En su ensayo “Caminar” (1862), Thoreau sostiene que “el mundo con el que estamos familiarizados no deja rastro”. Contrario a la opinión del filósofo, en El corazón frente al mar (2021) Luis Rafael Sánchez se regodea en la elaboración de un canto entrañable al transitar por un espacio que sí deja huellas: los sitios de la vivencia. El San Juan que se alza de la ruina en las páginas de esta obra proteica, de este “libro bastardo”, como lo define su autor, es una ciudad que ha marcado el itinerario del paseante que la recorre a partir de la remembranza. También es el ámbito de la promesa, caudalosa tributaria del “amor del bueno”, para invocar al José Alfredo Jiménez que Sánchez ubica entre los dioses tutelares de su educación vital. Las agrimensuras del afecto tienen esa curiosa virtud: dimensionan un espacio tan insondable como el universo.
El paseante de El corazón frente al mar nos lleva de la mano en sus derivas por el San Juan de la historia y el de su historia personal. El mosaico revelado es el de una ciudad leída con minucia, ajena a la visión edulcorada del marketing y los rigores de la sociología. En otras palabras, descubrimos la ciudad del sujeto que la sospecha como interlocutora y testigo de los afanes de una vida.
Proust ve la lectura como una forma de la amistad: “en la lectura, la amistad a menudo nos devuelve su primitiva pureza”. El paseante de El corazón frente al mar lee la ciudad, y ese acto de lectura despliega un íntimo festín que irremediable y dichosamente nos implica. Otra pluma que teorizó sobre la lectura fue Auden, para quien “leer es traducir, ya que no hay dos personas que compartan las mismas experiencias”. La sentencia de Auden también viene a cuento si se considera el modo en que Sánchez fuerza en el lector la necesidad de trasladar a su propia historia las imágenes de un álbum familiar llamado Puerto Rico.
El paseante de El corazón frente al mar no espera espectadores indiferentes; por eso nos conmina con urgencia y humor a “proseguir la indagación de los apegos desesperados y abrazar la esperanza”. Esta exhortación no es poca cosa en el Puerto Rico que bracea en el fangal de una crisis hecha a la medida de los intereses de quienes lo han esquilmado en las últimas cuatro décadas. El cronista del San Juan de la historia y el de los afectos descubre un Puerto Rico en tensión ante los “desfases entre modernidad y progreso y entre progreso y puñetera realidad”. Igualmente categórica es la visión de un Puerto Rico que se dilata en configuraciones impredecibles más allá de sus linderos geográficos sin dar la espalda al Caribe ni renegar de su filiación latinoamericana.
En las páginas finales, Sánchez destaca el carácter prospectivo que se propuso insuflar en el ánimo de sus lectores, a los que interpela como responsables de “una eventual biografía” de Puerto Rico con las siguientes razones: “En cuanto que organismo vivo y palpitante e intensidades en enfrentamiento seguido, cualquier país da pie a una biografía. Una biografía colmada de periodos de bienestar y periodos de achaque, de grave insatisfacción y de forzoso optimismo, de desgaste y de redención y de redención y de la amenaza perpetua de inesperadas vicisitudes”. Puede que, como imagina el autor, la biografía de Puerto Rico esté aún por escribirse; pero lo que ya es materia tangible para la exploración de ese horizonte es el hondo poema de amor a Puerto Rico que es El corazón frente al mar.