En el año 2020 -en marzo 1, concretamente-, los dominicanos empezamos a vivir “el fin del mundo tal y como lo hemos conocido”. De repente, debido a la pandemia por el virus de la COVID-19, las peores pesadillas de películas catástrofe saltaban directamente de la pantalla a nuestras sillas y mecedoras.
En lo que a mí respecta, ninguno de mis otros holocaustos (un padre militar en la revolución del 65, una mamá emigrante en 1968, el huracán David en el 79, la mañana de 1983 en que Ricitos de Oro me dijo “no te quiero”, el derribo del World Trade Center en 2001, mi cuasi mortal accidente de tránsito en 2015, etc.), nada, tuvo similar categoría: esto era universal, el Armagedón mismísimo, el apocalipsis now, santísimo, ¡los fines!
Vimos imágenes de la desolación total de Times Square, el Campo dei Fiori vacío, la Duarte con París sin pacas, las aguas del Ganges sin hindúes. Hacíamos el mercado y procedíamos a desinfectar papa por papa y huevo a huevo, encuerándome en el patio, desechando mascarillas, guantes, tirándole en funditas el dinero a mi delíveri. El estupor no permitía crear, leer. Se hacía el amor como si fuera el polvo último. El Doctor Muerte tiraba cifras rojas a diario por televisión, y Bolsonaro y Trump se hacían los locos ante el horror vacui de tantas fosas comunes, mientras que los chinos eran la nueva peste amarilla. Paranoia por pipá.
Así en los cielos de nuestros barrios proliferaron las chichiguas, se prohibieron los abrazos y la Tierra se detuvo. Fuimos personas virtuales, cúmulos de bits, cifrados de extremo a extremo. El texteo era el mensaje y la data lo era todo. Yo sucumbí al asombro: gracias a verme en la pantalla líquida descubrí que no era completamente sólido, de modo que publicaba en mi cuenta de Facebook estos estados, a los que titulaba “La vida real en cuarentena”. Escribía, sin notarlo, un cuaderno de bitácora, no como capitán, sino como otro náufrago en la red.
“¿Qué estás pensado, León Félix?” preguntaba el algoritmo. Y yo, zombificado por tanto Zoom, así le respondía por medio de mi avatar:
(1)
El primer viernes de clase en casa fue, en principio, muy divertido. Hicimos ejercicios de Social Science y Language, también tareas, y nuestra hija charló (chateó) a distancia con su maestra y con el resto de los alumnos. Hasta tomamos recreo en casa, que consistió en bajar a la cocina, prepararnos una batida de fresa y ver un episodio de Winnie the Pooh, en el cual el osito de poco cerebro caminaba en círculo sobre la nieve tratando de encontrarse consigo mismo cuando menos lo esperara. Después, me correspondió “dictar” la clase de Educación Física: bailamos hula hoop, saltamos como Tíguer y Christopher Robin, y rebotamos pelota en el callejón, para lo cual tuvimos primero que expulsar al perro, maestro en pinches de todo lo que sea redondo y ruede.
Dije que fue divertido “en principio”, porque después caímos en cuenta -por testimonios de primos y de otros amiguitos- de que no todos los niños dominicanos (más bien los menos) pueden continuar sus clases estando en casa durante la cuarentena, y con el privilegio añadido de que sus padres funjamos como maestros.
Eso nos entristeció ya para el resto del viernes. Y ahora vamos a ver películas para borrar un poco el malestar que nos producen las injusticias de este país, tan socialmente asimétrico.
(PD: Esos sapitos que se ven en la foto, y el nombre de nuestra hija en madera fueron regalos de la poeta Zingonia Zingone hace unos años).
(2)
Las cosas que hace el ocio: ponerse uno a escarbar en los laberintos de su propia biblioteca, a ver si encuentra la salida al aislamiento. Nunca la encuentra uno, pero sí cosas como esta, que alcanzan para crear nostalgia. Es la portadilla de mi ejemplar de “Los vasos comunicantes”, de André Breton (Joaquín Mortiz, México, 1965). Dice que lo compré en La Bohemia de Broadway, por 2 dólares con cincuenta centavos, en septiembre de 1989, el año en que salió mi primer libro, “El oscuro semejante”.
