La costumbre de asignar nombres a las calles data del surgimiento y consolidación de las ciudades, hace varios milenios. Hasta la era del mundo clásico (Grecia y Roma), la idea de exaltar las grandes personalidades políticas y el reconocimiento de algún detalle geográfico, fueron los criterios predominantes al momento de nombrar una calle. Siglos después, durante la baja Edad Media, el auge logrado por la manufactura: orfebres, talabarteros, plateros…, provocó que con esos y otros oficios se designaran las calles en que se encontraban sus talleres. En el alba de la época moderna, en esta práctica, se infiere la apertura hacia las demás expresiones de la vida en sociedad: la ciencia, el arte y la cultura en sentido general.
Los nombres de las calles son una especie de mosaico en el tiempo, un retrato de la memoria histórica. En dicho retrato, fiel o retorcido, figuramos y muchas veces no nos damos cuenta, pues, como leyera en alguna fuente, la calle tiene su historia y parte de la nuestra. El valor didáctico de estos nombres facilita la tarea de estudiar el pasado con diversión y eficiencia. Pero, en nuestro caso, la inercia de las áreas oficiales competentes, no importa el tiempo; y la proliferación de nombres genéricos, limitan el uso de este recurso de aprendizaje. Se nota cierta pereza intelectual y política al nombrar las calles con números cardinales y ordinales, con conceptos geométricos como diagonal, transversal o perpendicular, con letras, oficios o profesiones. Que las academias desempolven papeles, identifiquen nuestras figuras públicas cristalinas y que desaparezcan los nombres genéricos de nuestras calles. Hagamos patria.