La magia, la perdurabilidad y la trascendencia en el tiempo de las obras literarias clásicas tiene su explicación en la sabiduría y en las enseñanzas que encierran. De ahí que sean inagotables: que nos ayuden a vivir, nos induzcan a revisitarlas y a volver sobre sus páginas, como volvemos a los lugares que nos hicieron felices. También porque nos ayudan a comprender el mundo, la sociedad y a nosotros mismos. Asimismo, a iluminar el presente y a perfilar el horizonte del porvenir: a hacer conciencia de nuestra vida y de nuestra muerte. Por esa razón, un clásico es un libro que nunca terminamos de leer o de agotar sus sentidos. Además, que como lectores, cambiamos, crecemos, evolucionamos y maduramos con los años; y por tanto, al leer una obra clásica, en la infancia, esa experiencia de lectura, cambia con la adultez o con la vejez.  Cambian, pues, el libro, el autor y el lector, y también la época, la circunstancia, el medio y el contexto. Ya lo dijo Ítalo Calvino: un clásico es una obra sobre la que nunca podemos decir “lo leí”. Un texto clásico nos enseña a vivir y a morir, acaso por la sabiduría de sus enseñanzas y por sus lecciones morales, en el arte del vivir –o del morir. También nos da formas de mirar, ver, oír, y aun de soñar lo vivido o de vivir lo soñado. Los clásicos de la literatura nos iluminan y nos aclaran la visión: nos enseñan a ver más claro el presente y el futuro, y a comprender el pasado. Una obra clásica nos da clases (era lo que se enseñaba y aprendía en clases) sin maestros como intermediarios o agentes mediadores de lectura. Los clásicos antiguos y modernos conforman, en efecto, una genealogía, en el camino del aprendizaje no formal, en el autodidactismo, en una experiencia de lectura, en un diálogo con sus autores—o con los difuntos, como dice Quevedo en su memorable soneto: (“Retirado en la paz de estos desiertos,/ con pocos, pero doctos libros juntos,/vivo en conversación con los difuntos,/ i escucho con mis ojos a los muertos”). El saber enciclopédico de los libros clásicos, en resumen, nos proporciona la cultura verbal e intelectual, que nos ilumina la comprensión estética y racional del mundo.

Pienso en la sabiduría que contienen no tanto las obras filosóficas como las obras literarias; no así los tratados de filosofía sino las novelas, las epopeyas, los poemas o las piezas teatrales. Son impensables Occidente y Oriente sin las ideas que han forjado y sedimentado el pensamiento humano, al margen de la sabiduría que destilan, por ejemplo,  las obras literarias antiguas, medievales y modernas. La gravedad que sostienen tantas obras narrativas, dramáticas o poéticas, quizás, tiene su explicación en el sustrato metafísico, espiritual, filosófico o teológico que contienen. Desde los clásicos antiguos hasta los clásicos modernos, la literatura nos ha dado luces, hechizos, fantasías, entretenimiento, templanza, serenidad y fortaleza, más allá de los dones y virtudes, que nos aportan las obras filosóficas y científicas. Desde la Biblia (y sus libros proféticos), pasando por Platón y Homero, Cervantes y Shakespeare, Dante y Milton, Montaigne y Goethe, Camoes y Moliere, Dostoievski y Tolstoi, Nietzsche y Freud, Proust y Kafka, Melville y Emerson, Blake o Holderlin,  la historia de la sabiduría clásica ha sido el centro de gravedad del pensamiento Occidental.  Y, en gran medida, el tejido de ese saber y la estirpe de la cultura, en general, han estado impulsados por las imágenes y las ideas que contienen dichas creaciones literarias. También el motor –o dinamo– que mantiene encendida la llama de las ideas y el instrumento capaz de fundar mundos y crear catedrales de la imaginación. Estos escritores –a los que Harold Bloom llamada sapienciales- son los que han contribuido, con profundidad y sabiduría, a enriquecer la cultura occidental y a dignificar los ideales de civilización del mundo. Esa literatura sapiencial, hecha no solo de erudición sino de sabiduría –y cuyas imágenes e ideas no provienen del intelecto sino de la intuición–, es la que ha roto las coordenadas del tiempo, y por tanto, ha trascendido las generaciones de lectores. En efecto, esta sabiduría ancestral y moralizante reside, a mi juicio, en los diálogos novelescos, en las metáforas poéticas o épicas y en los dramas teatrales. Igualmente, en los aforismos y en los ensayos, no así en los tratados filosóficos, cuyas ideas tienen, a menudo, vocación ideológica: tienden al adoctrinamiento, a abarcarlo todo y a agotar las posibilidades de la comprensión humana; contrario al ensayo personal –en la tradición de Montaigne–, que apunta a no agotar el tema, sino a emitir un punto de vista sobre un tema, desde el yo autoral como materia, sin una investigación previa, y a partir de un acto de cavilación, meditación, reflexión, y aun de divagación, con lo que se inscribe como género literario, pues permite aunar a las ideas y al pensamiento, la poesía y el estilo.

