Fragmento del Capítulo I
(El anfitrión)
Es un frío viernes por la mañana, el pueblo yacía bajo la mordaz caricia de una brisa nevada, como si el invierno hubiera decidido apresurar su llegada y lanzarse con crueldad sobre el paisaje dormido. El antiguo reloj de péndulo, colgado con desdén en la pared de la mansión, había dejado de funcionar hacía mucho tiempo. Su único propósito en ese momento era el de ser un extravagante objeto decorativo, cubierto de telarañas momificadas que colgaban como testigos silenciosos de un tiempo olvidado. Por alguna razón desconocida, el sujeto observa el reloj con asombro y ansiedad. Se siente muy incómodo en esa lúgubre mansión que data del siglo XII.
Es el tercer mes del año 1915, las potencias del mundo están en conflicto debido a una sangrienta guerra que destroza las almas y los corazones de la humanidad. La silueta de un felino que pasa rápidamente por la sala contigua a la biblioteca de la mansión, donde está sentado el sujeto, llama su atención. Por un breve momento, sigue al animal con la mirada hasta que se pierde sigilosamente en las sombras de la antigua mansión. “Curioso animal”, piensa. De repente, se levanta del mueble y observa detenidamente la enorme colección de libros que se encuentran frente a él y que parecen llegar hasta el techo. Luego, su curiosidad es despertada por una voluminosa pintura con grandes pinceladas que ocultan alguna imagen importante.
Son figuras que no comprende; simplemente puede ver sombras de colores mezcladas en una especie de invención desconocida. Dedica algunos minutos tratando de descifrar el enigma de la pintura, hasta que finalmente se da por vencido.
—Puede que sea una pintura renacentista–, explicó una voz profunda de un hombre con cierta duda mientras se acercaba, haciendo gestos señoriales con la mano izquierda. Luego, miró detenidamente al hombre que lo observaba y agregó, dirigiendo su mirada hacia el gran marco que sostenía la pintura:
—Mi familia decía que era una simple ilustración sin ningún valor, pero no estoy seguro. Se ve tan original. Ha estado en la familia durante muchos años, y alrededor de ella se han llevado a cabo muchas discusiones sin importancia. Según la historia familiar, fue mi abuelo quien la trajo de un viaje que hizo a Suiza cuando era joven. Iba de un país a otro todo el año, pero no me creas. La teoría es un tanto difusa. Mi abuelo decía que una baronesa se la había obsequiado, pero luego decía otra cosa, lo que llevó a la familia a dudar de la credibilidad de la historia. Confieso que mi abuelo era un hombre bromista y cuando decía algo, trataba de confundir a todos con sus enredos de palabras. Nunca dijo la verdad sobre la pintura, y si en algún momento lo hizo, pasó como una mentira más para la familia. Hace varios años, traje a un especialista desde Francia para que la estudiara, pero no se llegó a ninguna conclusión. Al parecer, ni los expertos saben quién es el creador de esta obra o si es original. Quién sabe, seguramente estamos frente a una de las pinturas desconocidas de Miguel Ángel o de Rafael.
Agregó el recién llegado con un toque de carisma y continuó hablando con explicaciones detalladas.
—Aunque sé que no es así, porque de ser posible, estaríamos viendo una hermosa pintura con imágenes religiosas o algo parecido, y no esta extraña mezcla de pinceladas cavernosas. En este momento, me pregunto, ¿quién pintó esta extraña belleza? La cuestión es que desde hace años ha pertenecido a la familia, y por alguna razón que no llego a comprender, aún la conservo. No sé por qué lo hago, aunque confieso que me gusta. Así es, me gusta lo que refleja, lo que mi mente pretende ver en las pinceladas.
El recién llegado de alguna manera intenta dar una explicación detallada a su invitado, pero este último no muestra ningún interés en la historia de la pintura. Solo desea saber quién es este sujeto y por qué le habla con tanta confianza y familiaridad. Este comportamiento le produce incomodidad. Solo desea escuchar el nombre del sujeto y punto. “¿Por qué me tiene que interesar la historia de una estúpida pintura familiar?”, se pregunta para sí. No fue por la pintura que tomó la decisión de asistir a la invitación, o al menos eso cree. En realidad, desconoce por qué ha sido invitado y no tiene muy claro el motivo de su presencia. Se siente ansioso y enojado, y desea saber de una vez por todas cuál es el misterio que rodea la invitación y que lo tiene inmerso en un océano de conjeturas indescifrables y misteriosas.
Minuciosamente, sigue estudiando al recién llegado; en ocasiones, desvía la vista hacia la pintura para disfrazar el enojo que se refleja en su rostro. Luego, cuando parece que la explicación no llegará a su fin, toma la decisión de articular algunas palabras en reclamo, pero se contiene al darse cuenta de que el sujeto que habla llega a su posición con pasos pausados y lo mira fijamente con una vista vacía e inquietante. Este último aún sigue explicando detalladamente la historia de la pintura. El sujeto lo observa fijamente, tratando de descifrar quién es este elegante hombre que sostiene en su mano derecha un hermoso bastón decorado con oro y diamantes.
Tiene dudas, ya que no conoce personalmente a quien envió la carta. Conoce su oficio, pero no su descripción física. Sin embargo, por alguna razón, algo le dice que este hombre es quien lo ha invitado a la mansión. Su distinción varonil y su refinada figura lo demuestran; no cabe duda de que es el responsable de enviar la carta.
