Cada vez más contemplamos, atónitos, en el mundo académico, cómo en las universidades, las humanidades han caído en el abismo de la indiferencia, en el pozo de la acriticidad y en manos de sofistas, cínicos y falsarios. Las universidades, en efecto, han renunciado al supremo deber, a la obligación y a la función que les dieron origen y razón de ser: defender las humanidades, el conocimiento, la cultura y los valores éticos de la civilización de sus históricos enemigos y adversarios. Siguen formando, desde luego, buenos profesionales, especialistas y técnicos, pero miopes a todos los saberes que escapan de sus competencias. Sus protagonistas, en su gran mayoría, confunden el conocimiento con la ideología, y la modernidad con la moda; es decir, las innovaciones tecnológicas con el esnobismo intelectual o filosófico. Mayormente, lejos de crear la pasión y el amor por los libros y la lectura –como depositarios de la cultura, fuentes del aprendizaje y bases del conocimiento–, postulan el desinterés o el desdén, y a esta práctica no escapan, curiosamente, profesores, tecnólogos y científicos. Son los mismos enemigos que también desprecian los saberes no científicos, las humanidades y los clásicos, pues solo les atraen las ciencias y las tecnologías. Uno pensaría que los enemigos provienen del ámbito no académico, pero no. Proceden, tristemente, de las aulas, de los departamentos y del seno de los organismos de dirección y planificación de la burocracia universitaria, dogmatizada, enceguecida y enfebrecida por las tecnologías y las ciencias duras, y que han hecho de las mismas, religiones totalitarias del conocimiento. Es decir, han entronizado, en la escena académica, un terrorismo pedagógico, que atenta aun contra la dignidad humana y la noción de persona. Son, además, la misma cohorte de fariseos, apóstatas y filisteos que ironizan y combaten la rica tradición filosófica y literaria clásicas, que hizo posible la modernidad. Por su culpa agonizan y bostezan, las artes, las letras y las humanidades, en los campus universitarios del mundo, paradójicamente, ricos en hermosos jardines y en enormes bibliotecas. Curiosamente, la democracia liberal, que ha permitido el progreso de las libertades públicas y los derechos individuales y civiles, ha sido abandonada –o traicionada—por las universidades, pese a ser el régimen político y social que ha posibilitado -gracias al debate de las ideas y al diálogo libre–, el fortalecimiento de las instituciones y las leyes. Ese discurso de indiferencia y desdén hacia las humanidades, en el seno del ámbito académico universitario, ha causado el empobrecimiento, a un tiempo, del espíritu lector e investigativo de los estudiantes e, incluso, de los profesores. La explicación a este malestar académico, intelectual y cultural reside en que sus actores han dado la espalda a la tradición clásica del humanismo, reemplazando el culto de los ilustres pensadores y escritores del pasado por los espurios ídolos de una contemporaneidad falsa; esto es: sustituyendo el estudio sereno y desinteresado, por la contemplación de una modernidad de hojalata. O cambiando los héroes de la sabiduría, la erudición y el conocimiento del pasado por los héroes de barro de la frivolidad y la trivialidad. Esta práctica académica ha sido la responsable de la inserción, en los claustros universitarios, de un ortodoxo relativismo estético, lógico y ético, que ha prohijado la idea de que todo es relativo, y de que no hay jerarquías en el saber ni códigos de valores. Es decir, que nadie tiene el monopolio del conocimiento o de la razón, sino que puede estar en cualquier persona. O en la subjetividad individual, en el capricho, en el deseo de los estultos o en la voluntad de los incultos. Esta postura ha provocado una horizontalidad en el saber, que ha tenido sus nefastas consecuencias, y ha llegado al paroxismo de la banalidad.
Hay una retórica que tiene una carga semántica lesiva al buen gusto y al amor apasionado por los libros y la lectura, el arte y la cultura. Es un discurso que promueve el desinterés por la lectura, y que postula la idea de que todo está en las redes, en internet y en el ciberespacio, y por tanto es una retórica que contamina el aire de la razón, mata la curiosidad lectora y envenena la pasión heurística. En efecto, es un contra-discurso que dinamita la tradición, los valores y la magia del conocimiento, que se adquiere y asimila de la lectura reflexiva, metabolizada y serena de los grandes libros clásicos. Es además un contra-argumento que glorifica la cultura audiovisual, o sea, el conocimiento que proviene solo de escuchar música, ver videos, películas y documentales, a expensa de la cultura de la lectura de libros. Si ante tantos enemigos, la lectura, los libros, las humanidades y los clásicos sobreviven, es por su potencia imaginativa, vitalidad, magia, sabiduría, hechizo y valores trascendentes. Si perduran y permanecen ante el cretinismo, la imbecilidad y la banalidad de la vida contemporánea, y ante el cinismo antihumanista y la proverbial indiferencia de los agentes académicos, es por su resistencia, resiliencia y perdurabilidad. Y acaso por la tenacidad y fortaleza de un puñado de creyentes, de guardianes del saber y defensores del humanismo y la cultura. Los enemigos del arte y las humanidades clásicas descreen que un poema, una novela, una pintura, una composición musical, una pieza de teatro, una escultura, un espectáculo de ballet o danza, una película o un monumento arquitectónico sean útiles, necesarios y vitales para el ser humano. Olvidan que estas expresiones del arte y la literatura encierran enormes verdades, contienen mágicas sabidurías y nos ayudan a vivir. No comprenden que, sin libros, el mundo sería más monótono, violento, triste y tedioso. O quizás, invivible, irrespirable o inhabitable. Y que, gracias a los libros, pudimos resistir y soportar el confinamiento de la pandemia.
Hay una retórica que tiene una carga semántica lesiva al buen gusto y al amor apasionado por los libros y la lectura, el arte y la cultura.
Es cierto que la vida moderna, con sus ansias de progreso, premuras cotidianas y voluntad transformadora y de cambios, banaliza la vida cultural e intelectual, así como tergiversa el clima de enseñanza y prostituye la concepción y la visión de lo real, y aun, la práctica o el ejercicio del arte y la literatura. Pero, para quienes solo son actos indispensables respirar, comer, defecar, viajar, copular, beber agua y alcohol, sin leer ni escribir ni pensar ni oír música ni ver cine ni obras de artes plásticas, la vida les resulta llevadera, ligera, leve y normal. Esa masa acrítica e ignara puede perfectamente vivir sin arte y sin obras literarias, y usar como sucedáneos, para disipar el tedio y la abulia, la televisión, la radio o los mata tiempos. Esos sujetos, gracias a la sociedad moderna y democrática, pueden además sobrevivir sin participar del glorioso legado literario y artístico de la humanidad, sin intervenir en el debate de los grandes asuntos humanos y sin problematizar la realidad. Pero estoy seguro que no viven auténticamente ni morirán plenamente. Pueden vivir, pero sin la felicidad que entrañan la contemplación, el disfrute y el deleite de los objetos y artificios creados por las manos y las mentes de los artistas, desde su imaginación creadora y su creatividad fantástica. De cualquier modo, y observando la realidad del mundo y de la vida social, siempre oscilamos entre los abanderados y defensores del arte, la cultura y la literatura, y sus enemigos, los indiferentes, los insensibles y los despreocupados.