.
Uno de los problemas que tienen filósofos como Lacan y Kant es la casi impenetrabilidad de sus especulaciones metafísicas.
Parecería que escriben sólo para una elite muy especializada que vive en una burbuja y que han descubierto secretos a los que sólo algunos iniciados pueden acceder.
No hay tal cosa: la verdad mientras más claro y más alto grita, más lejos se escucha.
El hedonismo lexicográfico domina su pensamiento filosófico.
No son capaces-o no les interesa- el hecho de comunicar, de extender las ideas y darlas al entendimiento. En ese sindicato especulativo de un pesimismo enorme, pululan los Lacan, los Cioran, Kierkargaart, Hussert y otros, que Mario Bunge no vacila en llamar farsanrtes.
Elaboran dialectos que muestran una profundidad aislante y nebulosa, constituyéndose en un ejemplo de incomunicabilidad.
Aparecen aquellos que los pueden considerar maestros y hasta geniales.
Ese enroscamiento discursivo no les hace, obligatoriamente, ese honor.
La claridad, se ha advertido ya, no quita profundidad.
Resulta discutible que para enunciar las verdades, como también el conocimiento que ama la filosofía, se necesite tal hedonismo.