Muchos estarán pensando  que he venido a hablar de una cultura propia de monstruos enemigos de nuestra identidad, y quizá sea así. Claro, de hacerlo tendría que remontarme a los tiempos en que el color no había alcanzado su plenitud, ni la música había logrado concitar el ritmo necesario para producir movimientos danzarios en los  seres humanos.

Muchos se preguntarán: Si no había color ni música, ¿por qué viajar tan lejos en el tiempo? Es una pregunta crucial, pero compleja, porque los monstruos, aunque nacieran con alguna anormalidad del orden natural, no siempre fueron monstruos. Pero ¿en qué momento se convirtieron en monstruos, al menos como pretendemos dejar establecido, es decir: seres guiados por la maldad, ávidos de sangre humana y recolectores insaciables de sudor en el oro?

¡Oro! ¡El oro!

El oro se hizo imprescindible en la cultura sumeria  (3000-2350 a. n. e.), considerada la primera civilización urbana de la humanidad; luego tendría estrecha relación con  los sectores de poder en Egipto y Grecia, quienes dieron muestras de ambiciones  tan desmedidas  que hoy nos asombran. Ya por entonces el látigo brillaba en el aire y se volvía cicatriz en el cuerpo del hombre, y el oro perdía su  nobleza para convertirse en una pieza al servicio del saqueo y el crimen.

Se nos dice que en el antiguo Egipto el oro fue pieza clave en el esplendor de esta cultura.

Se nos dice que en el antiguo Egipto el oro fue pieza clave en el esplendor de esta cultura, y que los depósitos de oro que había allí sirvieron para hacerse dueños del mundo. Pero ¿de qué cultura nos hablan? ¿Quiénes eran los que pretendían hacerse dueños del mundo? ¿La cultura arrastrada por los esclavos que trabajaban en las minas era la misma que la de reyes y emperadores, hacedores de abusos inimaginables y creadores de fantasías que todavía son vendidas como fuentes originarias del dominio imperial?

Recordemos que el oro se impuso como la misma carne del dios Ra,  la principal divinidad egipcia. De ahí que los faraones, descendientes directos de los dioses, fueran protegidos por este metal precioso. Sin embargo, los que morían en las minas eran cubiertos por grandes cantidades de polvo y nadie jamás recogería sus huesos.

Pero es así: la historia conocida es la que cuentan los enemigos de la anticultura, o sea, aquellos que expresan actitudes o comportamientos contrarios a la cultura verdadera, que tiene su basamento en el trabajo y en las más sanas y nobles aspiraciones de las masas oprimidas,  y es simple, humilde y pura, como decía Masanobu FuKuoka (1913-2008), agricultor, biólogo y filósofo japonés.

Desde que el oro trazó el camino de los imperios, las manifestaciones culturales de las clases oprimidas fueron descartadas. Los sectores dominantes de hoy se comportan de la misma manera: no se le reconoce al pueblo trabajador el estatus de intelectual ni de creador. Sin embargo, esos mismos sectores hacen uso de los falsos valores culturales, por lo general cargados de morbosidad y vulgaridad, que generan la pobreza material y espiritual, razón por la cual la humanidad está cada vez más alejada de lo que demanda la razón.

Lenin lo diría de otra manera: En cada cultura nacional existen, aunque no están desarrollados, elementos de cultura democrática y socialista, pues en cada nación hay una masa trabajadora y explotada, cuyas condiciones de vida engendran inevitablemente una ideología democrática y socialista. Pero en cada nación existe asimismo una cultura burguesa (y, además, en la mayoría de los casos, ultrarreaccionaria y clerical), y no simplemente en forma de «elementos», sino como cultura dominante.

Como somos dados a malinterpretar esta contradicción implícita en la idiosincrasia de los pueblos, hagámonos de cuenta, con la mera idea de aproximarnos a la verdad, de que fuimos selva y ya no lo somos; selva con ríos que reían y corrían libremente; los pájaros –de tantos era imposible contarlos– cantaban sin temor a morir.    En aquella selva que alguna vez fuimos, el oro se elevaba sobre la superficie ante la indiferencia de sus habitantes, y no había, ¡vaya sorpresa!, serpientes venenosas ni animales portadores de pólvora. La selva era rica en frutos de todos los sabores y tamaños, y era poblada por seres amorosos que jamás osaron apropiarse de los bienes creados por la naturaleza.

Esos seres eran como nosotros: tenían cabeza, tronco y extremidades, pero poseían una sensibilidad social colectiva que hoy no tenemos. Nada de aquello pulula en la órbita de nuestros sueños.

De haber seguido siendo lo que fuimos, no llevaríamos el fracaso social pintado en las uñas.

 

Haffe Serulle en Acento.com.do