El panfleto mítico que sirvió de manifiesto a la vulgata marxista fue, como todos sabemos, el Manifiesto Comunista, de 1848, escrito por Marx y Engels. Nació curiosamente como un encargo del II Congreso de la Liga Comunista, cuya celebración se llevó a cabo el 29 de noviembre de 1847. Traducido a más de 200 lenguas, es, no lo olvidemos, un breve ensayo literario, como el Discurso del método de Descartes o Utopía de Tomás Moro –de ahí la influencia y el poder del ensayo sobre los demás géneros literarios. Solo que la influencia en las mentalidades obreras, estudiantiles, y aun intelectuales, desde su publicación, dejó huellas de sangre y lágrimas en el pensamiento occidental y en la lucha política, al servir de agitación –casi bíblica o teológica–, durante más de un siglo. El Manifiesto ha sido –y fue— guía ideológica de acción, una especie de catecismo para los iniciados en el marxismo: constituye hoy un patrimonio literario de la humanidad. Antorcha de múltiples movimientos políticos, esta declaración de principios, prefiguró el clima de agitación que predominó en Europa y América Latina, desde su edición, y que sirvió de fundamento teórico e ideológico a la Revolución rusa de 1917, y a todas las revoluciones socialistas o comunistas posteriores. Responsable moral de cubrir la tierra de cadáveres durante el estalinismo y el maoísmo, y de dividir a Europa, el Manifiesto Comunista se convirtió en el evangelio de los proletarios del mundo. “Un fantasma recorre Europa, es el fantasma del comunismo”, reza su primera frase, lapidaria y sentenciosa, utópica y apocalíptica.
Biblia de la clandestinidad, que levantaba la moral comunista, este breve texto vivió los avatares de las confrontaciones políticas y bélicas, que se agudizaron tras la división de Alemania –patria de Marx y Engels–, desde 1949 hasta 1989, con la caída del muro de Berlín –el 9 de noviembre de 1989–, que representó el fin de las ideologías, de la Guerra Fría, del mundo bipolar, y del socialismo real; no así del socialismo utópico, que siempre ha estado viviendo el sueño de la razón, y que acaso sea la pesadilla de la historia, esa “enfermedad infantil” de todos los utopistas del mundo, que son –y han sido—los jóvenes y los pobres de la humanidad que anhelan –y acaso anhelarán– un mundo mejor, ideal, perfecto, de igualdad y justicia –deseos al que todos aspiramos.
La aventura utópica del comunismo, como ideal de civilización, llegó a su bancarrota, víctima de la burocracia, que se engendró –o generó–en su seno mismo en el poder, y que simbolizó el fin de una era –lo que Francis Fukuyama llamó, “el fin de la historia” o, al decir de Jean François Loytard, “la clausura de los grandes relatos”. La crítica de Marx y Engels, en su análisis filosófico del capitalismo, al postular una sociedad sin clases y la instauración de una “dictadura del proletariado” –cuyo grito era “Proletarios de todos los países, ¡uníos!” –, conquistó masas obreras durante el desarrollo mismo del sistema capitalista. El dardo envenenado del marxismo vino a crear la mala conciencia, con la idea de la “lucha de clases como motor de la historia”, que sembró la manzana de la discordia, y, por tanto, el odio de clases: la rivalidad entre la burguesía y el proletariado, entre el patrón y el peón. Así pues, alimentó –o atizó– la posibilidad de la conquista del poder y la instauración de una nueva sociedad y de un hombre nuevo. Aquí cabe la máxima de Goya de que, “el sueño de razón produce monstruo”, pues convirtió el sueño de la historia en una pesadilla, con confrontaciones guerrilleras y bélicas, entre Estados y grupos de izquierdas, entre Naciones y focos guerrilleros (como el foquismo guevarista, herencia teórica y regalo envenenado de Regis Debray). Un nuevo populismo echó raíces, junto con la lucha armada, al sembrar la semilla de las contiendas de clases como dinámico de la historia y fundar la esperanza de la conquista armada, por la vía violenta, del poder político.
El ideal marxista cautivó legiones de partidos políticos de izquierda en Latinoamérica, pero se fue disipando en el curso de la Guerra Fría, y en el seno de los partidos políticos socialdemócratas de Europa, hasta alcanzar una crisis sin retorno con el fin de la URSS, explicada y justificada con la glasnost y la perestroika postuladas teóricamente por Mijaíl Gorbachov, como durante su gobierno lo hizo Nikita Jrushchov, quien reveló y denunció los campos de concentración de Stalin, conocidos como gulags.
