Le llamábamos “Embassy”. Era un espacio rarísima dentro del concepto paradisíaco de playa dominicana. Es como una boca sin dientes. Hay que saber algo de natación, porque no te puedes alejar de la costa. Solo los agraciados nadan. El resto, que es la mayoría, choca con las olas una y otra vez hasta que vuelve por su cocktail, razón para no ir a la fisioterapia coreana el próximo fin de semana.

Siempre le llamamos “Embassy”, aunque oficialmente sea Playa Caribe. Más que para ejercitarse en las artes de Moby Dick, Embassy es un espacio para beber, fumar, conversar, comer, disfrutar de ese viento siempre como saeta, acariciándote o golpeándote el rostro. Si te has cansado de pisar lodo en Guayacanes y si te abruma el griterío y el chorro de gente en Boca Chica o si no puedes acceder a pedazo alguno de Juan Dolio porque ya los residenciales han convertido la zona en un campo de concentración para la nueva clase media, date a Embassy.

Pasó en esa zona cercana al pequeño acantilado. Luis Días, que todavía no era El Terror y aún seguía en el mítico grupo de investigación folklórica Convite, tocaba su guitarra en un típico concierto de playa: unos litros de ron a los que les echábamos azúcar, para que nos diera lo más duro en el más mínimo tiempo, alguna hoya con espaguetis cercana -manjar para todos los playeros dominicanos aunque suene rarísima esa combinación de sándwich de espaguetis que nos hacemos por ahí.

Llegué a esa pequeña fiesta playera porque entonces participaba de un grupo de amigos que los fines de semana nos encontrábamos en Casa de Teatro para oír música. Habíamos sido convocados a un programa de radio que producían Tony Jansen y Tommy García en Radio Cristal. Por ahí conocimos a Sonia Silvestre, a Natalia González y Merche García, a Raúl Abinader y a Luis Gallardo, a José Oviedo, entre otros.

Era el año 1975. El año anterior se había celebrado el festival “Siete Días con el Pueblo”. Vivíamos entre Los Guaraguao y Silvio, entre “No, no basta con rezas” y “Te doy una canción”.

Era 1975. Yo tenía 14 años. Hacía uno que me había salido de la Iglesia Pentecostal Dominicana que quedaba en la calle París. Había comenzado el bachillerato en el Liceo Estados Unidos. Leía a Kafka, gracias a unos libros suyos de segunda mano que compraba donde Luis, frente al Mercado Modelo. Gabina ya no le ponía almidón a mis pantalones cortos de Kakhi porque simplemente había decidido hacerme grande. A diferencia de Oskar, el personaje de “El tambor de hojalata”, me había hecho grandísimo aunque siguiera siendo el gordito que jugaba pésimo el básquetbol.

Y estábamos ahí los niños, adolescentes, viejos, conocidos, desconocidos y reconocidos, en pleno Embassy, embelesados ante las canciones de Luis, con el Luis todo músculo y su mujer de entonces, una siquiatra que no le perdía ni pie ni pisada, pero que tampoco dejaba pasar la ocasión de brincar en el agua y mojarse su florido afro y buscar algún trago.

Estábamos en Embassy, con alguien a quien solo oíamos como rezando, “Con flores a María”. También sonaba “Soldadito”, una de las canciones más enigmáticas, hermosas y que nos sigue jalando, como un imán infalible:

Traigo herida tu bandera ra ra

Mi bandera tricolor

Yo la curo soldadito

Si volteas el cañón

Y haces pom.

Nuestra patria se ha quedado do do

Dormidita en su sillón

La despierto soldadito

Si no viras el cañón

y haces pom.