Lo que se conoce como literatura, o el término literatura, no existía, sino a partir del siglo XVIII. Antes se decía Bellas Letras, o letras, a secas. En la antigüedad, dentro del sistema de las Bellas Artes, la literatura era representada por la poesía; también Aristóteles hizo lo propio, cuando clasificó los géneros literarios. En los años sesenta, del siglo pasado, Roland Barthes prefería decir textos o escritura, antes que usar el vocablo literatura. Más bien, optaba por referir el concepto de literatura, o lenguaje literario, a un mundo dentro del lenguaje, al que denominó logosfera. Como ideólogo del estructuralismo y del posestructuralismo, Barthes siempre habló de texto para no hablar de un concepto que veía gastado: el de obra. De modo que, en su horizonte crítico, y en su universo cultural, no existía la noción de género literario, sino de texto literario, pese a que existe desde la poética aristotélica.
Se nos enseña, en la escuela, a leer, mas no a escribir, y ahí radican, a mi juicio, las deficiencias y las inepcias escriturales de muchos usuarios de la lengua escrita. Si bien el escritor es admirado por su don autoral, por su talento individual, y por el uso especial que hace de la lengua, no menos cierto es que el auténtico héroe literario es el lector, pues lee a contratiempo, desinteresada y placenteramente, y venciendo las distracciones y los compromisos de la vida cotidiana. En tanto que la crítica literaria reside en la transmisión de una experiencia profesional de lectura, que se traduce, a su vez, en la búsqueda de otro lector, o en la creación de una comunidad de lectores.
La oralidad parió la escritura. El hombre escribió a imagen y semejanza de lo que escuchó y vio. Comunicó sentimientos y emociones, al trascender la voz, la conversación y el habla. Pese a descubrir la escritura, no toda la humanidad escribe y lee, ni es letrada, pero habla, canta y danza –en el pasado y en el presente. Toda la sabiduría, y toda la herencia intelectual occidental, nos viene dada, de dos sabios que, paradójicamente, no escribieron y que no fueron escritores ni autores: Sócrates y Jesús de Nazaret (el que habló con ideas y el predicó con parábolas; el moralizador y el evangelizador). Ninguno de los dos se asumió o se jactó de ser autor ni de publicar: signo de humidad, y acaso de suprema sabiduría. Sus destinos fueron ejemplares en la historia cultural del mundo occidental y en la tradición judeocristiana, como modelos de enseñanza, desprendimiento, humildad y convicción. Ni escribieron ni dictaron. Y sus palabras, que corresponden al lenguaje oral, sin embargo, no se las llevó el viento ni se perdieron en el olvido, sino que fueron rescatadas y reproducidas por sus discípulos y profetas (Platón o los profetas bíblicos). El método socrático y el método cristiano, que participaron de la oralidad, del código oral, no se limitaron al espacio privado sino que dieron un giro al espacio público, y al de otros interlocutores del futuro. Los diálogos de Platón dieron concreción y materialidad escrita a la mayéutica socrática, y las parábolas de Cristo, a las sagradas escrituras: desde las alegorías y analogías del pensamiento abstracto, mítico y poético a las intelecciones del pensamiento filosófico (de la oralidad a la textualidad). Lo oral entonces engendra –y engendró– un texto y este otro texto, y así sub specie aeternitatis. Si Sócrates y Jesucristo no escribieron, y no dejaron ningún legado escrito, es porque acaso aspiraron a la verdad no de la escritura, o de la lectura silenciosa o del monólogo, sino de la conversación y del diálogo. O porque la escritura los alejaba de los iletrados, que eran la mayoría. También porque creían que el intercambio oral y el diálogo vivo de las ideas, permiten el cuestionamiento, la escucha, el contraargumento y el debate del presente.
