El proceso de repartición del mundo, que ocupó a los imperios europeos durante el último cuarto del siglo XIX, no tuvo pausa con la entrada del siglo XX, aunque se advierte una diferencia importante entre esos tiempos. En el primer caso, primó la diplomacia cuando Europa se repartió África y puso la mira en ciertos puntos de Asia. En el segundo, prevaleció la fuerza sin límite ante la rivalidad por un nuevo reparto, por el control de la economía y del poder militar; junto a la presencia de un nuevo actor: los Estados Unidos de América. Ese escenario selló el estallido de la Primera y la Segunda guerras mundiales, para muchos, dos episodios de una obra que podría titularse: Disputa imperial. Más de diez millones de muertos en la Primera y seis veces más en la Segunda, sumados a los millones y millones de mutilados, heridos, huérfanos y desequilibrados emocionales convertidos en muertos en vida, fueron sus resultados más lamentables. ¿Devastadores, no?

El tiempo que separa ambas guerras se conoce como los años de entreguerras (1919-1939), caracterizados por la permanencia o entrada a una crisis de alcance mundial. Durante ese periodo, sin imaginar que lo sería en mayor dimensión luego de 1940, Europa era un retrato fiel de la desolación. Infraestructuras agrícolas e industriales, ciudades y campos, recursos patrimoniales de gran tradición, fueron destruidos total o parcialmente por el poder de fuego y las estrategias para entonces estrenadas. En ambos lados, vencidos y vencedores, las tensiones, la tristeza y la desesperanza, estampadas en el rostro de la gente común, pudieron más que todos los intentos fallidos por la reconstrucción y la recuperación. Meta que se planteaba en vano, pues la crisis seguía sin brida. Así lo mostraban la hiperinflación que afectó a Alemania entre 1921 y 1923, la gran depresión económica que provocó la crisis bursátil de 1929 en Estados Unidos y la Guerra Civil española (1936-1939), cuyo saldo político fue el ascenso al poder del general Francisco Franco, hasta su muerte en 1975. Su victoria contra los demócratas republicanos fortaleció a los gobiernos autoritarios en Europa, Japón y en América, donde, penosamente, Trujillo fue de  los peores ejemplos.