“Todo fluye, todo cambia, nada permanece” (Heráclito)

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“Porque el tiempo solo pasa: huye, es inaprensible, escapa al análisis y al pensamiento, y siempre perdura. ¿Cómo no habría de existir si resiste todo y nada le resiste? ¿Cómo no habría de existir, si contiene todo lo que existe? Ser es ser en el tiempo; así que el tiempo precisa ser” (André Comte-Sponville).

Destierros. Currículum Vitae (Premio de Poesía UCE, 2001)

El libro Destierros, publicado bajo el seudónimo de Currículum Vitae, de Fernando Cabrera, está dedicado por el poeta “al otro que ordinariamente somos…”. Esto ya está prefigurado en la portada y en la contraportada, pues ambas reproducen el rostro del autor en varias imágenes. El libro constituye un manojo de poemas autorreferenciales. A través de un conjunto de textos vinculados entre sí, como si se tratara de un solo poema, su autor recurre a lo que modernamente se conoce como otredad. Según Octavio Paz: “la otredad es ante todo percepción simultánea de que somos otros sin dejar de ser lo que somos y que, sin cesar de estar en donde estamos, nuestro verdadero ser está en otra parte. Somos otra parte” (Paz, 2003: 258…).

El título (Destierro) alude metafóricamente a la idea de un alejamiento del ser y de las aspiraciones de realización que le son propias. El trabajo con su absorbencia, nos va despojando de nuestra mayor riqueza: el tiempo, verdadero capital humano. Para quienes tenemos que dedicar nuestros días a ejercer una profesión u oficio, el tiempo realmente no nos pertenece. Lo enajenamos a cambio del pan que consumimos junto a nuestros familiares y de un estatus social que nos provee de un nivel de seguridad y reconocimiento frente a los demás. Y así, nos pasamos los días, las semanas, los meses y los años desgastándonos en quehaceres extenuantes, alejados de los ideales más caros a nuestro espíritu. Para el ser humano dotado de aspiraciones superiores, toda forma de distracción (y el trabajo lo es) nos aleja de aquello que anhelamos desde lo más profundo de nuestro ser.

La inalterable monotonía que implica toda forma de trabajo, destierra al hombre de los altos goces de la realización espiritual (visto aquí lo espiritual más desde un punto de vista estético que místico) para encerrarlo en un círculo incesante. Así, se va erigiendo una cerrada frontera entre la vida que aspiramos y la que finalmente alcanzamos a vivir.  A ese respecto, este pasaje del libro es bastante ilustrativo: “Cada minuto: verdugo fiero, / de ahí que el ser, aun cuando acuda absolutamente puntual, / siempre llega tarde, y sin remedios, / a sus encrucijadas vitales” (pág. 29).

El libro comienza con un breve texto al que podríamos denominar un mini-manifiesto en el que el autor reclama una práctica poética menos etérea, más centrada en las vivencias que derivan de las experiencias vitales. Dicho en sus propias palabras: “Poesía del ser y sus circunstancias, no importa si ínfimas o trascendentes. Poesía de inmediatez y cotidianidad; lo usual en lo abstracto y en lo palpable, en los centros y en los márgenes. Clásico, lo que en su oportunidad fue costumbre: el mundo de normalidades y anormalidades propias de un tiempo”. Y es, justamente, esa poética la que configura todo el libro Destierros. Poesía que acompaña al hombre en su devenir y en su contexto humano y social.

El contenido del poemario se encuadra en el marco temporal de un día en la vida del sujeto poético, que es representación del propio poeta. Semejante a lo que hace Borges en “Borges y yo”, en el que  asume una doble identidad: el ciudadano, que lleva una vida común a la de cualquier otro ser humano, cumpliendo con los rituales de cada día: despertar, levantarse, asearse, ir al trabajo, alimentarse… y el escritor, que vive sumido en sus quehaceres escriturales y siempre expuesto al escenario público… así, el sujeto poético –el autor de Destierros, en última instancia– aparece escindido en dos entes: el poeta y el otro, el ciudadano, el ente civil y doméstico que asume su cotidianidad hogareña y laboral un día cualquiera de su vida.

