Desde su aparición en la tierra, el hombre sintió la necesidad, casi como la de dormir, de cultivar jardines. La filosofía de la naturaleza estuvo, como se sabe, vinculada a la historia de la jardinería, y de ahí su rol en la historia de las ideas. En efecto, filosofía y jardín han estado hermanados, desde la escuela epicúrea del jardín, hasta las corrientes espirituales y las filosofías orientales de meditación trascendental. Por lo tanto, el jardín ha tenido un espacio central en la reflexión filosófica desde el mundo antiguo. De modo que la relación del hombre con la naturaleza es de raíz filosófica, en tanto el paisaje no es más que el jardín del pensamiento o de las ideas.
El hombre, en su búsqueda de felicidad terrena, encuentra en el jardín, el espacio ideal para concretizar su anhelo de sosiego y de paz. Se trata de un lugar edénico e idílico para buscar la salud espiritual. Ante la desdicha del mundo, contemplar las plantas y las flores, representa una experiencia lúdica y un acto de felicidad sensible, que nos crea la ilusión de un sueño, lejos de los avatares del destino y de las arideces de la vida cotidiana. Salta a la vista, en término de filosofía práctica, la influencia que ejerce la contemplación de la belleza de la naturaleza sobre la mente y la psique humanas, ya que activa los sentidos y serena la conciencia (hay quienes dicen que hasta cura los males del corazón). De ahí el vínculo entrañable entre la práctica del pensamiento y el cultivo de jardines. Así pues, pensamiento y jardín viven un maridaje de atracción y deseo, en el que este actúa como un espejo de aquel. El jardín es, en cierto modo, una metáfora del universo, un pequeño mundo, una representación del espacio real. Según Michel Foucault: “El jardín es la parcela más pequeña del mundo y es por otro lado la totalidad del mundo”.
El paisaje en estado natural se presenta en forma de jardín y adopta la belleza de la naturaleza. De modo que el paisaje adquiere un sentido estético: crea una sensibilidad por la cultura del jardín y el arte de la jardinería. Sentimos mucho más el poder de atracción del jardín, que la influencia que ejercen sobre nuestra sensibilidad las montañas, el mar, el desierto, los ríos o los lagos, acaso por el colorido y la exuberancia de las flores y las plantas. Sentimos más una sensación de temor al desierto o al mar que al jardín, quizás por la naturaleza tenebrosa y salvaje que aquellos representan. Los jardines son paisajes artificiales inventados por el hombre, por los paisajistas y ambientalistas, para integrarlos a los paisajes naturales, y crear así una armonía en el ornato del espacio urbano. Los jardines son, en suma, un estímulo al deseo de vivir el mundo, y también un espacio de escape de nuestras fantasías espirituales: representan una nostalgia del edén perdido y de los orígenes del mundo. Detrás del cultivo del jardín, subyace un temperamento espiritual y una voluntad de habitar un cosmos más vivible, de evocar el edén primordial, antes del pecado, cuando el hombre se fundió con la naturaleza. La idea del jardín está asociada al huerto. Las ideas deben irrigarse como las plantas del jardín para que se mantengan vivas y frescas. La imagen del Paraíso Perdido de Milton, representa la idea de que todo paraíso terrenal está perdido, pues solo el paraíso celeste es sagrado, y el telúrico, profano. Para el místico cristiano, Jakob Bohme: “El paraíso está todavía en la Tierra, pero los seres humanos ya no saben verlo”. El símbolo del paraíso se transfigura en una imagen de la utopía, y, por tanto, encierra una nostalgia. Todo jardín –como reza la tradición latina– representa un locus amoenus, es decir, un lugar o espacio amoroso, donde se funden el uno y lo diverso. En el fondo -y sin saberlo–, el hombre alcanza su estado del ser o su estado espiritual, o sea, su estado paradisiaco o de beatificación, al que los griegos llamaban ataraxia (o imperturbabilidad del alma), cuando llega a su autorrealización.