—Disculpe mi extraña intervención estimado señor. Mi nombre es Darwin Flaubert. Soy el propietario de esta mansión. Y a la vez la persona que le hizo la invitación para que viniese hoy hasta aquí. Seguramente está usted muy dudoso por la rareza con la que le hice llegar la carta el miércoles. Perdóneme por mi extraña manera de proceder.
El sujeto lo ve con asombro, luego extiende la mano derecha y dice:
—Es un placer. Mi nombre es…
—No es necesario que me lo digas —interrumpe rápidamente su anfitrión—, sé muy bien quién es usted, y es por ello que le he enviado a buscar. ¡Su reputación le precede satisfactoriamente, señor Boltimer!
El sujeto introduce con mucho asombro su mirada al recién llegado. Además, sabe que su anfitrión conoce su nombre, ya que lo había mencionado en la carta. Solo quiso hacer la presentación de su persona por cortesía y formalidad. Luego, como un rayo y con una mirada penetrante, estudia la mirada, los gestos, el habla y movimientos de su acompañante. Lo mira fijamente y dice con tono preciso:
—Disculpe mi crudeza, pero se puede saber: ¿qué desea de mí?
El sujeto se sorprende, no esperaba una pregunta tan directa. Para no demostrar su sorpresa, dice con cierta tranquilidad.
—Sí, por supuesto, amigo mío. Resulta que le he mandado a buscar porque necesito que me ayude a recuperar algo que he perdido; mejor dicho: que me han robado. Y como usted es el más calificado para este trabajo, confiaré en usted para que me ayude a descifrar este misterio.
Ambos sujetos platicaban en un salón rodeado de estanterías que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Los muros estaban tapizados con tomos envejecidos y polvorientos, como guardianes silenciosos de secretos ancestrales. A la izquierda, una escalera en caracol, con sus escalones de madera gastada, se elevaba misteriosamente hacia el segundo piso.
Al llegar al segundo nivel, una rústica pared sin color dividía el espacio en dos. Del otro lado, una extensión de la mansión esperaba, oculta a primera vista. Esta parte albergaba una biblioteca más pequeña, pero sus estantes estaban repletos de libros de incalculable valor. Tres aposentos elegantes, cada uno decorado con muebles antiguos y tapices exquisitos, ofrecían refugio a sus huéspedes. Los baños, con bañeras de garras y azulejos decorativos, emanaban una sensación de lujo antiguo. Una terraza secreta, rodeada de enredaderas, permitía la observación de los misteriosos jardines de la mansión y un pasillo amplio, decorado con pinturas impresionantes y flores frescas, conectaba estos espacios como un sendero hacia lo desconocido.
La escalera de caracol, que parecía oculta y misteriosa, conducía a la parte privada de la mansión. Aquí, se encontraban los aposentos del propietario, un ser enigmático y solitario. A diferencia de la parte utilizada a diario, esta se mantenía en penumbra, cubierta de polvo y en silencio. Un fuerte olor a cobre impregnaba el aire, como si fuera testigo de secretos inconfesables.
En la biblioteca del primer piso, un sofá de piel envejecida y un escritorio elegante dominaban el espacio. Velas ardían lentamente, iluminando tomos abiertos; un tintero y una pluma de escribir, listos para capturar pensamientos y meditaciones se podían ver aguardando reposo; era aquí donde el propietario se sumergía en un mundo de palabras, quizás tejiendo su propia intriga en medio de esta mansión llena de misterio y susurros del pasado.
Esta propiedad ha pasado de generación en generación por dicha familia, los Flaubert, de origen francés. Ahora, Darwin Flaubert hijo, es el propietario, un sujeto de uno cincuenta y tantos años, blanco, cabello rubio y hermoso, nariz fina, ojos azules y mirada inquisidora, con una estatura que podría decirse que es mediana. Su padre fue un importante médico que hizo grandes descubrimientos científicos en el campo de la medicina en Alemania (aunque de origen francés) y su madre: una importante mujer perteneciente a un linaje de familia relacionada con la realeza sueca.
Durante varios años, la majestuosa mansión se mantuvo en silente abandono. Tiempos atrás, un par de veces al año, los propietarios, una familia forastera, la visitaban con su pequeño hijo. Sin embargo, tras la triste partida de los padres, su heredero único, ahora adulto, dejó que la casa cayera en un estado de melancolía, ya que él emprendía su vida en Francia, cruelmente olvidando la morada de su infancia.
La mansión se erguía misteriosa en lo alto de una montaña, en un rincón frío y escarpado, casi todo el año. La temporada de calor se dignaba a aparecer solo durante unos meses, pero nunca lograba calentar completamente la tierra. En invierno, una manta de nieve cubría la montaña y los pueblos circundantes, transformando todo en un paisaje de hielo y misterio. Los días de lluvia también eran frecuentes, lo que hacía que los raros días soleados fueran un regalo que los lugareños esperaban con ansias. Cuando llegaban, la gente se aventuraba a salir con ropas ligeras, disfrutando de la serenidad que solo esos días podían brindar.
La gastronomía del lugar era una delicia en sí misma. El pescado, fresco y delicioso, era el plato principal de los habitantes, cocinado de innumerables formas, y acompañado de bocadillos exquisitos que deleitaban los paladares más exigentes. Pero el verdadero elixir de la vida en este rincón montañoso era el café, una bebida que se compartía en tertulias animadas y que ofrecía calidez y confort en medio de la fría belleza de aquel rincón del mundo.
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