El libro integra textos e imágenes pictóricas del propio autor, que también cultiva esa rama de las Bellas Artes.

Los poemas están construidos sobre una coordenada temporal: todo gira en torno al paso del tiempo y el discurrir humano (encarnado en el sujeto que actúa en el poema y que, como apuntamos más arriba, es una proyección del propio autor, aunque no actuando en función de bardo, sino de un sujeto que ejerce una jornada laboral, un homo laborans).

A modo de introducción aparece un brevísimo texto en prosa (de apenas diez líneas), que está insertado en las primeras páginas, antes de iniciarse la numeración correspondiente. Empieza con la frase: “El tiempo es látigo, utopía”. La lectura de esa frase empuja al lector directamente hacia la perplejidad. Cierto, el tiempo es látigo, como tirano implacable nos azota segundo a segundo, nos arrea como rebaño hasta conducirnos al destino último, que es el fin de esa gran aventura que es la vida. ¿Pero es al mismo tiempo utopía? La utopía es una aspiración de perfección humana y social de imposible realización, y está vinculada al tiempo, que es algo inaprensible, que no vemos ni sentimos cuando pasa, pero cuyos inexorables efectos percibimos a través de los objetos y circunstancias cambiantes. Lo palpamos en nuestra corporalidad, aunque no podamos verlo por no ser un ente materializado.

Toda utopía es una aspiración en el tiempo. Es un futuro que se pretende alcanzar, pero que nunca llega a materializarse. Nos movemos con nuestras aspiraciones hacia un punto determinado, y ese desplazamiento implica un punto de partida y un punto de llegada (o una proyección hacia un punto determinado).

Dice el poeta que “Tras su aciago toque de rey Midas, el ser metamorfosea en arenas”. Qué hermosa manera de expresar el efecto del tiempo sobre el ser. Y aquí la arena, que es desprendimiento de roca (producto del efecto del tiempo sobre los objetos), se convierte en símbolo de la muerte. Por supuesto, hay que matizar esta afirmación, agregando que se desintegran los cuerpos y se reducen a partículas, pero no mueren, pues la materia no tiene fin, sino que se transforma. Es lo que el poeta desea precisar al señalar que esas arenas son “silíceas pizcas de eternidad”. En esas arenas están cifradas las diversas experiencias humanas: “el infinito peso de la sensibilidad arrastrada, las ilusiones frustradas en el germen de amores, humores y equipajes, olvidados adrede en el último hálito de vida”.

Aunque no está en los propósitos de este trabajo el análisis del aspecto iconográfico del libro que inspira estas páginas, no quiero soslayar una imagen muy sugerente en la que el personaje aparece enmarcado dentro de la esfera de un reloj, con grandes números romanos detrás y un calendario a su derecha. Los brazos extendidos, las piernas separadas, la vestimenta desarreglada y sucia, y la boca abierta en toda su extensión, simulando un grito que recuerda el famoso cuadro de Edvard Munch titulado, precisamente, “El grito”. Todo el cuerpo parece impactado por una emoción y una tensión dominantes. Es el grito angustiado del hombre moderno, víctima del tiempo, ese verdugo de toda vida, que no se demora, ni cede, ni retrocede.

Golpeo incesante del tiempo

Fernando Cabrera.

El primer trozo del poema aborda el despertar, que coincide con el inicio del día, pues es a partir de ese momento cuando el personaje adquiere conciencia y empieza a hacerse cargo de la realidad. Una realidad que invade sus espacios vitales y de la que no puede evadirse, así como tampoco posesionarse de ella. En los primeros atisbos de realidad que percibe la conciencia recién salida del letargo del sueño el sujeto percibe la hostilidad del propio lecho y expresa desoladamente la enajenación del mundo que le rodea, del que no le pertenece “ni la imagen pura del cisne posado sobre las aguas del más íntimo sueño”. Es decir, el mundo es percibido como algo ajeno y angustiante.

