Hablar de transgresión implica necesariamente abordar el problema de su contrario conceptual por antonomasia, que es lo sagrado.

En efecto, lo transgresivo se concibe como aquello que traspasa, atraviesa, se opone o contrarresta una determinada ley, norma, convención o acuerdo de tipo social, cultural, ético, moral, de uso habitual o de costumbre. De hecho, no existen las transgresiones científicas, como se infiere del proceso que llevó a Galileo Galilei a retractarse de sus tesis acerca del movimiento de los cuerpos celestes en nombre de una institución religiosa llamada Iglesia católica, y no en nombre de una supuesta transgresión al saber científico de su época. Otro tanto puede decirse de la necesidad de establecer normativas que regulen la práctica científica, desde el juramento hipocrático hasta los modernos códigos bioéticos, toda vez que ninguno de esos códigos es de naturaleza estrictamente científica.

Nada demuestra mejor la naturaleza del fenómeno transgresivo que las infracciones a las normas de uso lingüístico, las cuales, dicho sea de paso, nos recuerdan siempre la naturaleza convencional de todas las normas, y no solamente las lingüísticas. En la escena de la polis, basta con que un individuo o un grupo intenten imponer su norma por encima de la de los demás miembros de una comunidad para que ese individuo o grupo se vea acusado de dictador o de fascista, puesto que cada miembro de la comunidad percibe como una agresión personal cualquier intento de conculcarle lo que él o ella entienden que es su derecho, y que no es otra cosa que su costumbre.

En nuestra época, el ejemplo al uso es el de las personas que protestan ante las reivindicaciones de los gremios feministas o LGTB, los cuales aspiran a imponer prácticas lingüísticas que transgreden tanto las normas sistémicas de las lenguas occidentales como las de uso habitual. Como se infiere claramente de las reacciones que suscitan esos reclamos, cada hablante actúa de manera implícita como un “guardián de la norma”. Lo mismo hacen los miembros de cada club, los condómines de cada residencial o quienes practican cualquier deporte. En ese sentido, puede decirse que es el conocimiento y la aplicación de las reglas del juego lo que permite identificar aquello que es una transgresión a las mismas de aquello que no lo es, puesto que, como dice el refrán español: “el que no sabe es como el que no ve”.

Considerado desde el punto de vista de su realización, el acto transgresivo es o apunta a ser un acto gratuito, en el sentido de que aparece totalmente desvinculado de un proyecto de captación de cualquier tipo de beneficios. De hecho, lo capitalizable en el plano simbólico (en caso de que exista) pertenece al dominio de esa gestualidad performática a la que se le suele conferir el estatuto de un “carisma”: el transgresor puede aparecer entonces alternativamente a los ojos de la comunidad bajo los rasgos de un “líder negativo”, como un falso héroe, como un “aventurero”, como un “desaprensivo” e incluso  como un “irresponsable”.

A pesar de esto, resulta indispensable considerar a la transgresión como un acto consciente, en el sentido de que su propia realización lo define como acto transgresivo únicamente en relación con una norma previa inscrita de manera implícita o explícita en el pacto social, la cual, como todas las normas, se caracteriza por su funcionamiento prescriptivo respecto al acto considerado transgresivo. Es por eso que se puede afirmar que la consciencia de haber realizado un acto transgresivo es siempre la consecuencia de su propia realización: ni casual, ni accidental, ni involuntario, el acto transgresivo es, por definición, causal, voluntario y consciente.

Por vía de consecuencia, considerado desde el punto de vista de sus efectos, el acto transgresivo sólo puede reforzar el pacto social. De hecho, podría decirse que la transgresión constituye uno de los pilares de dicho pacto, en virtud de que obliga a los miembros de la comunidad a cerrar filas, a compactarse y a tomar posición contra el o los transgresores. Por la misma vía, tanto el sujeto transgresor como el acto transgresivo y sus efectos o sus productos pierden sus respectivas esencias y objetalidades una vez concretado el sentido de lo transgresivo. En algunos casos, se constata incluso una degradación del valor colectivo de la humanidad misma de las personas que cometen ciertos actos altamente transgresivos como un crimen o una violación sexual. Según el rumano Mircea Eliade: “La oposición sacro-profano se traduce a menudo como una oposición entre real e irreal o pseudo-real” (Eliade, M.: 1983, pág. 20). Conviene tener en cuenta esta observación ya que, de la misma manera en que lo profano es el resultado de la pérdida de algún valor sagrado, lo transgresivo es siempre el resultado de la violación de alguna regla, norma o ley.

Algunas personas consideran transgresivas cosas que no son más que simples provocaciones. Este es el caso típico de las producciones que ponen de manifiesto una actitud iconoclasta ante las figuras religiosas, como en el caso tristemente célebre de las caricaturas de la revista francesa Charlie Hebdo que motivaron el atentado terrorista de 2015. Pero este es también el caso de muchas de las declaraciones de ateísmo y los auto da fe de todo tipo, incluyendo los pronunciamientos típicamente activistas de tipo feminista, homosexual, étnico, etc.