Algunos abrazaron las causas del eurocomunismo, de corte estalinista o maoísta, causas a la que no escaparon lúcidos intelectuales de Europa (como los integrantes de la revista Tel Quel en Francia), en una lucha histórica, en la que murieron –en montañas, campos y ciudades–, miles de jóvenes, y en la que quedaron atrapados brillantes intelectuales y pensadores, bajo la sombra del dogma marxista o maoísta –y donde no escapa Pol Pot, el sanguinario, genocida y dictador camboyano, líder de los jemeres rojos.
Tras las crisis de las ideologías redentoras y utópicas, incluso después del fin de la II Guerra Mundial, se produjo en Europa y el mundo capitalista, un desarrollo esplendoroso, y un fortalecimiento de la clase media, gracias a la economía de mercado y al libre comercio. Con el advenimiento de este clima social en el mundo, una nueva hazaña comunista se desvaneció en el aire, como en su época sentenciaron en el Manifiesto Marx y Engels: que “todo lo sólido se desvanece en el aire”. Ahora ya no es el capitalismo lo que se desvanece –o desvaneció– en el aire, sino la ideología comunista, ese fantasma, que pretendió –o soñó—con borrar de la faz de la sociedad moderna el capitalismo de Estado, que habría de parir el imperialismo, esa “fase superior del capitalismo” –como lo calificó Lenin. “Si el marxismo no es un dogma sino una guía para la acción”, como sentenció el mismo Lenin –y como lo recitamos como un mantra en la otrora militancia izquierdista de moda juvenil–, pese a que deslumbró, aun el espíritu rebelde y lúcido de los surrealistas; sin embargo, con la conquista del poder en 1917, y con la primera experiencia revolucionaria soviética, se transformó en un Estado totalitario.
¿Qué tienen que decirnos, hoy, el marxismo y el Manifiesto Comunista, 175 años después? ¿Qué sentido tiene, para los jóvenes y los obreros del mundo, su grito de lucha, cuando sus condiciones materiales de existencia y su capacidad de compra de bienes y servicios son infinitamente superiores a las del siglo XIX, y aun a las de la época del triunfo de los soviets sobre los zares? Acaso a los países que llegaron más tarde al “banquete de la civilización” (como le gustaba decir a Alfonso Reyes), como los países pobres de Asia, África y América Latina, donde la teología de la liberación, mezcla utópica de marxismo y cristianismo, sembró la esperanza de cierto sueño libertario, en los años sesenta y setenta, algunos de los cuales derivaron en las perversiones del marxismo-leninismo, con las malas lecturas de la revolución chavista-bolivariana, el arielismo, el marxismo o el maoísmo, que condujeron al estalinismo caribeño de Cuba, al chavismo-madurismo socialista del siglo XXI y al nefando y nefasto sandinismo orteguiano-murillista, que, de revolución sandinista, terminó en monarquía populista-socialista. Y en un proceso que decapitó la tiranía somocista, en 1979, de matiz castrista, y en su origen, de inspiración sandinista, que reivindicaba el legado antiimperialista de César Augusto Sandino, y que ha terminado imitando al propio régimen que combatió: el somocismo. De modo que el marxismo (con la excepción de la Escuela de Frankfurt) que se divulgó –y vulgarizó– a través del Manifiesto Comunista, en el siglo XXI, ha derivado en neopopulismo de izquierda –otro enemigo–, que, en el poder, es, a menudo, tan peligroso, perverso y autoritario como el fascismo o el nazismo, pues cercena libertades, conculca derechos, elimina y apresa a los opositores (como en Nicaragua), instaura la dictadura del partido único (como en la época del Partido Dominicano de la era de Trujillo), en nombre del pueblo, de la justicia social, del orden y del combate contra la pobreza.
La crítica que hicieron Marx y Engels al capitalismo, y que prefiguró la crítica al imperialismo, aun puede encandilar mentes incautas, utópicas y enfebrecidas de anticapitalistas y antiimperialistas ortodoxos. También sus ideas aún pueden iluminar ciertas debilidades y contradicciones del sistema capitalista voraz, pero este ha demostrado capacidad de resurrección, renovación y autocorrección, que pone en crisis el pensamiento utópico del comunismo y el socialismo ideal. Como se ve, y como es natural, ni el comunismo ni el capitalismo son perfectos como sistemas sociales (lo sabemos). La democracia (que no es un sistema sino una forma de gobierno), ahora en crisis, sin embargo, es el mejor, pues es el menos malo de los regímenes políticos, y, desde luego, también el más perfectible, ya que permite elecciones libres –su oxígeno–, y garantiza la alternabilidad del poder.
Cuando el Manifiesto Comunista vio la luz, en febrero de 1848, la Guerra Civil había estallado en Francia, y se expandió como pólvora por el resto de Europa. Así se inició el “fantasma del comunismo”, que alcanzó su mediodía en 1917 y su crepúsculo en 1989.