La primera noción de tiempo en el poema inicia con la imagen del reloj, en cuyo centro aparece reproducida la onomatopeya que imita el sonido de una alarma: ¡¡¡Rrriiinnnggg!!! El texto que acompaña a la imagen dice: “Despertar… / reasumir la aridez del metro cuadrado cotidiano, / las fronteras del escenario hostil / donde ni la imagen pura del cisne posado / sobre las aguas del más íntimo sueño, / nos pertenece…” (pág. 15). Evidentemente, está hablando del reducido espacio del dormitorio. Este espacio es presentado con términos bastante negativos. Por un lado, está el sustantivo aridez, que remite a la noción de desierto o terreno improductivo, y por otro lado está el adjetivo hostil, aplicado igualmente al lugar de descanso. Asimismo, el verbo reasumir presupone la idea de repetición. Esa repetición es el día en el que el sujeto del poema repetirá acciones idénticas a las de otros días. En este caso, se trata de la vuelta a la faena laboral, el forzoso regreso a la monotonía y al desasosiego implícito.

El siguiente trozo del poema, precedido por la imagen del reloj, retoma el momento inmediatamente después del sonido de la alarma. Aquí la figura del reloj contiene la inscripción onomatopéyica: “¡Tic, tac, tic, tac…!”. Es el inicio del estado de vigilia propiamente dicho: la reasunción del día, con los preparativos rutinarios. Y el texto que lo acompaña insiste en la idea de rutina, hastío y vacío.

El cómputo del tiempo inicia a las siete y ocho minutos con cuatro segundos. Es el momento de la ducha mañanera. Los minutos que siguen están dedicados al ritual de acomodamiento de la vestimenta. Sobresale el anudamiento de la corbata, a la que el sujeto metaforiza en una culebra que se anuda al cuello. De esos versos me llama mucho la atención este breve fragmento, que viene a cuento por el citado amarre de la corbata: “… sobre la cáscara frágil de mi nuez de Adán; / fruto del pecado poseo una garganta / condenada a frívola etiqueta, / un cuello indefectiblemente social” (pág.21). Es una alusión al mito bíblico del castigo impuesto por la divinidad a la primera pareja del jardín celestial por haber desobedecido a las prescripciones célicas: “Del sudor de tu frente vivirás”. Vista así, la corbata adquiere una connotación muy negativa: es parte de un conjunto de convenciones sociales. Ella ostenta una “turbia certidumbre de poder” que le basta para posesionarse del “ser y géneros adoloridos” del sujeto (el homo laborans, aquel que con franqueza nos dice: “por inercia, no pasión / acudo a la ineludible cita”, pág.23). Esa “ineludible cita” es la del trabajo.

A partir de ese inicio laboral tan poco auspicioso, o, mejor dicho, tan opresivo y forzoso, las siguientes horas estarán marcadas por una visión sombría. La monotonía, que hace que todo lo que acontece sea una invariable reproducción de realidades ya vividas. De ahí que “el día –lunes, miércoles… ¿qué más da?– /yace refractado entre briznas de agrio rocío” (pág. 22) sólo sea diferente en el nombre que lo designa y en lugar que ocupa dentro de la semana. El poeta lo designa como un “día para la escoria y su asfixiante espiral / para consagrarse al caos aceptado por todos” (Idem). Y entonces, la consecuencia no puede ser otra que una profunda sensación de hastío: “Cuán sano resulta palpar el día desde un bostezo…” (pág.22).

Como ya señalamos más arriba, el poemario presenta una cronometría del proceso que va desde el despertar hasta el final de la jornada laboral, pasando por diferentes estadios: la preparación previa a la salida de la casa (aseo, vestimenta, recogida de documentos e instrumentos propios del oficio), el recorrido hasta llegar al trabajo y la permanencia en el espacio laboral hasta el momento de la salida, al caer de la tarde. La inminencia de la noche da fin a la faena y cierra el ciclo hasta el día siguiente. El poema sólo se ocupa de un día, pero este es el resumen, la muestra del círculo en que se desenvuelve la rutina de trabajo del sujeto del poema.