La escritura, metafóricamente, mata la memoria; la oralidad la alimenta. Y porque lo que está escrito no requiere de la memoria, sino de lo que está en el aire de la tradición oral. Una cultura oral apela a la “cultura del recuerdo”, como dijo Steiner. De ahí que, para aprendernos algo de memoria, la oralidad es más poderosa. Memorizar, recitar, orar, declamar y rezar poseen más fuerza mnemotécnica que escribir en silencio. La memoria, en efecto, sirve de instrumento de recuerdo, de ejercicio mental, de transmisión de la herencia, que habita en los mitos, las fábulas, los cantos y las leyendas orales, de los textos sagrados fundacionales, de la historia oral. De aquellas epopeyas milenarias, que se transmitieron de generación en generación, que narran acontecimientos maravillosos, mitológicos y legendarios, y que revelan el potencial de la memoria humana. Saber de memoria es como saber algo de corazón. Saber de corazón es una manera de tomar posesión, de apoderarse –o empoderarse– del contenido de ese saber. Es aprender a la vez con la mente y el alma: más allá de la memoria. Así, el texto aprendido de memoria, germina, en el interior de la conciencia, y raramente se olvida: se enriquece así el paisaje interior de la memoria, disipando el demonio del olvido. Madre de la inspiración y de las musas, la memoria, en la antigüedad clásica, fue el espejo de la imaginación estética. En cambio, curiosa y paradójicamente, la modernidad –o más aun, la contemporaneidad– desdeña la memoria. La educación aboga por la razón y la verdad, pero a expensa de odiar lo memorístico. Sin embargo, el saber de memoria –que es también un conocimiento del corazón—no es efímero: se sedimenta y permanece en la conciencia. Ese saber de memoria, por tanto, no está determinado por el imperativo de la temporalidad. Al contrario, trasciende lo temporal y se metaboliza en la imaginación y el sentimiento. “Puede decirse que todo lo que no aprendemos y no sepamos de memoria, dentro de los límites de nuestras facultades, siempre aproximadas, no lo amamos verdaderamente”, dice George Steiner. En efecto, lo que nos cuesta aprender de memoria, memorizar a golpe de reiteración y repetición, es imposible no amarlo, y lo que no se ama, se olvida: memoria y amor, pues, se atraen recíprocamente, se abrazan, se dan las gracias. Es la memoria del corazón. En ese sentido, el sabio escritor inglés, Robert Graves, habló de que “amar de corazón” aventaja a cualquier “amor al arte”. Aprender de corazón es así aprender de memoria, y los libros y la lectura vendrán a ser los depositarios de ese legado cultural, ancestral y mágico, del ritual transmisor del conocimiento humano.
Jesucristo, el Hijo del Hombre, también apeló, como se sabe, a la memoria de los hombres, y de sus discípulos, al borrar las palabras que escribió en la arena, según refiere San Juan, el evangelista. Creía entonces más en el poder de la memoria que en el de la escritura misma. Quiso, más bien, enseñar con la retórica de la conversación, antes que con la palabra escrita. Perteneció, salta a la vista, al mundo de la oralidad y a la prehistoria de la imprenta y del libro; por tanto, su doctrina tiene un sustrato basado en la acción, y cuyo evangelio se fundamenta en la escritura sagrada, y en parábolas ejemplarizantes, de mensajes dirigidos no a letrados sino a iletrados y a no lectores. De ahí que la esencia del mensaje cristiano se remonta a la tradición oral, a una cultura de la memoria: el rezo, la plegaria, la letanía, la oración, el canto y la invocación. In illo tempore, había pues un horror a lo escrito. Los ascetas, místicos, misioneros, evangelistas y predicadores, así como, más aun, los primeros cristianos o los cristianos primitivos, tenían terror a la escritura: practicaban, sobre todo, la meditación y la evangelización en el desierto, las plazas y los jardines.
