Si uno quisiera filmar una película de la vida de Luis Alfredo Torres haría bien en comenzar con una larga toma que serviría como elemento básico de la narración, pero también como clave simbólica para ilustrar la tragedia del poeta que murió en 1992 a los 56 años. La imagen sería del poeta caminando por la calle El Conde. Se podría filmar con la perspectiva desde el suelo, a unos cuatro metros detrás del caminante, mostrando su andar lento apoyado del bastón. Luego mostrar ese rostro derrotado, cubierto por los eternos lentes oscuros, pero que aún sonríe cuando recuerda al muchacho sureño que alguna vez amó.

Luis Alfredo Torres nació en 1935 en Barahona, una pequeña ciudad ubicada a orillas del mar Caribe. A los nueve años fallece su padre, suceso que, probablemente, influye en esa personalidad taciturna y melancólica que adivinamos a través de sus versos.

Luis Alfredo Torres.

Aún adolescente, Luis Alfredo, quien tiene vínculos familiares con el poeta Bartolomé Olegario Pérez, publica sus primeros poemas en el semanario local El Momento. Por consejos de algunos amigos e intelectuales de que escribiera en verso libre, ya que sus primeros poemas estaban escritos en versos rimados, comienza a leer a Domingo Moreno Jimenes, Franklin Mieses Burgos y otros poetas dominicanos contemporáneos.

En su estadía en Estados Unidos, adonde se traslada a residir con su madre, se afianza su vocación poética mediante la lectura de la gran literatura norteamericana. Recibe el título de Bachiller en Letras en la Long Island High School y estudia periodismo en el Instituto de Periodismo de Los Ángeles.  Trabaja en el semanario bilingüe El Despertador Americano, donde llega a desempeñar el cargo de jefe de Redacción.

Regresa al país en 1958 y se vincula a la Generación del 48, con cuyos postulados estéticos se identifica. En 1959, publica su primer poemario, Linterna sorda, en el que comienza a mostrarse como el poeta atormentado, que en palabras de Miguel D. Mena está «marcado por las cruces que pendían sobre todo lo que rompía con lo heterosexual».  En Canto a Proserpina y Los bellos rostros, el poeta testimonia, de una manera líricamente hermosa, esa realidad.

Como periodista trabaja en El Caribe, donde publica, además, una columna fija; luego pasa a dirigir el suplemento cultural de La Nación. Años más tarde, es columnista de la revista ¡Ahora! y en 1964 dirige, junto a los poetas Alberto Peña Lebrón, Lupo Hernández Rueda y Ramón Cifré Navarro, la revista Testimonio, en cuya colección se edita en 1966 su libro Los días irreverentes.

Hombre culto, lector voraz.  En una publicación en su perfil de Facebook, Armando Almánzar-Botello, quien fue amigo y contertulio de Luis Alfredo, dice que este «conocía la literatura norteamericana e inglesa como pocos dominicanos de su época: leía a sus autores en inglés. También conocía muy bien a los poetas dominicanos, antillanos, hispanoamericanos y europeos en general». Fue, además, según cuenta Almánzar Botello, un gran observador del ambiente que le rodeaba: «siempre lo vi, hasta en las cafeterías y burdeles que visitábamos, libreta en mano, atento al habla popular y a la multiplicidad de los incidentes ambientales».

Luis Alfredo Torres dejó para la posteridad un puñado de libros. Algunos pequeños plaqués que vendía a sus amigos. Esenciales son Los bellos rostros, Canto a Proserpina, La ciudad cerrada y Oscuro litoral. Los otros poemarios que componen una producción desgarrada y desconocida (olvidada) son Linterna sorda, 31 racimos de sangre, Los días irreverentes, Alta realidad, Sesiones espirituales, El amor que iba y que venía y El enfermo lejano.

Luis Alfredo Torres fue un poeta de lo urbano, de lo citadino, pero con un enfoque personalísimo y desgarrador de la vida del hombre urbano.

Soledad Álvarez, en su conferencia La ciudad en la poesía dominicana, dice que «Torres es el más atormentado de los poetas de la ciudad, el que expresa con mayor violencia las encrucijadas del hombre urbano. La ciudad es una maldición, realidad hostil y experiencia desesperante en la que, sin embargo, el poeta se sumerge delirante de pasión y rechazo enamorado».

En palabras de Carlos Lebrón Saviñón, quien fue su amigo y compañero de bohemia, Luis Alfredo Torres «fue un hombre bueno».

Y también fue un hombre atormentado, un poeta maldito. Una condición que aceptó y con la que vivió (sobrevivió) hasta el último de sus días.

Nos queda preguntarnos lo mismo que se pregunta Aquiles Julián en la introducción a Luis Alfredo Torres: El hombre acorralado y otros poemas: «¿Qué tragedia personal, que creencia, lo había sumido en aquella vorágine autodestructiva que terminó por tragárselo?». Y al igual que Aquiles Julián no tenemos respuesta para explicar este destino turbio que se cierne sobre la cabeza del poeta, que se dirige a cumplir esta vocación maldita para el amor oscuro, el trajinar nocturno y los tragos en la que se destruiría a sí mismo. Una vida azarosa entre la miseria de un cuartucho en el Capotillo o la sordidez de una cuartería detrás del mercado Modelo donde, según cuenta Pedro Vergés, «cerraban la puerta por afuera para que nadie se fuera sin pagar». 

Luis Alfredo Torres, uno de los poetas ineludibles de la poesía dominicana, murió esperando atención médica en el hospital Padre Billini. Aunque hace tiempo que «se moría a plazos, solo y abatido». Soledad y abandono que había profetizado en su poema El enfermo lejano:

 

Eres el derrotado, el caído.
El hombre en cuyas manos dormían suaves los pájaros

y acariciaba el lomo de las bestias, en el Sur,

está aquí: solo, triste, abatido en la noche,

solitario en la noche, perdido para siempre en la noche.

 

Luis Alfredo Torres murió el primer día de mayo del año 1992, mientras Santo Domingo era cubierta por las sombras y la lluvia (o el llanto del cielo conmovido), quedando así perdido para siempre en la noche.

 

Luis Reynaldo Pérez en Acento.com.do