Algunos de los momentos, enmarcados por el reloj que precede a cada poema:

07:08:04: – 7:45:03: ducha, vestimenta y otros arreglos;

7:51:09 Salida hacia el trabajo, maletín en mano: “Hombre de maletín y gafas / pisa distraído la cotidianidad” (pág. 25). Esta parte se complementa con la que sigue y que trata sobre el desplazamiento en auto. Esto sucede a las 07: 53:17. Cada uno de los componentes de la realidad que va registrando la conciencia del actante adquiere un tinte de desagrado. Por ejemplo, la luz del día que comienza él la recibe como un golpe contra su somnolencia; también la demora en el semáforo.

A propósito, dos elementos procuran mi atención en este fragmento del poema: uno de carácter mitológico y otro que podríamos adscribir al más desasosegante realismo. Precisamente, esa conjunción de referencias clásicas, por un lado, y realistas por el otro, emblematizan dos aspectos complementarios de la vida y del arte, pues los humanos nos movemos entre el presente y el pasado y entre fantasías y realidades, entre el mito y la historia. Lo primero es la referencia griega en estos versos: “Apolo, pícaro por costumbre, / guía impetuosamente la incandescencia / de su carruaje dorado, / y de sus unicornios de alas amaestradas / sobre intimidades desnudas” (pág. 27). Es una descripción alegórica de la salida del sol, pues el dios Apolo también era conocido como Febo, o dios resplandeciente, asociado a la divinidad solar. A este importante dios también se le identificaba con el nombre de Helio, que es la personificación (o quizás sería más propio decir la deificación) del sol. El yo poético se dirige a su trabajo en ese momento en que el sol inunda con su luz las primeras horas del día.

El segundo fragmento, que está a continuación del anterior, es una referencia a una legión de individuos diseminados en todos los semáforos de la ciudad, dedicados a limpiar los cristales de los vehículos y a vender accesorios de todo tipo, aprovechando la parada forzosa de los conductores: “… en tanto, infantes traviesos colonizan el horizonte, / aseando, por miseria, la viscosa transparencia / a través de la cual rumia mi desgano el semáforo” (pág. 27).  El referente real es sórdido, pero la capacidad del lenguaje de poetizar la realidad lo matiza agradablemente.

En la página 28, cuando el reloj marca la 07:55:28, continúa el recorrido hacia su lugar de trabajo. Todo el fragmento correspondiente a ese momento específico constituye una desengañada expresión de amargura que desemboca en unas ansias de evasión: “el paisaje citadino, por trivial, inspira destierro / Sahara para el viandante la sonrisa que intento, / sólo flor de pétalos marchitos; las llamas de mi hondo incendio / han transformado toda mi delicadeza / en triste y amargo rictus” (pág. 28).

Ya en proceso de trabajo, en la marca horaria 08:06:50 (pág. 34), el yo lírico critica el comportamiento de las masas, a las que califica de muchedumbre sin identidad (“uniformidad de uso e intenciones”); sin embargo, bien sabe el sujeto poético que él mismo no es distinto a los otros que cohabitan a su alrededor: “mi Yo semejante a tu Yo, cuán semejante a cualquiera”). En esa parte del poema, aparece una censura el consumismo (“copiado instantáneo de accesorio de modas”). Asimismo, critica el egocentrismo reinante: cada habitante de la ciudad vive de poses, compitiendo con sus semejantes, desvinculado de toda aspiración de regeneración colectiva: “egos en competencia maldita, / más tendiendo a la pose que al esfuerzo real por las utopías”. La ciudad es, pues, un espacio inhóspito, escenario de simulaciones y aspiraciones mezquinas, centradas en los intereses particulares de cada uno. El conglomerado al que se refiere el poeta es “una Babel crecida en fango”.

Afortunadamente, sorprende que después de haber trazado un perfil tan negativo de la ciudad que sirve de marco al poemario, en el minuto 08:07:13 (pág.37) nos encontramos con un poema de corte optimista y esperanzador. Un texto que invita a indagar en aquellas cosas que unen a los seres humanos, punto de arranque de todo proyecto que propenda a la consecución del bien común: “somos eslabones semejantes. / Lo que les pasa también me pasa”. El poeta invita a que “dejemos fluir, alguna vez, al niño travieso”. Y lo más importante es el cierre, que a pesar del tono dubitativo abre un espacio de esperanza: “¡Mírenme, mírense… Tal vez no sea tarde, / tal vez aún no estemos perdidos!”.