También ese sustrato sapiencial –o de sabiduría– lo encontramos en la experiencia de lectura de textos sagrados, y de aquellas filosofías, doctrinas o corrientes espirituales que buscaron la verdad, la sabiduría, la eternidad o la felicidad terrenal o celeste, de Oriente y Occidente, tales como: la Biblia, el Corán, la Torá, el Talmud, los Upanishads, los Vedas, el Rig Veda, el Mahabharata, el Ramayama, el Bhagavad Gita, el I Ching, el Tao Te Ching, el Libro Egipcio de los Muertos, el Libro Tibetano de los Muertos, el Chilan Balan, el Popol Vuh, el Libro de Mormón, el Dhammapada, entre otros. Libros sagrados o profanos, antiguos y milenarios, que pertenecen a tendencias de la metafísica oriental u occidental, o a sectas, religiones, doctrinas, saberes o filosofías, entre las que se destacan: budismo, taoísmo, misticismo, sintoísmo, tantrismo, esoterismo, cábala, alquimia, astrología, hinduismo, jainismo, confucianismo, ocultismo, rosacruz, masonería, espiritismo, mazdeísmo, brahmanismo, yoga, entre otras. Y que tienen sus rituales, ceremonias y vías de reflexión, o que practican –como método de acceso al conocimiento para adquirir la autorrealización–, el autoconocimiento y la trascendencia, la meditación trascendental, los ejercicios espirituales y la concentración, para potenciar y fortalecer, sus energías psíquicas y mentales.

Al crear arquetipos, personajes, símbolos y mundos, Shakespeare y Cervantes, representan el culmen del Siglo de Oro español y la época isabelina, respectivamente. Creadores de enciclopedias del saber, leemos sus obras buscando la sabiduría, los conocimientos y la cultura letrada, que nos ayuden –mediante el impulso de la lectura como ritual– a conjurar la soledad y a disipar el tedio vitae. Leemos a los clásicos sapienciales porque tenemos la necesidad de ser más sabios, y acaso porque buscamos una vía de acceso a la inmortalidad, y porque anhelamos o perseguimos, siempre, la felicidad. O para encontrar respuestas a los enigmas de los asuntos humanos y del mundo real. Sus obras son sapienciales –o tienen carácter sapiencial– porque están henchidas de misterio, enigma, sabiduría y magia, y porque sus autores estaban, quizás, imbuidos de un espíritu trascendente. Asimismo, porque fueron maestros que postularon un mensaje de sabiduría; y antes que eruditos, fueron sabios de la imaginación y del entendimiento.  Es decir, visionarios, con miradas proféticas sobre el destino humano y el devenir del cosmos, del mundo sublunar y de la vida terrenal –llámense poetas, novelistas, dramaturgos, ensayistas, pensadores o aforistas.

Los autores clásicos lo son, en tanto han ejercido el don del cultivo de la escritura sapiencial en la cultura literaria. Los hombres, en todas las épocas, y en distintas sociedades, han sentido la necesidad, estética y espiritual, de buscar consolación ante sus desdichas: frente al sufrimiento, la aflicción, el abatimiento y las catástrofes personales, familiares y sociales. Así como de mitigar las angustias y las ansiedades, que provocan las enfermedades, el dolor, el envejecimiento y la muerte, propia y de sus semejantes. Y la experiencia de la lectura de estas obras, que han legado a las generaciones de los hombres, y cuya caducidad disipa su fatal trascendencia en el tiempo, nos lo revela. Nos aproximamos a las obras clásicas porque sabemos que contienen sabiduría, lecciones de vida y enciclopedismo, profundidad y revelaciones.  Es decir, encierran saberes no científicos, metabolizados o galvanizados no por la erudición sino por el ingenio, el talento o el genio.

