Podemos considerar los palimpsestos como la tecnología povera de escritura que se impuso a partir del siglo VII d.n.e., en la época en que resultaba sumamente difícil  hacerse con un buen alijo de papiros nuevos debido, entre otras causas, a que el comercio del papiro debía hacerse desde Egipto, atravesando mares, montañas, valles, etc.

Por esa razón, entre los materiales que comenzaron a usarse como sustitutos del papiro en ese período en virtud de la escasez destacaban la vitela, o pergamino fabricado a partir de la piel de ovejas o de reses, y la piel humana. Y puesto que estos dos materiales se prestaban mejor a ser reciclados, poco a poco fue ganando adeptos entre escribas y escribanos la práctica de frotar con piedra pómez sus superficies escritas para luego escribir de nuevo sobre ellos.

Desde entonces, todo escritor de ficciones que conozca mínimamente su oficio apostará siempre más a la capacidad de olvido de sus lectores que a su memoria, pues sabe que sus cada vez más escasas posibilidades de éxito se juegan precisamente en esos instantes en que la memoria (o la razón) cede ante el influjo emotivo de las palabras.

De ese modo, si por mala suerte su texto fuese a caer bajo los ojos de algún memorioso, lo más probable es que este último termine indiferenciando su texto sin tomarse siquiera el trabajo de singularizarlo aunque sea un poquito mediante una lectura asnal. En cambio, si su lector es capaz de olvidar, sencillamente podría suceder cualquier cosa. Olvidar, por ejemplo, que un cuento es un cuento, un relato un relato, y una crónica una crónica…

No sonría todavía, ya que primero debe recordar que René Rodríguez Soriano fue un escritor que echaba suertes con las letras de la misma manera en que otros Rodríguez bateaban jonrones. Fue un escritor crónico, como diría Carpentier, pero en el sentido benedettiano (aunque de tendencia Croce), pues su ars poética nunca fue teórica (palabra que hoy parece designar al diablo de los diletantes), sino más bien pragmática: sus textos se explican a sí mismos de la misma manera en que una cerilla se explica por la llama que produce al ser frotada. Y punto.

Por esa razón, si tituló Crónicas crónicas aquel libro que publicó en 2019 bajo su sello editorial (Mediaisla), hay que ponerle ojo a ese título y tratar de contar cuántos rebotes da la piedra antes de hundirse en el mar. O si no…

Para ser crónica, a “Leer en el parque”, el primer texto del libro, por ejemplo, le sobran referencias literarias y buena parte de la hermosa guasa-guasa poética que lo teje. Al mismo tiempo, le faltan dos o tres latas de sudor (con o sin, en las axilas, una capa de Deportes o Sudorina), algo de chicle, cinco o seis tatuajes de la mano de Fátima y de otras cosas por el mismo estilo.

Entre una alusión y otra a Benedetti (y ya no Benedetto) y a Borges, este texto nos propone de manera velada una versión alternativa de la “Continuidad de los parques” de Julio Cortázar, un autor que, ciertamente, ni siquiera aparece mencionado aquí, puesto que se trata precisamente de otro de esos “olvidos” necesarios: Creo que no es justo leer en el parque, nos dice el narrador al final de este texto en primera persona, uno estorba a la gente que viene, en libertad, a disfrutar del aire libre, a descansar.

Se me ocurre que una manera de leer los textos que componen este libro podría consistir en tratar de identificar los nombres de aquellos autores (o lo que en este caso es casi lo mismo: los títulos de aquellos textos) que han sido estratégicamente borrados con la piedra pómez de la metaficción. Esto así porque, desde más de un punto de vista, la verdadera crónica que nuestro autor establece en esos textos es la de una lectura incesante.