En la página 43, minuto 08:45:23 el poeta retoma la idea del doble, que otra vez nos recuerda el célebre poema de Borges, ya citado “Borges y yo”: “Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario bibliográfico”. En idéntica situación, el autor de Destierro asume esta dualidad que sitúa, de un lado, al artista y hombre de letras, interesado en cuestiones de orden estético o metafísico, a menudo relegado a un segundo plano frente a su otro yo: el ciudadano común, que acude diariamente a ejercer su oficio, que compra y paga facturas, que está condenado a llevar una vida ordinaria para poder mantener a salvo su subsistencia y la de los suyos: “Resígnome a mi otro: el jornalero, / el pueril, el egoísta /; asumo su papel, su ventanal, / su computadora y el escenario dispuesto”.

Otro poema, complementario del anterior, y que aparece a continuación (pág.45) es el que figura en el minuto: 08:56:09. Aquí también el yo aparece bifurcado, mediante el recurso de desdoblamiento. Uno de los yoes, el que podríamos denominar el yo estético-espiritual reclama al yo ciudadano, el homo laborans, por lo que implica el desperdicio del tiempo en acciones rutinarias e intrascendentes: “… ni yo te reconozco ni acepto, / por cada temblor de eternidad perdida, / por cada cabriola de niño ignorada, / por cada cuenta asentada, /… por cada transacción mercurial, … por haber relegado la vida”.

En el minuto 09:17:03, pág.47) hay un brevísimo texto cuyo simbolismo plantea la degradación sufrida durante el periplo que va desde el nacimiento hasta la adultez: “Primero flor inmaculada, / luego, flor profanada por siglos; hoy, Esperanza, apenas dolorosa / en mi interior vegeta”. En el primer verso, la flor inmaculada representa la inocencia infantil; en el segundo, la juventud, adulterada de pasiones y envuelta en las desgastantes ocupaciones del diario vivir; éstas absorben las mayores energías y embotan la sensibilidad del espíritu. Los dos últimos versos hablan de una Esperanza (que por aparecer con inicial mayúscula sugiere la idea de un ideal trascendente, y, como se trata de un poeta, pudiéramos asociar a la creación estética). Pero esa Esperanza, que se presenta como una vía de redención espiritual, es algo “apenas doloroso”; algo que “apenas” duele porque “apenas” está viva. El último verso lo establece claramente: se trata de una realidad que vegeta en el interior del sujeto poético. El verbo vegetar dentro de ese contexto subraya la inconsistencia de tal esperanza.

Particularmente interesante es también el fragmento del minuto 09:31:00 (pág. 48): en el que el yo lírico evoca “la Atlántida”. Esta referencia nos remite al famoso mito recogido por el filósofo Platón en sus diálogos Timeo y Critias. Según el mito, la Atlántida fue una isla-continente donde se desarrolló una gran civilización. Esta llegó a su final cuando el territorio se hundió. “Condenado por extraviar la Atlántida / en laberintos de chaquetas; / degenerado a dimensiones estrechamente humanas”. ¿Qué significará la Atlántida dentro del contexto? La relación con la filosofía platónica y la evocación de la cultura griega, eternos referentes de las sociedades posteriores, conecta con los grandes ideales humanistas, paradigmas que poco a poco han ido sucumbiendo ante los embates de consumismo y la banalidad de nuestro tiempo.