Con la imprenta de Gutenberg, la Iglesia católica entra en pánico, pues la censura inquisitorial de los libros se le hizo más complicada y difícil; también la persecución, prohibición y destrucción de los libros heréticos, que consideraba inmorales o perniciosos para la fe. Estos textos conformaron, como se sabe, una lista –o Index librorum prohibitorum–, promulgada como libro, en el Concilio de Trento, por el papa Pio IV, el 24 de marzo de 1564. No es sino con el desarrollo de la burguesía y por tanto, con la masificación de la lectura, cuando esta actividad social adquiere auge y prestigio. Así nace la era del libro y la lectura hasta la era del internet, cuando empieza a tambalearse o a transformarse el largo reinado del libro físico o de papel. La edad de oro de la civilización del libro ha ejercido una hegemonía clásica, cuyo poder, en materia del conocimiento, ha marcado la cultura humana, como instrumento de aprendizaje y agente pedagógico.
La tecnología de la trasformación del libro era, en el pasado clásico, más lento y paulatino, pero en el siglo XX, inició un proceso vertiginoso de mutaciones y saltos cualitativos. Hay pues un pandemónium técnico y una babelizacion, que han hecho del conocimiento y del saber, dominios expansivos cada vez más inaprensibles. Los cambios y transformaciones de los procesos técnicos de la edición y diseño gráfico del libro han llegado hasta el paroxismo de la innovación y la creatividad. Estamos viviendo una época de transición, que no deja espacio a las certezas sino a las probabilidades y a las conjeturas. Oscilamos entre el paradójico retorno a la barbarie y al salvajismo o al salto cualitativo a la civilización: hacia un ideal utópico de civilización diferente, no por ello más progresista y humano. Siguen los enigmas y las formas del progreso, aun sin dilucidarse. La realidad se hace cada vez más contingente. El tiempo articula sus coartadas no determinísticas sino probabilísticas. El caos se vuelve orden o norma aleatoria, o mejor, transitoria. Los lectores nos sentimos saturados por el vértigo de la intensidad de las historias, por una miríada enceguecedora de tramas narrativas, y por una suerte de ficciones artificiosas, que no se corresponden con las leyes de la verosimilitud del relato literario. Ojalá que la sumersión en el mundo de la lectura no sea una forma de alienación y un factor de deshumanización, en el que el individuo lector se abstraiga de la realidad inmediata, concreta y cotidiana.
Durante el auge del romanticismo, en el siglo XIX, el saber libresco vivió una crisis, pues hizo un culto a la experiencia de la vida. De ahí que el poeta romántico inglés, Wordsworth, dijo que un bosque en primavera vale más que toda la erudición que hay en los libros. Este elogio de lo personal, de lo íntimo y del mundo de la naturaleza frente al mundo de la cultura fue un rasgo del espíritu, el temperamento y el pensamiento de los artistas y poetas románticos. “El hombre es un Dios cuando sueña y un mendigo cuando piensa”, dijo el poeta romántico alemán, Holderlin, con lo cual sobrestimó y sobredimensionó el papel del sueño en el hombre frente al lugar del pensamiento. Los románticos creían que los libros se interponían entre la vida y las cosas, y que interferían o impedían, la gracia y la magia que encarna y posee –o representa– la naturaleza, y que eran un obstáculo en la comunión entre el hombre y el medio ambiente. De ahí que preferían entregarse a la contemplación viva del mundo natural antes que al pensamiento abstracto; o refugiarse en el mundo mágico y fantástico del sueño, antes que en el mundo real. Optaban por sumergirse en el éxtasis estético, en la relación primaria y elemental con las cosas, lejos de caer en la tentación de lo ordinario y lo material. Sin embargo, otro poeta romántico alemán, Heine, dijo en 1821, la célebre y profética frase: “Donde hoy se queman libros, mañana se quemará a seres humanos”, lo cual fue una premonición del holocausto judío. Como se ve, la historia de la humanidad, a todo lo largo, ha visto arrojarse libros a la hoguera, donde no han escapado, a la bárbara impiedad, incunables, primeras ediciones, manuscritos y códices de valores incalculables e irrecuperables, víctimas de devastadores incendios, premeditados o no, intencionados o no, como la biblioteca de Alejandría o la de Sarajevo, por ejemplo. De modo pues, que el libro, si bien ha servido como patrimonio tangible, depositario de la cultura letrada, también ha sido víctima de ostracismos, rechazos, odios, resentimientos y censuras.