Todos anhelamos y buscamos siempre ser sabios para enfrentar la muerte y la infelicidad, las adversidades y las desdichas. Igualmente, para encontrar la fortaleza y la templanza, en una tentativa por superar las contingencias existenciales. Los clásicos son obras literarias que nos hacen pensar y cavilar porque contienen sabiduría.  Y todos tenemos voluntad no de ignorancia sino de sabiduría, quizás porque nadie quiere ser ignorante, y acaso como una forma de buscar la plenitud, acceder al conocimiento y llenar un vacío existencial;  o una satisfacción intelectual y espiritual, como una manera de hallar la felicidad terrenal y prepararse para la muerte. O todos anhelamos vencer el miedo a la muerte, suprema búsqueda humana, y por eso el hombre inventa –o ha inventado–  religiones, y crea dioses, doctrinas y filosofías. Cicerón y Montaigne dijeron que filosofar es aprender a morir; Albert Camus dice, en El mito de Sísifo, que el único sentido de la vida es el suicidio, y que aprender filosofía consiste en prepararse para muerte.  “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio”, afirma Camus.

Estos autores sapienciales de la clasicidad nos guían en la oscuridad del mundo y de la vida: nos ayudan a combatir la espada de Damocles y a enfrentarnos a Némesis, con sabiduría, ideas, parábolas y metáforas. Por lo tanto, nos dan las armas y los instrumentos estéticos, filosóficos, éticos e intelectuales para mirar con claridad el mundo, caminar con pasos firmes por los senderos de la vida y comprender los signos del presente. La sabiduría lleva el nombre de Verdad (“La belleza es verdad, la verdad es belleza”, poetizó el romántico John Keats), pese a que el simbolista y poeta maldito Rimbaud “la sintió amarga y la injurió”. Quizás es lo que buscamos, pero, como se sabe, es imposible alcanzar el reino de la razón, a través de la sabiduría, pues es una experiencia individual, y por tanto, intransferible, a la que no tenemos acceso; o no encontramos las vías humanas posibles para alcanzar ese estado del ser. O acaso porque solo los dioses tienen acceso a la sabiduría o solo ellos son sabios y juegan al juego de la invisibilidad y del silencio. Sabemos que la sabiduría está en los libros clásicos, pero no la agotamos ni la alcanzamos ni la consumimos completamente. Son clásicos, justamente, porque son inagotables: contienen los manantiales del saber, representan un tesoro maravilloso y una fuente eterna de iluminación. La sabiduría laica, que emana del monoteísmo occidental, hereda la tradición de la esperanza y el optimismo;  de ahí que busca una reconciliación entre lo sagrado y lo profano, sin abandonar lo espiritual. “Leemos y reflexionamos porque tenemos hambre y sed de sabiduría”, dijo Harold Bloom. El enciclopedismo que destilan las grandes obras creadas por el ingenio humano, quizá sea un rasgo que las distinga y que les confiere carácter de perennidad y perdurabilidad.  Y que encarnen arquetipos, usos y símbolos del destino humano. O que representen aspectos consustanciales, connaturales, a la personalidad, lo que las hacen obras que trascienden las coordenadas del tiempo y los gustos generacionales y de época.

La literatura sapiencial –como su nombre lo indica–, la cultivaron los autores sabios, con la sabiduría que metabolizaron de las tradiciones espirituales, orales y metafísicas, que sedimentaron, a su vez, en enseñanzas y lecciones morales de vida. Y no toda obra literaria contiene sabiduría porque no todo escritor posee el germen de la sabiduría. Algunos alcanzan la erudición, y aun la cultura y el conocimiento académico, mas no así, la sabiduría, que solo logran los autores sapienciales, esos que estuvieron imbuidos del espíritu sagrado o profano, y que nos legaron textos para la vida y para la muerte. ¿Por qué solo hay textos sapienciales antiguos y medievales, y no modernos o contemporáneos? Quizás solo Kafka, en el siglo XX. Y acaso Pessoa. Y Borges, en la lengua de Cervantes y en el continente americano, y en algunos textos.

