Para Mai Rhina y Pai Alfred

Rhina Espaillat.

  ¿A dónde vamos, mami? ─

Preguntó Rhinita y la pregunta permaneció en el aire unos segundos que parecieron muy largos.

─Todavía no lo sé, mi hija-─ dijo Dulce María. Y siguió caminando en la misma dirección, pero un poco más rápido.

A sus pocos años la pequeña intuía que algo ocurría en su entorno, pues la vistieron con ropa de domingo y apenas era martes. Le hicieron un moño recogido en el tope de la cabeza, a ella no le gustaba porque a su juicio parecía una cebolla y temía que las otras niñas se burlaran del peinado. Llevaba un vestido rosa que era una preciosura y los zapatos de charol rosados bien lustrados, daban testimonio de que estaba vestida para un viaje.

Homero las esperaría en algún lugar, pero a la madre ni siquiera había tenido tiempo para pensar en el encuentro con su esposo.  Amaban demasiado lo que abandonaban, pero todo se quedaba atrás. Las calles anchas con poco tránsito en la mañana, las vecinas curiosas comentando las noticias sociales en voz alta y susurrando los problemas políticos casi por señas, los amigos de infancia, las tías y los sobrinos, los ríos y los árboles, el parque con sus tardes dominicales, todo, absolutamente todo, arrancado de un manotazo, para dejarla sin pasado.

Los framboyanes a orilla de las calles de La Vega Real, atravesaban los últimos días de la primavera y las vainas negras comenzaban a desfigurar el rojo encendido de las flores, como si fuera un mensaje de la naturaleza avisando que lo peor estaba por venir.

Rhinita sonreía a los transeúntes desde la ventana del viejo autobús que la llevaba a la capital. Llevaba su inseparable cuaderno de notas, donde dibujaba cayenas o escribía palabras que al escucharla le parecían bellas por su sonido.

─-Quizás con el tiempo yo seré poeta─, se decía a sí misma. Ser costurera como su madre tenía cierta magia, pues ella transformaba pedazos de telas en un traje vistoso. Para Rhinita, ser poeta era más o menos lo mismo, unir pedazos de palabras para hacerle vestido a las emociones. Ella quería ver su nombre en las cubiertas de los libros y no como su mamá que apenas veía sus pequeñas puntadas en la ropa que confeccionaba. Durante el trayecto hacia la capital, Dulce acariciaba por momentos el pelo de la niña y con la mano que le quedaba libre, se enjugaba las lágrimas que habían empapado el pañuelo con sus iniciales.

─Vendrán días mejores, mi hija. Dijo la madre, pero Rhinita no entendió la expresión y seguía saludando a través del cristal. Dulce María tampoco estaba segura de lo que había dicho.

Casi una década atrás, al otro lado del mundo había ocurrido lo mismo. Como si el universo fuera una moneda con dos caras idénticas. David, como muchos otros emigrantes, lo había dejado todo para emprender un viaje sin retorno. Rumanía era un lugar hermoso para vivir, pero en sus calles la vida se acortaba demasiado pronto. La tarde que partieron, el mar parecía una postal reverdecida. El movimiento del oleaje anticipaba un viaje algo turbulento, pero la esperanza de una estancia tranquila, hacia olvidar los inconvenientes del viaje marítimo. Alfred nacería en Nueva York.   Su madre supo desde siempre que había nacido para ser artista. Miraba con una especial atención las formas de las cosas. Era dulce en extremo y muy callado, como si el artista que sería, estuviera en ebullición constante.

Los hilos del azar se entrecruzan inexplicablemente y nadie sabe cuáles dioses han decidido tirar los dados de la suerte del otro. La primera vez que Rhina reparó en los ojos penetrantes de Alfred, ambos asistían como invitados a la boda de amigos comunes.  Alfred la miraba y se bebía su risa, escuchaba sus palabras y se adormecía, imaginando cómo esculpir aquella armonía que Rhina le inspiraba. Pero la duda lo atormentaba:

─- ¿Qué pensará su padre de un emigrante descendiente de judíos? ─ se interrogaba a sí mismo, pero ya era tarde para amedrentarse.

La próxima vez que se encontraron la suerte estaba echada. Cuando Alfred miró a Rhina, todas las líneas del universo convergían en aquella mulata caribeña, de pelo ensortijado y sonrisa embrujadora. Desde todos los ángulos, ella era el mármol que provocaba en sus manos el deseo de las formas.  Cuando Rhina volvió a ver sus ojos, toda la poesía futura invadió su pensamiento, llenando de ritmo y de sonidos el asombro de todo lo posible. En secreto, como cuando era pequeña imaginaba los pedazos de palabras, que luego reuniría para darle forma al poema que nacía de aquel encuentro.

David, dejando a Rumanía para venir a América, nunca lo supo. Dulce María, subiendo al autobús para dejar la Vega, no se lo imaginaba. Pero a veces el universo desordena las piezas, remueve las aguas y enturbia los cauces, oscurece los días y rompe las compuertas. Entonces la magia se viste de milagro cotidiano y en la fragua de las sombras, aparece un amor invencible.