La literatura es la práctica ideologizada de la lectura-escritura por medio de la cual la serie completa de valores sociales y culturales toman y pierden de manera constante sus respectivas cargas de sentido. En nuestra época se tiende a olvidar que lo sagrado es la única fuente verdadera de todo poder. A tal punto se ha insistido en la empresa de desacralizarlo todo que hoy asistimos a la más espectacular sacralización de todas: la de los mismos “desacralizadores”. Con justa razón, un antropólogo “clásico” como William Graham Sumner decía en 1907 que “las costumbres pueden hacer que cualquier cosa sea correcta” (“The mores can make anything right”, Graham Sumner, W., 1968, pág. 212).

Sin embargo, para la vida social, cultural y espiritual no hay mejor metáfora del infierno que la de una sociedad que sacraliza la transgresión, puesto que en una sociedad de ese tipo, lo marginal, lo subalterno, lo anómico y lo socialmente degradado son las distintas manifestaciones de un orden colectivamente considerado “caduco”, “antiguo” y necesariamente “fallido”. En ese tipo de sociedades, el “loco”, el marginal” el “poeta” son señalados con frecuencia como vectores potenciales de transgresión únicamente en función de su capacidad operatoria como sujetos críticos.

Por eso, quienes rechazan pactar con la corrupción colectiva y convertirse en cómplices del estraperlo institucionalizado suelen padecer que se les asocie públicamente al perfil del “rebelde”, del “incontinente verbal” e incluso del “loco”, ganándose por esa vía el derecho a ese tipo de paz que en la mayoría de nuestros países solamente se les reserva a los muertos. Y que no se piense que se trata de una hipérbole, ya que es en esto en lo que muchos de ellos terminan convirtiéndose: muertos sociales excluidos del plano de la importancia y sin derecho a figurar ni siquiera como simples estadísticas en la ecuación de la cultura.

Algunas veces, sin embargo, el sujeto que en un momento ha sido tildado de “transgresivo” logra conectarse con alguna de las matrices donde se produce la importancia sociopolítica. En el caso de la literatura contemporánea, por ejemplo, algunas de esas matrices son ciertas (cada vez menos) casas editoras y determinadas (muy pocas) universidades, pero en sentido general, la mayoría funcionan como ongs: partidos políticos, iglesias, gremios y asociaciones sin fines de lucro y con vocación para actuar como grupos activistas en la escena sociopolítica, etc. Cuando desde alguna de esas matrices se quiere destacar la obra o la persona de algún productor cultural en particular, lo usual es que se prefabrique, por medio de lo que los mercadólogos llaman un media tour, el dossier de dicha obra o de dicha personalidad cultural.

El paquete así armado se les suelta luego a periodistas e influencers, quienes se encargarán de desempacarlo y desmenuzarlo para entregárselo al gran público convertido en esa papilla mediática que a diario parece atiborrar “viralmente” las redes. Y como esta es la única vía de proyección o de ampliación del alcance social de los productos culturales de que disponen las sociedades caribeñas e hispanoamericanas desde que la mayoría de las universidades pasaron a convertirse, ellas también, en ongs que operan como centros de mercadeo de “productos académicos”, hoy día asistimos a la espectacularización de la transgresión como una más entre muchas otras formas de la actividad cultural.

Nada de lo que antecede impide concebir la existencia de proyectos surgidos a partir de la aplicación de estrategias estrictamente transgresivas, tanto en el plano teórico-metodológico como en el plano ideológico. Sin embargo, aceptar la existencia de estos proyectos obliga a descartar la hipóthesis de la pregnancia del ethos sobre el pathos, es decir, la primacía, por una parte, del lúcido posicionamiento ético, libre y radicalmente consciente de sus propios riesgos sobre, por la otra parte, el libre flujo de la emocionalidad artística, irracional y hasta cierto punto “inconsciente”. En efecto, defender la tesis de lo  “inconsciente” o de la “irracionalidad” en lo que respecta a poetas como los franceses Lautréamont, Rimbaud, Artaud, Bataille y Michaux; los rusos Maiakovsky y Jlébnikov; el español Leopoldo María Panero Blanc, para solo citar algunos casos de poetas notoriamente transgresivos, equivale a confesar que no se ha entendido nada sobre el proyecto de escritura transgresiva.

