Enfrentarse al cine dominicano tiene algo de paredón: actores repetidos, diálogos previsibles, un hablarcito gazcuense-poligonal que se va repitiendo hasta cuando se representan las conquistas colombinas, y por suerte que todavía no hacemos películas sobre los taínos, aunque nadie sabe.

En medio de este andar con el corazón afuera, hay instantes en que el corazón ya puede volver a su justo lugar. Pienso en una directora impactante, única, que permite ya pensar en un cine con grandes intenciones: Victoria Linares Villegas.

Estamos ante encendidos de una nueva sensibilidad. Es una autora que apuesta por un decir personal, con una voz propia, a sabiendas de lo difícil que son los caminos de festivales, promociones, recepciones, proyecciones.

Luego de auspiciosos comienzos con dos cortos, Cállate niña” (2018) yMi madre me tiene rabia” (2019), en su largometraje “Lo que se hereda” sus indagaciones sobre el cuerpo y el ser asumen nuevas dimensiones.

Linares Villegas parte de su piel más íntima. Estamos ante el álbum familiar, en giros progresivos, territorializadores. El argumento engaña, por lo simple que puede parecer. Enfrentada a los registros visuales de su infancia, en el trayecto descubre al cineasta Oscar Torres de Soto, su cercanía familiar, lo difuso que es su imagen en el archivo dominicano, estableciendo con él una lectura paralela en torno a los sentidos y funciones de la memoria.

En este trabajo de deconstrucción, al fin tenemos en el cine dominicano una obra que ya supera esa obsesión nuestra por lo étnico, por el “color”, por “lo nacional”, ambos nuestras piedras de Sísifo particular.

Victoria se lee en sus videos de infancia y lee a Oscar en su dimensión caribeña.

De orígenes dominicanos, Oscar Torres de Soto nace en Cuba el 4 de noviembre de 1933, se cría en San Pedro de Macorís, participa en su más temprana juventud dentro de las corrientes opositoras a Trujillo. Primer crítico de cine, en las páginas de El Caribe, pasará por Italia en planes de estudio, será obligado a convertir la migración en exilio, debido a sus convicciones socialistas. Mientras tanto, dirigirá cine en Cuba, realizando en 1960 el corto “Tierra olvidada” y el largo “Realengo 18”. Morirá en Puerto Rico, en 1968, en medio de una desgarradora soledad.

La vida misma de Óscar Torres de Soto se va convirtiendo en un drama con ribetes trágicos debido a su condición homosexual. La voz en off de uno de los discursos homofóbicos de Fidel Castro nos recuerda la deriva de aquel discurso socialista, que comenzó siendo libertario y que al poco tiempo devendría en cercenador de lo más elemental del ser humano: su derecho a discernir en todo a su identidad sexual.

En esas dos aguas de “Lo que se hereda” entramos y salimos del Caribe, los cuerpos, la familia, las instituciones, el cine como refugio y laberinto, el cuerpo homoerótico como el campo de batalla.

Victoria Linares Villegas nos sabe conducir sabiamente por esas derivas que tan bien se acercan y potencia a lo que aprendió con Chantal Akerman. Combinando teatro, juego de roles, entrevistas, hasta animaciones, su tono ensayístico sabe desenvolverse mágicamente entre el diálogo y el monólogo. A la vez que inquiere y cuestiona, realiza un viaje hacia sí misma. Victoria y Oscar se montan en la Nave de los Locos de Sebastian Brandt. Gracias a su trabajo de timonel, Victoria nos conduce por estas aguas de la imaginación, el saber, la tierra firme de la historia y la voluble de los sueños. Sí, sí: estamos ante una película mágica, que auguraba enseñanzas, que logra esas enseñanzas, pero que nunca descuida esas minucias que componen el gran cine.  “Lo que se hereda” atrapa, te desorienta, porque siempre querrás más Victorias y Óscares particulares, sin darte cuenta que en ambos se irán levantando planos múltiples: los de un ser Caribeño reconocido en unos espacios históricos -Cuba, Santo Domingo, Puerto Rico-, pero que también te llevan a preguntarte por el sentido de la constancia en un ambiente donde al parecer todo se disuelve en el aire, como diría Marx.

Y así llegamos a una de las muchas preguntas que se van gestando en “Lo que se hereda”, pregunta que uno escoge como las cartas que le ofrece el mago. La mía: ¿por qué ese hábito del olvido? ¿Qué consistencia tuvo el álbum familiar? ¿Será la erosión de ese álbum muestra de lo frágil de nuestra condición ciudadana, personal? ¿Estamos ante el “olvido” como una de las características de “lo caribeño”? ¿Estaremos entrando a una nueva dimensión de eso que debería ser algarabía y es todo lo contrario? ¿Desaparecerá la familia tal como la conocemos ahora? ¿Se disminuirá la condición de mujer si en esta ya no existe un proyecto maternal?

Lo que podría ser un simple ejercicio de Eróstrato y de Narciso -el de permanecer en el recuerdo por cualquier medio-, en la mano de Victoria Linares Villegas se convierte en una reflexión distinta, trascendente: la facilidad con la que se pierden nuestras imágenes es demostración de la fragilidad del ser en estos ámbitos. Sin tener que apelar a grandes discusiones de estéticas post-kantianas, “Lo que se hereda” remueve las tradicionales paredes de la clase media exitosa, triunfante, casi opus-déica, sacramental, donde la condición lesbiana sería como razón para traer a todos los exorcistas posibles.

De una manera muy sutil, “Lo que se hereda” va saliendo osmótica y mágicamente de los diferentes espacios que crea. La película fluye. En su lado “Óscar”, realiza incluso todo un trabajo de orfebre y de arqueóloga: a través de la recomposición de uno de los cortos del dominicano para la televisión puertorriqueña, explora los márgenes de la violencia, con todo y lo curioso que sea trabajarlo como si fuera una obra familiar de fin de semana largo en Jarabacoa.

El discurso de “Lo que se hereda” entra y sale de la imagen y del pensamiento. Constituido en frases cortas, ingenuas a veces, pero lo suficientemente cortantes, como un aforismo de Lichtenberg, Victoria se adentra entre ruinas, convierte en actores a sus seres más cercanos, haciendo terapia de grupo y al mismo tiempo, desacralizando al mismísimo cine. En este trabajo de deconstrucción, al fin tenemos en el cine dominicano una obra que ya supera esa obsesión nuestra por lo étnico, por el “color”, por “lo nacional”, ambos nuestras piedras de Sísifo particular.

En este camino, Victoria se une a una sensibilidad que nos ve en un contexto histórico, específico, como lo es el del Caribe, pero sabiendo superar lo obvio que es el ubicarse en planos macros de la historia, los contextos. Pienso en “Hecho en Saturno” (2018), la novela de Rita Indiana, donde igualmente ese Caribe es táctil, visible, pero al mismo tiempo presentado mágicamente, sin doxas o moralejas, descarnado.

Libro abierto, capítulos encantadores, un saber y un sentir que no se dejan apabullar por lo “antropológico” o “lo social”, con “Lo que se hereda” estamos ante una de las mejores muestras de la mejor sensibilidad cinematográfica nacional. Con Victoria Linares Villegas ya podemos apostar por algunas respuestas y muchísimas preguntas, que son, a final de cuentas, el fundamento del buen arte de la imagen y el movimiento. ¡Salud!