Los textos sapienciales poseen pues fuerza, potencia, magia, persuasión y seducción, y ese magnetismo es lo que los distingue y hace trascendentes. Tienen la sustancia que representan un sustrato mágico y una fuerza de atracción, que los hacen peculiares, canónicos y vitales. De ellos brota una sabiduría especial no solo de raíz bíblica, sagrada o platónica, sino práctica, y esencial para la vida. Los autores de los libros sapienciales no son, a mi modo de ver, escritores-filósofos sino escritores-sabios, que nos legaron obras, si no entretenidas, al menos, profundas, originales –o con búsqueda de originalidad– y con visos de perfección (y cuyo epígono contemporáneo, que mejor encarna y representa la noción del escritor-sabio, es Borges). Un rasgo de estos autores es la profecía. Es decir: sus obras tienen vocación profética. Sacralizan o desacralizan: se transfiguran en profanas o sagradas. Tienen sed profética y apetito de sabiduría.

La sabiduría del aforismo, el diálogo filosófico-platónico y los diálogos novelescos contienen ideas: representan la literatura sapiencial de los maestros de la clasicidad. Así pues, el fragmento o el aforismo, en los moralistas franceses de los siglos XVII y XVIII; Nietzsche, Pascal o Bacon; el ensayo personal en Montaigne; la sabiduría épica en Homero, Virgilio o Dante; la sabiduría dramática en los poetas trágicos griegos, o los poetas y sabios latinos (los estoicos);  la hondura psicológica en Proust, Tolstoi o Dostoievski; las parábolas irónicas en Kafka; la sabiduría esotérica en Pessoa; el saber parabólico en los profetas bíblicos; la sabiduría popular en Cervantes; la profundidad filosófica en Shakespeare; las lecciones morales en Emerson o el ensayo de ideas en Freud, conforman un corpus sensible, sapiencial e imaginativo, que los sitúan en el territorio o reino de una tribu de autores-pensadores sapienciales. Desde los primeros sabios orales, Sócrates, Buda o Cristo, y antes, desde los rapsodas y aedas de los que se nutrieron, y de cuyas fuentes sapienciales bebió Homero –el primer poeta occidental–, la historia del pensamiento mítico, que sedimentó la cultura humana, tiene sus deudas espirituales y filosóficas con estos sabios. Ya sea con sus ideas y metáforas en aforismos, fragmentos, poemas o ensayos; o a través de personajes, con sus diálogos  sapienciales, la historia de Oriente y Occidente, ha estado marcada, permeada y determinada, por las obras de estos maestros del arte literario y de la ficción.

Como una vertiente o género literario, la literatura sapiencial tiene un componente humanista y ecuménico. Sabiduría divina o sabiduría profana, la escritura de los sabios también posee, en ocasiones, un matiz doctrinario, de estirpe hermético y esotérico. Desde Paracelso, Maimónides, Ramón Llull, Leonardo, Swedenborg o Plinio el Viejo, la sabiduría de los antiguos, que nace desde los presocráticos, Homero y los poetas líricos y trágicos griegos y latinos, o el Sócrates de Platón, y el legado de estos autores-sabios, es imperecedero y enorme, y cuyas retóricas o ideas, prefiguraron el devenir del mundo clásico. Se transformaron, con sus prosas proféticas y sus versos sapienciales, en guardianes y publicistas de la sensibilidad y en jardineros de la imaginación. Poetas, sabios, pensadores o novelistas, todos, de algún modo, propugnaron por una educación sentimental y una moral del carácter. Es decir, por fundar un discurso sensible, no exento de sabiduría de vida. De ahí que, siempre que leemos un texto sapiencial, percibimos y sentimos los ecos moralizantes del espíritu humano. “Al investigar la naturaleza somos panteístas, al escribir poesía somos politeístas, en la moral somos monoteístas”, dijo Goethe (citado por Harold Bloom)

Como los estoicos, los autores sapienciales, le inyectaron sabiduría a sus obras, en las cuales hay una renuncia al deseo y a la ambición, por lo que alcanzaron la sabiduría, al lograr la inmunidad del deseo y la voluntad.  Lograron pues, a través de una moral de la renunciación y la abstinencia, reprimir la satisfacción de los deseos carnales y la concupiscencia para alcanzar la templanza y la beatitud. Herejes o cristianos, paganos o neopaganos, platónicos o neoplatónicos, los maestros de la sabiduría literaria, que configuraron los perfiles del mundo antiguo y moderno, también perduran, en sus profecías sapienciales, al representar, en la época actual, los antídotos y las vacunas contra las trivialidades, banalidades, estupideces y cursilerías de la nueva sensibilidad y de los gustos artísticos y literarios del presente.