Que la expresión genocidio carezca de sentido basado en la conceptualización no intencional de los agresores y, en consecuencia, al margen del exterminio físico de los embestidos a causa de múltiples y diferentes métodos de dominación, constituye un ostensible ejemplo del uso de la palabra o, en general, de la lengua, como un objeto lingüísticamente autorreferencial, y al que los poderes fácticos recurren, sutilmente, desvinculándolo así, para proteger sus intereses, de su correlación con las acciones del sujeto.
En una entrevista que le hiciera el destacado periodista cultural Vianco Martínez al escritor español Luis García Jambrina, éste expreso, en el contexto de su novela “El manuscrito de aire”, que “La palabra genocidio no tiene ningún sentido en la llamada conquista y colonización del Nuevo Mundo”. Y ello así, en virtud de que “Los españoles no tenían intención de acabar con los indios por el hecho de ser indios”, o porque necesitaban a éstos como fuerza de trabajo. No obstante, la Matanza de Jaragua, ordenada, intencionalmente, por el gobernador español Nicolás de Ovando y de la que fue sobreviviente Higuemota, personaje de susodicha obra, ¿acaso no fue un lance genocida que, a mansalva, aniquiló a “indios” o “herejes” por razones hegemónicas? ¿O fue una inocente acción accidental, involuntaria, o marginal de daños colaterales?
En ese sentido, la propiedad semántica de la palabra genocidio descansa sobre la base de los sucesos que acaecieron en el mundo real, y no en la pura concepción autorreferencial, en sí misma, de dicho vocablo, despojado de su aspecto intencional. Y es que, además, la maquinaria colonizadora nunca hubiese podido sostenerse sin recurrir a la “brutal explotación y esclavización” y al “desarraigo y el maltrato” de que habla el autor de “El manuscrito de aire”. Tal situación, enfatiza el escritor, también “hacía que las enfermedades que llevaron los españoles se cebaran en ellos”, en los pobladores aborígenes de la isla de Quisqueya o Haití. Todos estos elementos, sumados, contribuyeron, precisa y sistemáticamente, al genocidio perpetrado, deliberadamente, por los conquistadores españoles.
Ahora bien, ante los acontecimientos ocurridos en el cacicazgo de Jaragua García Jambrina recula, como otros tantos autores coloniales y post-coloniales, para refugiarse, sitiado por el dilema de la intencionalidad, en lo que se ha dado a llamar disonancia cognitiva. En el caso específico de la conquista y colonización de los territorios de Abya Yala, el autor reconoce, tambaleándose entre dos mundos, que las condiciones de trabajo y explotación acabaron destruyendo a los “indígenas”, pero se niega a conceder que dichos métodos de expoliación contribuyeron, la más de las veces, al genocidio, exculpando de este modo, implícitamente, a los conquistadores españoles de sus atrocidades contra los pobladores originarios.
Ciertamente, en los actos de crueldad de la Matanza de Jaragua, según fray Bartolomé Las Casas, fueron quemados vivos, en pleno festejos del día de Acción de Gracias, numerosos caciques, y la madre de Higuemota, la cacica Anacaona, fue ahorcada. Todos acusados de conspiración y de intento de rebelión. Así las cosas, hasta los suicidios de los pobladores originarios bien podrían catalogarse como parte del entramado genocida, dado que éstos fueron provocados por los abusos y los trabajos forzados a que fueron empujados, intencionalmente, los habitantes nativos.
A propósito de Las Casas, la historiografía de derecha y ultraderecha tiende a definir su discurso de exagerado, barroco, sencillamente porque la mentalidad colonialista de ayer y de hoy ha resistido siempre validar el contenido de un lenguaje que asuma el significado de la verdad con relación a los hechos concretos. Como cronista vital, el fraile describió y denunció con vigor y acritud las despiadadas cacerías contra los habitantes nativos que el conquistador Pedro de Alvarado y sus legiones llevaron a cabo durante el periodo comprendido entre 1524 1531: “… cuantos indios tomasen a vida (los) echasen dentro de los hoyos; y así las mujeres, niños y viejos que podían tomar, los echaban en los hoyos hasta que los henchían traspasados por las estacas, que era una lástima de ver, especialmente las mujeres con sus niños. Todos los demás mataban a lanzadas y cuchilladas: echándoles a perros bravos que los despedazaban y comían; y cuando algún señor topaba… quemábanlo en vivas llamas…” De las Casas continúa: “… así había solemnísima carnicería de carne humana… se mataban los niños y se asaban y mataban el hombre, por solas las manos y los pies, que tenían por mejores bocados. Ponenlo en un cepo por los pies y el cuerpo extendido y atados por las manos a un madero, puesto un brasero junto a los pies y un muchacho con un hisopillo mojado en aceite, de cuando en cuando se los rociaba para tostarle bien.” (Ver mi artículo Manuel García Arévalo, del genocidio y otros objetos, acento.com.do, 16-01-2022).
Bien visto el punto, la convicción de que los conquistadores no tuvieron intención genocida constituye una insidiosa representación que pretende erigirse en un argumento justificador de las acometidas de los invasores españoles durante la conquista y colonización de Abya Yala. Conflicto mortífero que sometió a numerosas víctimas a condiciones de destrucción física o a lecciones graves a su integridad mental. El problema no es que la representación sea peligrosa o básicamente mala, como argumenta el filósofo Jacques Derrida, sino el carácter de la ideología que asumimos, dado que la arquitectura del entendimiento humano, consciente o inconscientemente, nunca podrá escapar de su naturaleza representacional con relación a los hechos.
Importante: ¿Qué todo el conjunto de relaciones sociales representadas encubre su propia gestión manipuladora de la verdad? De ser así, por lo tanto, debemos quebrantar las categorías auto-referenciales de la lengua sobre las superficies sórdidas de los hechos en cuanto a la verdad y la justicia. Así las cosas, descubriremos que los “indígenas” arawacos no desaparecieron. En cambio, las hordas blancas del mundo occidental los condenaron, inexorablemente, a desaparecer junto a su cultura, su lengua, sus costumbres, sus creencias y sus riquezas, aplicándoles la violencia, híbrida, terminal, genocida.