(3)
Vivo en la posibilidad;
una casa más bella que la prosa.
Más numerosa en ventanas;
y mucho mayor en puertas.
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I dwell in Possibility –
A fairer House than Prose –
More numerous of Windows –
Superior – for Doors –
(Emily Dickinson, primera estrofa del poema clasificado como F-466, de 1862. Versión libre de León Félix Batista)
(4)
Impartimos en inglés, en casa, Matemáticas y Ciencias a nuestra hija de 8 años, que cursa el segundo grado en un colegio bilingüe.
Pero mañana su madre y yo seremos mejores maestros, porque toca Educación Física, ¡y pensamos dictar la clase en español!
(5)
Mi mujer elabora unas magníficas ejecuciones presupuestarias, grandiosos informes financieros y auditorías administrativas fenomenales. Pero la solidez, espesor y suculencia del hummus que ella cocina ahora que estamos en cuarentena es aritméticamente insuperable.
Ahí es donde uno se da cuenta de que el crédito educativo sirve para algo más que simplemente terminar una carrera: también para recordarte lo bien que haces el resto de las cosas en la cotidianidad más íntima…
(6)
“El verdadero problema de la filosofía
es quién lava los platos
nada del otro mundo
Dios
la verdad
el transcurso del tiempo
claro que sí
pero primero quién lava los platos”
Nicanor Parra
(7)
He desistido (por el momento) de continuar leyendo mis poemas en voz alta al público humano disponible en este enclaustramiento.
Mis suegros se quedan dormidos en la primera estrofa de un poema. Mi mujer bosteza tres veces como la negación de Pedro a Cristo, y se va a colar café antes de que cante el gallo. Mi hija me pregunta y se pregunta por qué no hay poetas en Minecraft ni en Roblox. Y el perro, oh peludo infiel amigo del hombre poeta, me saca los colmillos a mitad de la lectura.
Ahora tengo a las muñecas de la niña como público cautivo, fresco, silencioso y respetuoso de la solemnidad que se precisa en un recital poético digno de mi estirpe.
¡Aguante, mi querido público, que de ustedes será el reino del poema!
(8)
SIGNO
Hasta este extremo he llegado:
sentir que
entre dos oraciones
la conjunción
padece claustrofobia.
Poema de Ion Pop (Rumanía, 1941, traducción de Catalina Iliescu)
(9)
Llegué en agosto de 1986 por primera vez a Nueva York, a Brooklyn. Tan sólo un día después ya había sido testigo de una persecución policial, mis primos me habían llevado a subirme al Cyclone de Coney Island, comer hot dog y jugar pac man. Mucho para una primera vez: viajar en metro atiborrado de graffitti, jóvenes con peineta y afro y radiocassettera al hombro. Pero, bien: hacía calor, de modo que, en cierto modo, redundante, continuaba en mi trópico dominicano… hasta que el primer invierno me heló la sangre, y quise huir.
No pude hacerlo: me quedé por 20 años. Y muchas mañanas de aquellas, innumerables y frías, las pasé frente a la barra de Spiro’s, frente a una taza del infame (pero caliente) café americano y algún plato de fried eggs (over) con home fries, salchichas o tocineta y jugo de naranja (gratis). Muchas mañanas grises, muchos años, tantos como para hacerme amigo de meseras (¿qué habrá sido de María?), cocineros y del propietario griego. Tantos como para ir mirando familias crecer, llevar allí a mis propios hijos según iban naciendo, dejar de ver para siempre a parroquianos que morían y, finalmente, desaparecer yo también en un avión de regreso a Santo Domingo.
Tantos años, mañanas tantas, como para imaginarme -en medio de este encierro a causa de una brutal pandemia- que estoy sentado allí, charlando, tomando infames cafés americanos, simplemente viviendo, acumulando bagaje para existir y recordarlo luego…