Mientras las inundaciones cubrían la tierra en un abrir y cerrar de ojos, busqué frenéticamente una manera de mantener vivos nuestros recuerdos entre viejas cartas que yacían en una caja de zapatos.

Si no me falla la memoria, encontré entre puros cachivaches un pedacito de papel esculpido a mano en los talleres de un barrio, el texto era breve, indiscutibleme marcado por el signo y el canto de una estrofa chueca e incompleta. También recupere del fuego y la ignominia otros artefactos y souvenirs: un abridor de botellas de cobre con cabeza y cuerpo de llama andina–le había pertenecido a Pajarito, una poeta que había visitado el país en 1986; tres billetes que me regaló una amiga luego de haber regresado a Léogane tras haber pasado tres décadas residiendo en el exterior aunque en lo más profundo de su interior residía en otro cuerpo y morada. Las corrientes de agua son despiadadas, se llevaron a mi amiga quien ahora camina por otros mundos no sin antes haber asumido un nom de guerre secreto, nuevo y absoluto.

En la caja de madera encontré dos fotografías a color de un cementerio en Santo Domingo, las tumbas y los nichos iluminados por la incandescencia de luz solar en una tarde caribeña que nunca volveré a ver. Recuerdo haber encontrado una copia del cuento prohibido y censurado de Pedro Conde Sturla acerca de la fábrica de copias de Juan Bosch. Había una pila de postales y fotografías y una fotocopia de un rostro borroso, corroído por el tiempo y las bacterias que me traía recuerdos del verano de 1995 y alguna que otra actividad social o salida nocturna o bonche en algún lado oscuro de la ciudad.

También encontré en la caja de vidrio un menú impreso en tinta azul proveniente de esa antigua fonda localizada en la José Martí cerca de donde vivía la amiga húngara de mi abuela materna Antonia Morel o Antonia Argudín por aquellos años de opresión dictatorial en Villa Juana: mi Santo Domingo en vía de extinción, la ciudad amurallada donde una vez (torpemente) coleccioné menús y palitos de paletas Polo de la misma manera que añadía a mi colección el desgarrador adios de amores escondidos y olvidados.

Mientras más buscaba los laberintos y caminos de la cajita de fósforos me topaba abruptamente con listas de nombres de seres imaginarios y reales, seres que había amado, gatos y palomas por ejemplo; otra lista era una recopilación de graffiti tags escritas en orden alfabético en un idioma extranjero del que hasta ahora no entiendo ni papas; parece ser que este baúl de los recuerdos no tenía fondo, la verdad no entiendo cómo pude encontrar intactas las cerámicas diminutas en forma de corazón que me había regalado una antigua amante grunge-rockanrolera como recordatorio de sus irreverentes coqueteos con la muerte suicida; y para mi sorpresa, encontré la grabación que un pen pal me había enviado en esos tiempos alegres que ahora forman parte de nuestra memoria-vórtice cuando se podía confiar en el correo en bicicletas y las cartas no se extraviaban y siempre llegaban tarde pero llegaban a su destino desde el Cono Sur o desde el interior del país. Y finalmente, encontré en la caja de arcilla una grabación de mi voz, y tanto en el lado A como en el B del cassette se podía leer “guiones de películas imaginarias” ensamblados a partir de sueños o visiones recurrentes en todas las horas y en todos los lugares durante los años terminales de la pandemia.

Rememorando ahora ese inolvidable mes de abril veinte años después, recuerdo que fue un día como hoy sumergido en los recuerdos de la lluvia y del espanto. Durante varias noches, en la triste compañía del insomnio, escuche atentamente la grabación. Tome notas. Estudié por muchas horas las bandas sonoras del cine silente y en una de esas eufóricas madrugadas me senté a escribir todos los guiones y los fotogramas de películas que se colaban por mi mente. Escribí con la sola intención de salir del paso al mal tiempo o sobrevivir, y mucho antes del alba, concluir la versión de la presente transcripción que aprietas en la palma de tu mano.