No hay ni podrá haber nunca transgresión “accidental” por la sencilla razón de que, concebida como proyecto, la transgresión no es nunca casual, y concebida como efecto, es siempre el resultado de un pacto. El “Monsieur Jourdain” de la transgresión es técnicamente inviable porque, para que un determinado acto (de lenguaje o de cualquier otro tipo) pueda ser considerado transgresivo deben darse, entre otras, las siguientes condiciones:

  • Un sujeto real o putativamente consciente de los límites que le impone una determinada norma, ley o situación: nótese que, para el sujeto verdaderamente transgresivo, la ignorancia de la ley siempre es excusa, pura fachada, lo cual explica la dificultad que enfrenta todo intento de considerar “transgresiva” algunas formas de inconducta en los niños, por ejemplo.
  • La necesidad (deseo) que experimenta ese sujeto de oponerse, rebasar, rechazar, negar, destruir, etc. esos límites.
  • Una determinada capacidad operatoria que le permita al sujeto articular los gestos, acciones o actos en los que se basa el hecho transgresivo como tal. La barrera que opone el simple acto inconsciente, desaprensivo y desesperado y el acto transgresivo es precisamente la consciencia que muestra el sujeto que actúa de manera transgresiva de las consecuencias de sus acciones respecto a la pérdida momentánea o duradera de consciencia por parte del que actúa víctima de un súbito “arranque de locura”.
  • La realización activa o pasiva de un acto capaz de codificar, en y por su propia realización, un mensaje que podría resultar sencillo, anodino e incluso intrascendente si no fuera transgresivo, independientemente de sus consecuencias pero en perfecta consciencia de estas. Este es tal vez el aspecto más importante de todos los que caracterizan al acto transgresivo: su aparente gratuidad, justificable únicamente por su propia realización. El mito de la profundidad transgresiva es tal vez uno de los inventos más duraderos del Romanticismo pero, como todos los mitos, funciona mejor como excusa que como explicación. Tal vez la metáfora que mejor define al acto transgresivo es la del «acto surrealista puro» que André Breton menciona en el Segundo manifiesto, ese que consiste en: «bajar a la calle, revólver en mano, y disparar al azar contra la multitud tantas veces como sea posible» (Bretón, A.).

Como se puede apreciar, son muchos los actos del mundo social y político contemporáneo que se ajustan a las anteriores condiciones: guerras, narcotráfico, expoliaciones y exacciones cometidas por bancos y sociedades financieras contra la población civil, crímenes de particulares contra seres humanos de toda condición, pero también contra animales y plantas e incluso contra el planeta mismo… Nuestras sociedades son, por definición, sociedades transgresivas, en el sentido de que la única razón que explica la existencia de nuestras leyes parece ser el hecho de que alguien pueda violarlas. Y de manera concomitante, las representaciones literarias de este mundo también están llenas de toda suerte de elaboraciones anómicas: desde los pálidos reflejos caribeños del mundo postindustrial y poscapitalista que aflora en algunos textos de Junot Díaz, Aurora Arias, Rita Indiana Hernández, Rey Andújar y Johan Mijaíl, hasta los lúcidos juegos performáticos de Pastor de Moya y las altamente destiladas exploraciones de los alcances significantes del lenguaje poético de León Félix Batista.

La escritura literaria es así el dominio donde es posible poner de manifiesto todos los aspectos de la transgresión más arriba mencionados, y con más razón todavía en sociedades como las caribeñas y latinoamericanas, las cuales se encuentran hoy en ese momento de sus historias respectivas en el que todo parece haberse perdido para siempre y en las que, tal vez por eso mismo, la población se ha hecho consciente de que arrastra desde hace siglos un deseo inmenso de destrozarlo todo, romperlo y destruirse para así poder refundarse libre del ominoso pasado que la ha traído hasta este punto. Insisto, con todo, en afirmar que es la consciencia de la norma la que funda la transgresión, y no lo contrario. Y sobre todo: la norma cobra cuerpo, es decir, se “incorpora”, pero no es ese cuerpo fruto de una perpetuamente indeterminable serie de pactos y acuerdos al que se conoce como cuerpo social.

Solamente aquellos para quienes la norma está dotada de una determinada esencialidad pueden considerar transgresivo cualquier intento de quebrar ese cuerpo social por medio de injertos y extracciones, reformulaciones de algunas de sus partes para acceder así a nuevas “funcionalidades”. Sin embargo, conviene repetirlo, tampoco en este caso el valor de transgresión presenta un carácter unívoco: se diría que la misma circunstancia de la transgresión colabora con el mantenimiento de aquello a lo que pretende transgredir: el cuerpo del hombre feminizado refuerza la normativa de lo femenino; la figura de la frontera permeada contribuye a reforzar y enaltecer la unidad del cuerpo social invadido; la desacralización de los valores morales nos recuerda que estos últimos existen, etc.

Así se explica el procedimiento de aquel cura de Los hermanos Karamásov que logró convencer a un ateo redomado patra que aceptara la extremaunción despertando en él no el amor por el cielo, sino el miedo al infierno. Desde esa perspectiva, el valor práctico de la transgresión bien podría ser el mismo de aquel verso de William Blake en The Mariage Between Heaven and Hell: “Cualquier cosa capaz de ser creída constituye una imagen de la verdad”. Así se explica, entre otras cosas, el hecho de que no haya definitivamente nada transgresivo en el hecho de que algunas personas acepten creer que es música el ruido que producen las latas al ser golpeadas en combinación con gemidos que imitan los rebuznos y mugidos de asnos y bueyes. De hecho, lo más probable es que, para esas personas, lo transgresivo sea precisamente la música propiamente dicha.