Ya bien avanzada la jornada, cuando el reloj marca la 16:58:33 (pág. 86), el sujeto poético expresa lo que podríamos considerar su voluntad última. Y al pensar en el momento culminante de su vida manifiesta cómo le gustaría que lo recordaran: “Agotado cada destierro / preferiría evaluaran el fondo y no la forma, / el pensamiento y no la pericia / … Preferiría, en fin, que adornaran mi epitafio, / y como corolario, / en lugar de eficiente, / me llamaran persona”. Bien lo sabemos: en nuestra época, donde todo ordenamiento moral ha sido seriamente trastocado, importa más el parecer que el ser; lo superficial aparente que lo profundo real; la sumisión a un orden prestablecido (sumisión, que puede aparecer disfrazada de eficiencia) que el ceñimiento a valores que contribuyan a enaltecer la condición humana. Nuestro autor quiere dejar claramente establecida su opción por lo real y auténtico, y su rechazo a lo aparente o lo estrictamente convencional.

Llegado a este punto del contenido del poemario (que quizás, por lo unitario de su propuesta y por la escasa delimitación temática y espacial, sería más apropiado decir poema), es difícil no colegir que la jornada laboral es una representación simbólica de la vida. De ahí que este deseo (citado en el párrafo anterior) aparezca cuando el reloj está a punto de marcar las 5:00 de la tarde, y ya sólo resta una hora para que concluya la labor del día. Partiendo de esta interpretación, adquieren un sentido pleno (o al menos eso nos parece) los tres versos finales del poema enmarcado dentro del lapso: 17:02:00 (pág. 88) “El smog gravita sobre el panorama cual piel, / al languidecer la tarde en esta latitud senil / donde lo normal es vivir sin esperanzas”. Una representación de los días en que la vida declina, bajo el peso opresivo de los años. Concluye la jornada laboral como representación del término de la vida.

El último poema, a las 18:00:02 (pág. 100), inicia con una invocación a la noche: “Noche, / bestia mineral, sórdida, extensa…”). El texto culmina con el yo lírico pidiendo a la noche que diluya en él “todo indicio de conciencia”. Es una aspiración a la aniquilación total y absoluta una vez consumada la exhalación del último aliento. Pero, ¿por qué esta invocación a la noche en el último de los poemas? ¿Por qué la relacionamos con el fin de la vida? Bien sabemos que el dualismo día-noche representan simbólicamente la dicotomía vida-muerte. El día se relaciona con la actividad física, el esfuerzo y la claridad; la noche con la oscuridad, el descanso y el sueño. A este respecto, Juan-Eduardo Cirlot (1992: 311), al referirse a la muerte afirma que “la mitología griega la hacía hija de la noche y hermana del sueño”. No parece, entonces, casual que en los últimos versos del poema, cuando la jornada ha concluido, el sujeto poético apele a la noche. A propósito, hay un brevísimo poema de Octavio Paz, titulado “Hermandad”, que hace uso del símbolo de la noche como referente de la muerte y la eternidad. El poema en cuestión inicia con estos dos versos: “Soy hombre: duro poco / y es enorme la noche”.

Pequeños guiños intertextuales

El libro contiene algunas referencias intertextuales que en un principio me propuse rastrear, pero que luego casi desestimé para no hacer más largo este escrito. No obstante, me referiré, someramente, a algunos de los textos que aparecen citados de manera explícita o algo velada.

El libro inicia con tres epígrafes, en los cuales se reproducen pasajes del “Génesis” bíblico, del “Ulises” de James Joyce, y del poema “La elección”, de William B. Yeats.

El primero está centrado en el trabajo: “Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado”. Recordemos que esta disposición divina deriva del enojo de Dios porque las dos primeras creaturas del Edén desobedecieron sus prescripciones. El trabajo es, entonces, el resultado de un castigo divino.

El segundo, contiene una cita del Ulises, de James Joyce: “Arrojo de mí esta sombra finita, ineluctable forma de hombre, la llamo para que vuelva a mí. Sin fin, ¿sería mía, forma de mi forma?”, que alude a la idea del doble, aspecto coyuntural en el libro del que nos ocupamos.

El tercero corresponde a un fragmento del poema “La elección” de William B. Yeats, y también se refiere al trabajo. El epígrafe entronca perfectamente con el sentido del libro, pues muestra la disyuntiva ante la que suele verse el artista o el pensador, a menudo teniendo que optar por ocupaciones totalmente ajenas a sus intereses intelectuales o espirituales, como hemos visto en los comentarios de algunos de los poemas que integran Destierros. La estrofa en cuestión es esta:

 

El intelecto del hombre está obligado a elegir

la perfección de la vida o la del trabajo,

y si toma la segunda debe rechazar

una mansión celeste, furioso en las sombras.