Así lo demuestra el narrador del segundo texto del libro, titulado “Días de ira”, quien acumula “citas” (perdón por este palabro) una tras otra de manera casi er(ó/rá)tica. De hecho, tal parece que, en este texto, todo aquello que no es “cita” es solo pre-texto. Si es así, habría que invertir el esquema lógico, y considerar que prima aquí la intención de subordinar el relato a la referencia, afirmación esta última que, hace apenas treinta años, habría bastado para que el lector se planteara seriamente la continuidad de su lectura…

Distinto es el caso del tercer texto, titulado “Lo demás, el silencio”, ya que, aquí, la enunciación en primera persona del singular y los verbos conjugados en pretérito imperfecto intentan apoyar en los lectores la idea de que una crónica es una “narración histórica en que se sigue el orden consecutivo de los acontecimientos”, como dice doña RAE.

Y claro, como esto último también se puede decir de cierto tipo de relatos (realistas), la confusión se hace monja que enciende (sor prende). Nuevamente, pues, el escritor (ojo:  no hablo de la persona del autor, sino de la función textual cuya naturaleza solamente se puede entender llamando un poco al “diablo”, quiero decir, haciendo un poco de teoría, razón por la cual miro discretamente hacia otra parte) apela a la capacidad de olvido de su lector.

Lo olvidado en este caso es la diferencia entre el concepto hispánico de crónica y aquello que lo diferencia de la versión anglosajona del mismo concepto (chronicle: a historical account of events arranged in order of time usually without analysis or interpretation [Merriam-Webster]).

En efecto, quién sabe por qué caminos andarían hoy nuestros países hispánicos si los autores de aquellas crónicas crónicas (coloniales, quiero decir) se hubiesen tomado el trabajo de autocensurarse evitando incluir en sus textos “análisis o interpretación” de los hechos contados. Pero el caso es que lo que ocurrió fue justamente lo contrario: aquellas crónicas funcionaron como auténticos muros de Facebook o de Instagram, ya que todo el que vino a América dotado de cierta capacidad de escribir —lo cual, como se sabe, en ninguno de nuestros países fue el caso de una legión, ni siquiera de una minoría, sino de una élite— intentó contar lo suyo con mayor o menor fortuna analítica o interpretativa.

El cuarto texto es también un relato en el que el narrador asume la postura autobiográfica como modo de producción textual de efectos de real. Retendré aquí la frase con la que ese narrador en primera persona cierra el relato: El mal del tiempo es ese olvido que, entre estampidas, me hace olvidar cómo se olvida.

Porque en efecto, (y ahí está, ¡oh muerte!, tu aguijón): cualquier cosa que nos haga olvidar cómo se olvida constituye un remedo de la muerte. Digámoslo de una buena vez: el único olvido verdadero es la muerte. Es ella la que nos hace olvidar cómo se olvida. El otro nombre del falso olvido es la vida, ese palimpsesto. Olvidar cómo se olvida equivale a no volver a postular la existencia propia según el dualismo presencia/memoria. Perforar el himen de lo real equivale a romper la delgada membrana de miedos que separa los días entre sí. Sólo así la nostalgia podrá perder de golpe todo su poder de seducción y, con ella, buena parte de una literatura que pretende viajar al presente cómodamente instalada en el asiento de atrás, sin darse cuenta de que hace tiempo que ese vehículo se detuvo.

Y esto es precisamente lo que comienza a manifestarse en “Venturoso animal”, el quinto texto del índice, el cual es un híbrido de artículo periodístico y prosa de ensayo subjetivo que tiene por tema la felicidad humana, designada bajo los términos de un “insólito animal”. De hecho, buena parte de los demás textos que componen el índice se inscriben en esta vertiente textual incubada al calor de estos tiempos neoliberales que tanto detestan a las teorías que les recuerdan sus imposturas y sus reduccionismos.

Dicha vertiente nace de la insistente manía de pretender igualar a todos los textos olvidando sus especificidades respectivas, como si fuera posible pedirles a los espacios virtuales que sean más democráticos que las sociedades reales. Y no digo que un artículo periodístico no pueda ser considerado, llegado el caso, un texto literario. Lo que sí digo es que eso está muy lejos de constituir la situación en que se encuentran la mayoría de los textos periodísticos fruto del pragmatismo comunicativo contemporáneo. Pero claro, eso solo puede probarse llamando al “diablo”.

Por esa razón ni  siquiera lo intentaré aquí.