La historia del Occidente cristiano y el comienzo de la humanidad realmente se inicia –o nace– con la expulsión de Adán y Eva del Paraíso. Ahí nació además el pudor a la desnudez con el pecado original—y que Alberto Durero plasmó en una pintura alegórica. Fue ese el día en que el hombre se escapó de la naturaleza para entrar al mundo de la cultura
La búsqueda de armonía con el cosmos es consustancial al budista, al taoísta, al místico y a cualquier escuela de meditación trascendental o filosófica, a través del canto, el rezo o la meditación. Son escuelas del silencio y de comunión con el espíritu, de diálogo entre el cuerpo y el alma, la mente y el ser. Devienen en prácticas terapéuticas que persiguen “escuchar la energía ígnea del universo, la música del cielo”, como dice Mario Satz. En la tradición judeocristiana nos educan bajo el reino del miedo al infierno, pues encarna el pecado, la muerte, el dolor, la guerra y el hambre, contrario al paraíso, que simboliza la vida, la paz y la felicidad. Por la leyenda bíblica, sabemos que Adán (o Adán Kadmon, en la tradición cabalística) fue el Primer Hombre, pero, para los científicos, el “Segundo Adán” fue Linneo, el célebre naturalista sueco, quien clasificó el reino vegetal y el reino animal. Así pues, el mundo botánico y el mundo zoológico nace, crece, se reproduce y muere a la sombra del mundo vegetal, es decir, de las plantas, cuyas raíces brotan del corazón de la tierra, y cuya sombra cobija a los hombres y a los animales. De modo que, el paraíso entraña la imagen del mundo botánico, con su verdor y frescura, que semeja, con las nervaduras de las hojas y las raíces de los troncos, el sistema nervioso y circulatorio del hombre y de los animales. Acaso nuestro aparato circulatorio, compuesto por venas, arterias y tejidos, sea un reflejo o prolongación del sistema vegetal, y de ahí que los jardines, los bosques y los árboles nos aporten la sombra que nos aquietan, nos dan paz, reposo y sosiego. Nos relajan y, en cierto modo, nos perfuman.
El árbol siempre ha sido la representación de la vida, su reproducción y multiplicación, germen de lo viviente, y acaso de lo sagrado; de ahí que muchos pueblos, culturas y civilizaciones antiguos, lo veneren. En la encina, el tilo, la higuera, la palmera, el bambú, el ciprés, la amapola, el cedro, el pino o el ciruelo veían una imagen de lo sagrado, pueblos tales como: los hebreos, los griegos, los celtas, los germanos, los escandinavos, los árabes, los chinos, los japoneses o los hindúes.
“Toda teoría es gris, y verde el árbol de oro de la vida”, dice Goethe en el Fausto (cito de memoria). En la tradición bíblica, existen el Árbol de la Vida y el Árbol de la Muerte, que apuntan a una leyenda teológica que simboliza, a su vez, como se sabe, el Bien y el Mal: lo prohibido y lo legal, lo sagrado y lo profano. En cambio, en la tradición cabalística y del judaísmo esotérico, existe el “árbol sefirótico”, que simboliza el Árbol de la vida, el cual sirve para conocer las leyes del Universo –y que equivale al “Árbol de la vida” del Génesis bíblico. Es un símbolo cabalístico compuesto de diez esferas (o sefirot) y veintidós senderos, cada uno de los cuales encarna un estado que aproxima a la comprensión de Dios, es decir: es un mapa sobre la creación del mundo de la cosmología judeo-cabalística. En el texto Upanishads hay una leyenda acerca de un árbol cósmico (asvattha), cuyas raíces están sembradas en el cielo y cuyas hojas cuelgan en la tierra. Es una especie de Brahma o Ser Supremo que nace del mundo invisible. Para el mundo de la cábala zohárica, el Árbol de la Vida va de lo más elevado a lo más profundo, esto es, del cenit al nadir, pero siempre iluminado por el sol. Los budistas refieren que Buda predicó su primer sermón bajo el árbol llamado Bodhi (o higuera) en Sarnath, de cuyas raíces brotan la sabiduría, la generosidad y el amor. Se dice que se sentó durante semanas a meditar hasta alcanzar la iluminación espiritual (o satori, en el budismo zen), y se convirtió de Siddhartha Gautama en Buda. Cuenta el relato sagrado que fue tal su gratitud al árbol, que permaneció allí durante una semana más sin parpadear y con los ojos abiertos. Fue así como este árbol se convirtió en un lugar de peregrinación para sus seguidores y discípulos. Por su parte, el filósofo Filón de Alejandría, creía que ese Árbol de la Vida residía en el corazón de los hombres, mientras que Pascal decía que “el hombre es una caña pensante” (Cito de memoria).
En la arquitectura gótica plateresca, los arbotantes representan las raíces de un árbol que ocupa todo el techo de la nave interior. Todos sabemos que el arquitecto Gaudí, en la Sagrada familia, convirtió dicha catedral catalana en un árbol, con hojas, frutos y raíces. Aunque inconclusa –pues Gaudí murió en un accidente antes de su terminación—esta obra es una de las grandes maravillas de la arquitectura contemporánea, y un portento de imaginación y creación neogótica, en que se funden la naturaleza y el monumento, la materia y la vegetación, el arte y el espacio.
En nuestro cuerpo, el árbol bronquial del aparato respiratorio también es la representación de un árbol con sus venas, alvéolos, lóbulos y pulmones. Para Leonardo Da Vinci, hay una correspondencia entre la naturaleza y el cuerpo humano, entre los ríos y las venas, la sangre y el agua, como lo define en su Tratado de la pintura. Así que, como se ve, árbol, jardín, cuerpo y mente humanas configuran un hilo transversal, un diálogo simbólico en que hombre y naturaleza se funden y confunden.