Cuando toda esa historia ha terminado, ¿qué noticias hay?

Con suerte o sin ella el trabajo su marca ha dejado:

esa vieja perplejidad, monedero vacío,

o la vanidad del día, arrepentimiento de la noche.

 

Cada una de estas referencias, que el poeta adelanta a la entrada del libro, son oportunas y ofrecen pistas sobre el contenido de la obra.

También hay un guiño del poeta Cabrera a nuestro Poeta Nacional cuando este escribe “sencillamente trivial y necesario”. ¿Cómo no recordar el verso de Mir “Sencillamente tórrido y pateado”, incluido en su emblemático poema “Hay un país en el mundo”? No se trata del mismo verso, ni la coincidencia entre ambos se da en el ámbito semántico, pero hay una semejanza sintáctica, por lo que podemos hablar de un paralelismo entre los versos en cuestión.

Hay también una referencia intertextual de Pablo Neruda y su poema “Walking Around”, en el penúltimo poema, correspondiente a la hora 18:00:00 (seis de la tarde). El fragmento en cuestión expresa: “A veces sucede, Pablo, / también me canso de ser hombre”. El procedimiento intertextual proviene específicamente de la primera estrofa del poema nerudiano: “Sucede que me canso de ser hombre. / Sucede que entro en las sastrerías y en los cines / marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro / navegando en un agua de origen y ceniza”. El texto en cuestión es uno de los más conocidos de la etapa vanguardista del bardo chileno. El mismo expresa en un tono de desasosiego la angustia vital de un sujeto que transita por las calles y todo cuanto ve aparece revestido de un matiz de tristeza y desaliento. Es un poema rebosante de la angustia existencial, dentro de la cual se inscribe el sentido del poemario Destierros.

En otra parte del poemario dice el poeta: “descubriendo miedo entre las hojas de hierba” (pág.25), que, aunque tal vez no estuvo dentro del propósito del autor aludir al libro que dio nombradía al autor de “Canto a mí mismo”, se hace inevitable que uno no piense en el viejo barbudo que revolucionó toda la estructura versal de la lírica occidental hace más de un siglo y medio.

Es posible que aparezcan otros vínculos intertextuales, que una lectura de breve alcance no puede cubrir en su totalidad. Y lo mismo decimos con relación a otros aspectos de la obra. Invitamos a los lectores a hacer sus propios hallazgos en este libro y en toda la obra de Fernando Cabrera. Lo expuesto aquí es una simple gota, yendo directamente al pozo tendrán abundante recompensa.

Nota al cierre

No he presentado al poeta, no me he referido a su biografía ni a su bibliografía, por creerlo innecesario. No obstante, para los que no están familiarizados, basta decir que se trata de uno de los poetas más importantes de la llamada Generación de 1980. Poeta, ensayista, narrador, catedrático universitario, nativo de la ciudad de Santiago de los Caballeros. Es uno de los poetas quizás menos antologados entre los que integran su generación, pero cuya relevancia ha sido refrendada por la recepción de importantes premios nacionales. La riqueza estética y temática de su producción bibliográfica lo convierten en uno de los más altos representantes de la poesía dominicana de las últimas décadas del siglo XX y las primeras del siglo XXI. 

Bibliografía

Cabrera, Fernando (2001). Destierros. Currículum Vitae. Universidad Central del Este.

Compte-Sponville, A. (1999). ¿Qué es el tiempo? Barcelona: Andrés Bello.

Cirlot, Juan E. (1992)- Diccionario de Símbolos. Barcelona: Editorial Labor, S.A.

Paz, Octavio (2003). Obras completas, 1. La casa de la presencia. Poesía e historia. Edición del Autor. Barcelona: Círculo de lectores.

 

Patricio García Polanco en Acento.com.do