Para los amantes de los libros, la aventura de leer tiene un significado mágico. Adquirir libros, comprados o regalados es un fetichismo que se convierte a veces, en una pasión infinita. Mientras que para unos este universo representa una parte importante de su vida espiritual, para otros el mundo de los libros es incierto, inútil e infeliz. Conozco lectores cuyas vidas no se la imaginan sin los libros, porque viven para leer. Rafael Castillo, de Licey al Medio, es uno de ellos. José Rafael Lantigua ha dicho que el poeta Basilio Belliard “vino al mundo para leer”. Pienso también en mi amigo Plinio Chaín, quien es un lector apasionado, en Rafael Guzmán y Odalis Pérez, quienes lo ha leído todo y en el propio Rafael Lantigua que tiene fama de gran lector.

José Rafael Lantigua.

En el universo de las letras encontramos una gama variopinta de lectores y amantes de los libros: Hay bibliófilos, bibliómanos y bibliópatas.  Sumergidos en una atmósfera indecible, hay quienes compran libros para coleccionar. Otros entienden que esta práctica les da cierto prestigio y los colocan en estanterías de lujo. En el menor de los casos hay quienes los compran para leerlos. Lo cierto es que unos y otros, bibliómanos, bilbiópatas y bibliófilos representan especímenes raros dentro del universo de la gente común.

Pensando en los diferentes tipos de lectores, el novelista argentino Ricardo Piglia los define muy bien: “lector adicto, el que no puede dejar de leer, el lector insomne, el que está siempre despierto”. Todos a su vez, son representaciones simbólicas, o personificaciones, a las cuales, él les llama “lectores puros” como lo retrata Borges en Funes el memorioso. Así que se lee con diferentes fines: por diversión, por evasión, por conocimiento. Se lee para descifrar casos como Dupim, el detective de Poe, quien va leyendo el periódico cada mañana de manera microscópica para ir desvelando en detalles las crónicas policiales. También existe el lector visionario y el lector inteligente, el que a través de un espejo retrata el alma de sus escritores favoritos.

Los libros tienen una condición mágica y espiritual, que se manifiesta cuando abrimos sus páginas, cuando aspiramos el  olor de las hojas, o cuando nos vence el sueño en la cama y terminan aplastados como un bebé debajo de las sábanas. En cierta medida este hecho provoca tristeza y alegría a la vez, sonrisa, y a veces dolor. Una especie de íntima comunión que transfiere un indiscutible acto de amor entre el espíritu y la carne.

Puede que sea esta una divertida manera de compenetrarse con el sentimiento del autor y con la pasión que nos provocan las ideas.  Para un lector avezado, los libros son como una prolongación de sus propias vidas, porque en ellos se retratan las vidas que queremos llevar pero que no podemos y la que queremos vivir y no alcanzamos.

Escritores, coleccionistas y lectores en general, han llegado al grado de la depresión por la desaparición de sus bibliotecas. Unas han terminado hechas cenizas, por órdenes supremas de políticos y dictadores macabros. Otras han terminado arrastradas por las aguas, víctimas de inundaciones; otras en el estómago de las trazas y las termitas. En épocas oprobiosas, determinados libros han sido censurados y condenados a las cenizas porque sus ideas no les cuadran a ciertos regímenes totalitarios, o extremistas religiosos. Cuando no, han terminado aplastados por botas de soldados invasores o reducidos a cenizas por causa de la guerra.

En una entrevista reciente la escritora española, Irene Vallejo explicó que “la palabra, la literatura, el pensamiento, las teorías, desde que existe memoria documentada de la existencia de los libros, existen también datos y evidencias de que esos libros han sido quemados y perseguidos”. Lo cierto es que de manera accidentada o no, los libros, han sufrido a través de la historia una cantidad exagerada de crímenes y vejaciones bochornosas.

En una metáfora que me parece extraordinaria y perturbadora el escritor norteamericano Ray Bradbury, en su novela distópica Fahrenheit 451 relata este tipo de situaciones. El autor describe una sociedad totalitaria que se avoca a la quema de los libros y los preocupados por el conocimiento deben retenerlos en la memoria para que las ideas no mueran.

Me recuerda Bardbury aquellas historias que relata la propia Irene Vallejo sobre la antigüedad clásica en su famosa obra El infinito en un junco. Precisa Vallejo, que desde esa época el conocimiento ha viajado de un lugar a otro a través de los siglos ya que los libros solo existían en la memoria de los sabios, de manera que constituía un privilegio guardar los libros en la memoria. Sólo las mentes prodigiosas tenían esta condición. En la época, en la que el Imperio Romano invadió la antigua Grecia, gozar de este privilegio se convirtió en un empleo lujoso, pues solo los ricos podían pagar grandes sumas de dinero para contratar un amanuense, que le dictara clases a sus hijos sobre las distintas ciencias del saber humano.

Borges lo aclaró muy bien: El libro es uno de los instrumentos más geniales de los inventados por el hombre. Con todo y lo vertiginoso de las tecnologías, las plataformas digitales y los impredecibles avances de la inteligencia artificial, el libro sigue y seguirá siendo el vehículo por excelencia de transmisión del conocimiento, porque  es el depositario sagrado de la sabiduría humana, al tiempo que los libros constituyen herramientas valiosas contra el olvido, porque a su vez reorientan las épocas y las coordenadas históricas. No hay libro sin memoria, ni libro sin historia, por ese motivo los regímenes totalitarios como el que describe Bradbury le temen tanto a las ideas de los intelectuales, en virtud de que la lectura proporciona a los humanos un estado benéfico de la conciencia y un valor estético que trasciende las pasiones y la más sosegada paz espiritual de las almas.

Jorge Luis Borges.

Mientras leemos imaginamos nuestro mundo y somos capaces de inventar una realidad nueva a partir de la realidad que leemos. De ahí que la lectura, se convierte   también en un acto creativo. Cabalgamos entre el juego, ritmo y sentido y avanzamos hacia la creación de la obra propia a partir de las obras que leemos.  Lo imaginario se instala aquí, entre el libro y la lámpara, –decía Foucault hablando de Flaubert–. En el caso de Borges, lo imaginario se aloja entre el libro y esa sensación de infinito que producen las imágenes.

A través del tiempo, se ha demostrado que la lectura registra en cada lector un comportamiento capital que modifica la  conducta social de los seres humanos, porque las neuronas activan el estado crítico de la conciencia creativa, cosa que nos permite llegar a comprender en mayor grado el mundo en que vivimos. Así que los libros constituyen extensiones de la memoria y forman parte de nuestro cerebro. Para decirlo con palabras del antropólogo mexicano Roger Bartra, los libros forman un exocerebro, o sea, un mecanismo escondido en nuestra siquis mental, al que acudimos en fracciones de segundos para recordar datos, nombres o situaciones diversas.

Solo debemos detenernos a pensar por qué millones de lectores, siglos tras siglos siguen leyendo a Don Quijote de la mancha. ¿Qué hay de alquímico en esa novela, para que conecte con los lectores de diversas latitudes, épocas y continentes? ¿Cuál es el valor de esta palabra, que transfigura reflexión, tristeza, risa y alimenta las pasiones? ¿Se acerca Sancho a ese mundo fantasioso que todos llevamos por dentro? Si es cierto, significa que el interés por el saber humano es un infinitum universal, y que la humanidad a través de los siglos ha construido un legado del conocimiento gracias a esa pasión y a esa búsqueda insaciable que solo será posible con el encuentro del libro físico.

Eugenio Camacho en Acento.com.do