La mirada perdida, sin fijarla en nadie ni nada que pasara a su lado, era su manera usual de caminar, sin interés, ni motivación alguna; el panorama para Mima tenía el mismo color, gris. Un día al despertar se incorporó rápidamente, y con ropa de cama atraviesa el patio trasero de su vieja casa, toma el camino que conduce al acantilado. Cabizbaja, con pasos lentos, llega justo al borde, se sienta con los pies colgando al vacío, levanta el rostro y mira hacia el horizonte, el tiempo transcurre sin que se percate, por sus mejillas comienzan a correr lágrimas, una tras otras, como manantial en ladera de colina; transcurren varias horas en la misma posición y, al tratar de levantarse, su pie derecho resbala y, por un momento siente que caerá al fondo del precipicio, pero atina aferrarse a una rama de pangola con agilidad.
Se arrastra alejándose, sin parar su llorar, la abraza una enorme tristeza que le impide ver lo colorida que resulta la vida, de pronto, siente que se acerca alguien por lo que gira levemente hacia su lado derecho de donde proviene el ruido; su mirada se encuentra con la débil figura de su pequeña hija que al despertar y no encontrarla en el lecho que comparten tomó el mismo rumbo que ella.
Se agacha para cubrirla con un fuerte abrazo, mientras piensa, si termino con mi sufrimiento, mi pequeña me extrañaría mucho. Duda por un momento, y finalmente decide intentar una vez acudir con un especialista para alejar la sombra que le impide distinguir los bellos colores de la vida.
Minerva González Germosén en Acento.com.do