De hecho, muchas de las actitudes de los hinchas de un determinado equipo de pelota o de fútbol respecto a la bancada contraria o de los militantes de un partido político en medio de una campaña electoral suelen ser tildadas de “transgresivas” por sus víctimas ubicadas en la bancada contraria o en el partido opositor. Esto último nos permite percatarnos de uno de los aspectos que con frecuencia suelen ocultarnos los medios y las redes sociales que trabajan algún caso de manera sensacionalista: el hecho de que en toda transgresividad existe un componente ideológico que constituye el epicentro real tanto de su significación social como de su valor.

La radical relatividad de aquello que se considera transgresivo viene dada por el hecho de que todas las normas, sin excepción alguna, son heterotópicas, es decir, emanan desde y se aplican en y sobre lugares totalmente distintos. Es por eso, por ejemplo, que resulta impropio e inútil llamar “vulgar” a una persona que escupe en la calle de caliche en su barrio que lleva décadas de desatención por parte del Estado. En cambio, sí es posible emplear propiamente ese término para calificar a la persona que realiza el mismo gesto desde el balcón de su torre de apartamentos ubicada en un lujoso residencial. De hecho, aunque parezca una perogrullada, conviene recordar que no es la transgresión la que funda la norma, sino exactamente lo contrario: son las normas las que, al limitar el accionar de los sujetos, crean las condiciones de su propia transgresión.

Por ahora, conviene observar que algunos empleos del valor de transgresivo en arte y literatura son sencillamente el fruto, ora de la ignorancia, ora de la arritmia histórica. Esto es lo que sucede, por una parte, cuando algunas personas se escandalizan al escuchar las letras de ciertos dembow y otras canciones del llamado género urbano, ignorando tanto los resultados de aquello a lo que Octavio Paz llamó la “tradición de la ruptura” como la magnitud histórica de aquellos procesos de censura moral, ética, religiosa y política que prohibieron, en el nombre del gusto, las creencias y los valores de una clase particular autodenominada “dominante”, la circulación de muchos de los libros que hoy son considerados obras cumbres de la literatura, como fue el caso de Les Fleurs du mal, de Baudelaire, Madame Bovary, de Gustave Flaubert, Lady Chatterly’s Lover, de D.H. Lawrence, Lolita, de Nabokov, Tropic of Cancer y Tropic of Capricorn, de Henry Miller, etc.

De hecho, como decía el mismo D.H. Lawrence: “Lo que para un hombre es pornografía, para otro es solo un chiste ingenioso” (Lawrence, 1973, pág. 32). Pero por la otra parte, esto mismo es lo que sucede cuando algunos autores se divierten asumiendo poses y posturas ideológicas “transgresivas” o abordando temas y situaciones que pertenecen al interminable almacén de los clichés, cuyos tramos se encuentran ya saturados de obras teatrales y novelas escritas a partir de una voluntad de celebración jubilatoria del consumo de estupefacientes, del coito practicado libremente como un deporte, o de actos de cleptomanía y de muchas otras perturbaciones de la conducta, etc.

En cuanto al carácter arrítmico de muchos empleos de los términos transgresión y transgresivo, el  actual alcance de las redes sociales en el mundo globalizado contemporáneo nos ofrece una infinidad de ejemplos, pero tal vez convenga recordar aquí que, en el contexto en que apareció publicada, la novela de Luis Rafael Sánchez titulada La guaracha del macho Camacho (1976) suscitó numerosos comentarios que iban desde la celebración del ingenio del autor hasta su condena y anatematización como productor de una obra “plebeya”. De hecho, muchos de los lectores y críticos de esta obra se refirieron al funcionamiento de las numerosas citas referentes a la cultura popular puertorriqueña que perlan el discurso de esta novela empleando el término desacralizador, el cual pasó a funcionar como un sinónimo absoluto de transgresivo en el discurso crítico hispanoamericano del período posboom.

Esto último nos recuerda que toda transgresión es política debido precisamente al vínculo dialéctico que la une con su par conceptual, que es la norma. Al hablar de “norma” no me refiero exclusivamente a la instancia de lo jurídico, aunque es indudable el peso que tiene sobre este particular la tradición cristiana del “pecado” respecto al mandato divino (la Ley) en el valor cultural de la transgresión como violación de la norma. Como se ha dicho más arriba, lo profano y lo transgresivo comparten al menos un rasgo: ambos son el resultado de una pérdida esencial.

No obstante, no hay confusión posible entre ambos conceptos. Según Mircea Eliade: “lo sagrado y lo profano constituyen dos modalidades de estar en el mundo, dos situaciones existenciales asumidas por el hombre a lo largo de la historia” (Eliade, M.: pág. 21). Este es el verdadero origen de la relatividad que se observa en todas las formas de la transgresión. Por ejemplo, vaciar un camión de excrementos ante la entrada de un edificio gubernamental donde se está celebrando una reunión oficial puede ser visto como un acto “simbólico” por algunos sectores, y como un acto “transgresivo” por otros. En la literatura, que es el dominio discursivo donde tiene lugar la continuación de la política en el plano de lo simbólico, es frecuente observar distintas manifestaciones de este tipo de juego político con lo sagrado. (Continuará)

 

Manuel García Cartagena en Acento.com.do