Cuando recuerdo mi infancia, siempre llueve. Pero llueve en lugares que, ciertamente no puedo recordar, aunque sé que existen o existieron. Sé que llueve en los patios no muy grandes de alguna casa cuyo lugar nunca he podido definir. Y si llueve en el recuerdo glorioso de mi infancia, llueve también en mi corazón, como llueve en las calles de Villa Juana; no la Villa Juana de hoy sino la otra, esa que ahora existe apenas en la memoria de algunos de los que allí crecimos, tal como expresé hace algunos años en nuestro antiguo colegio, para presentar al doctor Leonel Fernández.

No recuerdo con exactitud un paisaje de Sobre héroes y tumbas en el que Ernesto Sabato habla de esa hora misteriosa del ocaso, cuando el día se aleja y se aproxima la noche. Sé que solo Sabato podía decir todo lo que dijo, eso que he olvidado, pero que duerme en algún lugar de mi alma, donde están esas mismas lluvias que ahora oigo desde mi estudio atestado de libros y documentos. Una pequeña galería, una mecedora de caoba en la que aún mamá duerme su siesta entre fantasmas en aquellos soliloquios que empezaban en la cocina, mientras preparaba los alimentos, y que luego continuaban en un rincón del comedor. Mamá se ha ido, fue en junio del 98, pero sigo oyéndola y aún la veo, precisamente a esas horas, en el corredor donde nunca estuvo, cuando frente al ocaso, llega esa angustia crepuscular. Son esas cosas extrañas que nos suceden cada día.

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En estos momentos del día, mientras escucho algunas de las canciones populares que han servido de fondo a esta vida a la que trato siempre de sacarle el jugo, me pregunto si alguien puede decirme con certeza en qué momento Luisa María Güell se tragó el ruiseñor que siempre canta cuando ella canta. Cómo y dónde se metió en el alma de Neruda para que en su primera juventud pudiera escribir aquellos inolvidables e irrepetibles Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Qué dijo Borges cuando dijo que el peor pecado que puede cometer un hombre es engendrar un hijo y condenarlo a esta vida espantosa. Necesito que alguien, algún teórico de esos que andan por Ciudad Nueva destruyendo reputaciones y talentos, me diga qué dijo García Lorca cuando se refirió a un horizonte de perros vagabundos. O me descifre, en buen lunfardo, eso mismo, sí, lo del pucho de la vida apretao entre los labios.

El Nobel Octavio Paz, en su inmenso Piedra de sol, habló de la copa de sangre del verdugo y de un sauce de cristal, un chopo de agua, un caminar de río que se curva, avanza, retrocede, da un rodeo y llega siempre. ¿Verdad que es esplendoroso? Quien quiera desmentir estos versos es ajeno a este mundo y pernocta en siglos anteriores. César Vallejo, peruano tan universal como el mismísimo Mario Vargas Llosa, escribió con tinta de diamante: Me moriré en Paris con aguacero / un día del cual tengo ya el recuerdo. Siempre llovía en la vida y en la memoria de Vallejo, y sospecho que todavía llueve, en la dura soledad de su breve existencia, en sus páginas gloriosas y eternas. Porque Vallejo no escribió con tinta sino con el alma hambrienta, con esas lágrimas que laceran de tanta eternidad contenida en sí misma.

Acaso ¿no fue Rubén, uno de los latinos más universales, quien en glorioso acento expresó el dolor de la próxima edad: Juventud, divino tesoro, ya te vas para no volver / cuando quiero llorar no lloro y a veces lloro sin querer.

Que venga y me desmienta uno de esos lectores de solapas que han leído hasta a Betún de Griffin. Es imposible desmentir a Rubén Darío, Pablo Neruda, Lorca o Vallejo, o quedarse indiferente ante la prosa y la poesía de Borges o de Miguel Hernández.

Prefiero recordar que llueve en los patios de mi infancia y en las calles de la otra Villa Juana. Llueve en los labios del dipsómano que vive en el hondo interior de aquella cuartería llamada La Cochera, en la calle 23, donde de niño vi a José Manuel Calderón y a Rafelito Encarnación ensayar horas y horas las bachatas que luego grabarían en el estudio de Fabio Inoa, con el acompañamiento de Luis y Enriquito Pimentel. Llueve. Sé que llueve, siento la lluvia y la oigo caer porque me la trae la voz de Fausto Rey.

Y esta misma lluvia me devuelve aquella tarde sabatina en que estalló la gloriosa primavera del 65; era yo un mozalbete y Raúl, ya un joven y brillante estudiante de derecho en la Uasd, estábamos sentados en la puerta que da a la calle cuando la voz del doctor Peña Gómez hizo el llamado que hizo y a los pocos minutos en la 23 con Paraguay aparecieron varios camiones repartiendo armas y municiones porque ya la guerra había empezado. Agapito y Pipí cerraron sus colmados y el barrio entero se quedó sin provisiones alimenticias porque también empezaron las lluvias, el combate feroz del cementerio y el no menos feroz de la fábrica de Clavos Enriquillo, en la Máximo Gómez, bajo torrenciales aguaceros aquellos días de mayo en que mi tía Negra, con nueve días de parida y la criatura en toalla, salimos bajo torrencial aguacero. La criatura, nacido el 11 de mayo, Amarilis, se mojó y le pusieron tampones de algodón en los oídos, pero se creció y es una persona normal que ahora tiene familia, hijos y nietos en Miami.

Se me eriza la piel cuando me acuerdo de aquellos días tan tristes. Es parte de lo que ahora retorna a mi vida, de los días primarios en que vivimos en aquella Villa Juana, patria chica ahora. Una cosa aprendí: en Villa Juana ya no hay pendejos, los últimos murieron peleando en la primavera del 65.