En el valle del Diamante, buscando respuestas en torno al significado del sufrimiento, yo, que la mayoría de veces aborrezco ser parte insustancial de esta totalidad humana, parcialmente egoísta, insensible, me uní, aquel domingo de noviembre, a un grupo de gnósticos que, dentro de un viaje de paquete, irían a un templo budista, situado en los alrededores del monte Koya, sur de Osaka, Japón.

Se vislumbraba el año 2015, y lo que simulaba a una pagoda plebeya, distanciada de las cosas que en un momento dado en la vida del hombre realmente no importan, me ocuparía, tras el recurso de la meditación y del desapego, hallar lo esencial.

Durante la excursión, la aparición de la estructura dogmática, según acercábamos la vista, entre el frio, lluvias, subidas y bajadas, se nos hizo una especie de buda gigante abrumado por leyendas que hablan de muertes y de reencarnaciones, generalmente, tristes.

Después de agotar jornadas de ayunos y descansos, conforme el tránsito de los días, recorríamos pasillos olorosos a incienso y mirra del sagrado lugar que tarde, con las desidias de algunos misioneros se convirtió en un simple pabellón.

Afuera, llueve, gotas caen, erizan pieles del resto de paseantes que tropiezan entre ellos para no dejarse mojar. Gente de disímiles razas, estratos, lenguas, credos y culturas que, como turistas, a lo mejor no sabían a dónde ir procurando hallar la felicidad, genuflexos deponían sus ignorancias ante la extrañeza de experimentar los diversos grados del ruido y del silencio en ese lugar geográficamente tan recóndito y, supuestamente, de alta elevación espiritual.

Una expresión melancólica sugiere rebeldía, reclamo sofocado por reglas del juego que se manifiestan en el respirar de unos y de otros.

Dentro, una estructura amorfa y cubierta por fisuras gastadas por lo que antecede el paso del tiempo, acogía con dignidad la simpleza de varios monjes indicando la adecuabilidad en que debíamos conducirnos.

Por ello, caminamos descalzos hacia un altar, deseando estar ´´despiertos´´ antes de que la noche cayera sobre la templanza de una línea recta que, a la vista de todos, parecía clara, también, sombría.

Veladoras puestas detrás de altas columnas alumbran la presencia de escrituras despachadas en trozos de papiros. El kitsune, cernido, en dibujo holístico, justo en el techo oval, que muestra con nobleza la silueta del animal en color ladrillo, ahumado, pálido, cobra vida en aquel cielo raso, escasamente restaurado.

Sin pronunciar palabras seguimos la marcha, pasillo a pasillo, escuchando plegarias cantadas, y solo en el espacio encerado por un piso cromático, quienes no saben que están dopados por un sonambulismo consumista y enfermizo, desenredan el prontuario de la insipiente quietud.

En la caminata, despejada por el empalagado olor a pinos, una vez fuera de aquel templo tan público, un rio que nace de una cascada se curva ligeramente, y desde el lugar acampado se veía, a pocos metros, maniatado y complejo, el rostro de tres piedras lanzadas por nativos perturbando la cordura del agua que, en sustancia primaria, baja arrogante de ese rio hasta alcanzar laderas divididas por montañas.

Sin necesidad de zambullirse, el punto central en donde han caído esos filamentos sólidos con los que, probablemente, se formó la tierra, el mundo, describen la circunferencia espaciada del universo en círculos crecientes, los que se desintegran y emparejan segundo a segundo de acuerdo a extraordinarios movimientos morosos. Movimientos que en la hondura del agua enarbolaban partituras, sinfonías.

Así que toda esa efervescencia electromagnética contemplada, ocasionada por tres piedras lanzadas al conjunto de aguas ensartadas por magia de lo natural, de momento nos conmovió, tomó desprevenidos e hizo llorar a medida que desaparecía la tarde ausente del eco enroscado al templo que, a nuestros ojos, ya habíamos echado al olvido. En las tiendas de refugio caían hojas desteñidas por parte de cedros centenarios que, desenfadados, celebraban el otoño.

Abrigados e imbuidos en aquella jornada al aire libre nació, entre todos, la interacción. ¿Será posible resarcirle al Omnipotente tanta belleza en esta porción de realidad? ¿Suficiente, la prórroga del existir para valorar la grandeza de lo creado? – acotó uno de los presentes, asaltado por cierto posicionamiento. -Y continuó diciendo:

Cada composición en materia, gracias al aire en la atmósfera es perfección.

El grano de arena que gravita en el desierto de los desiertos es perfección,

La gavilla de arroz, besar el suelo en sembradíos, es perfección,

La piedra fundida en el agua es perfección,

La leña roída en la hoguera, hecha virutas, es perfección.

El día y la noche son perfectos.

-Si en el la tierra faltaran puntos de estos, la lógica de físicos, matemáticos, astrónomos, biólogos y alquimistas se basara en enunciados torpes, aislando leyes del movimiento y equilibrio, deduciría Tales de Mileto. Y nosotros, aquí, en el valle del Diamante, infligía el acompañante, extasiado ante su propia voz- estaríamos distantes de entender que también somos Dios y objeto pese a que constantemente decimos que sufrimos, aún con la grandeza que requiere la transición de un día al otro.

–  El momento actual no es más que la reproducción fidedigna de una realidad que ya habíamos contemplado tener en pensamientos que se distancian de lo racional y, técnicamente, sensitivo, por lo tanto, somos el resultado material de fundamentos entre el conocimiento científico y una realidad probable de acuerdo a cómo la configuremos.

-Existimos constantemente otorgando y desactivando aliento de vida a los unos y otros bajo el marco indestructible de la Creación, siempre y cuando estemos conscientes de ello.

Y fue así, terminada la excursión en el valle del Diamante, en las inmediaciones del monte Koya, que nos desplazamos hasta Kioto. En mi caso particular llegué a la conclusión de entender, que Dios, en su expresión de energía infinita, se halla en nosotros y en todas partes una vez queramos aquietar las garras del sufrimiento. No hay verdad absoluta que legitime el origen del conocimiento, ya lo decían filósofos, pensadores de la altura de Karl Popper. Donde quiera que la verdad más objetiva se halle, las expectativas de esa verdad estarán cercadas por lo subjetivo.

Entonces, volvamos a creer en nosotros mismos para sobrellevar las eventualidades cotidianas en el aquí y ahora  ya que no hay iglesias, catedrales, santuarios o templos  que nos salven definitivamente de la necrótica enfermedad que como larva bacteriana se aloja  muy adentro de la materia, es decir, el sufrimiento con el que experimentamos dolor en todas sus variables, y que admitimos como bueno y válido dentro de nuestra gran verdad, es la señal más definida de que se puede tener paz dentro de la tribulación. En consecuencia, somos poderosamente iluminados por gracia del espíritu.