Cada año por tradición celebramos los festejos religiosos de la Semana Santa conocida también como Semana Mayor. Con ella se cierra la Cuaresma y ha sido precedida, según la tradición católica, por las Carnestolendas o fiesta de la carne en su semana previa. Todo ello supone una lectura estrictamente religiosa, sabemos de antemano que en los hechos ya no existe esta estricta delimitación entre carnestolendas y Semana Santa y la propia Cuaresma o los 40 días de recogimiento espiritual que indica el catolicismo.

De esta Cuaresma se convierten en atracción principal la Semana Santa dado el nivel de restricción y recogimiento que exige la misma. Sin embargo, sabemos todos y todas cómo hoy se acoge dicha celebración que, por no guardar, ni el Viernes Santo se respeta, considerado el más sagrado de sus días, puesto que simboliza la muerte y resurrección posterior de Cristo en sus días subsiguientes.

Marcada por una travesía tortuosa, la Semana Santa ya no es tan santa y se ha reducido a una festividad y un descanso, sobre todo, festivo. Los carnavales hacen acto de presencia rompiendo la litúrgica católica que los separa de la santidad de los días, las Cachúas de Cabral en el sur salen a celebrar a su manera estos días y terminan con jolgorios, ritualidades y fuetes que le dan una sonoridad y alegría particular a la fecha, sobre todo en el cementerio y calles locales.

Pero los cristianos-protestantes, no se hacen mucho eco de estas celebraciones y se recogen en sus habituales rituales de despojo e invocación precedido de las palabras pastorales de su conductor, con muy pocas cercanías a la forma cristiana católica de su significación.

De su lado, el vudú se entrecruza con el gaga y celebran un festejo mágico socio-religioso que convoca a sus seguidores a festejar con cánticos, danzas y toques rituales en una ceremonia que comienza el Jueves Santo desde temprano, y termina una vez se haya devuelto el muerto o espíritu solicitado como protector en su cementerio local, sin el cual no hay protección contra el mal considerado en esos días, suelto en los caminos y dispuesto a deshacer la festividad porque se trata en esa cosmogonía, la lucha entre el bien y el mal, y su significación y procedencia está más cerca de los cultos a la fertilidad y la primavera africanos, que  a la celebración católica.

No obstante, últimamente el tumulto es más parecido a los bacales de los romanos, que a la santidad católica que nos convoca, y ello ha preocupado mucho, no solo a la iglesia, sino por igual a las autoridades y a cualquier ciudadano común, como quien suscribe, que ve con preocupación cómo se nos va de la mano esta celebración, y los jolgorios que le acompañan, muchos de ellos terminando en desórdenes de todo tipo, y eso no se puede auspiciar, porque va en contra de la sanidad pública.

No es posible que estas convocatorias tumultuosas en playas y centros de diversión, en momento de recogimiento familiar y descanso al que llaman estos días, terminen en estos bacanales descontrolados y violentos que pongan en peligro la paz pública, no me refiero en ningún momento a las celebraciones ritualizadas, jamás, todo por el contrario, las respeto cualquiera que fuere; más bien hablo de aquellas que son convocadas para un divertimento masivo, que terminan en desorden público, porque no son privadas las fiestas, son públicas por el espacio de su realización, por lo que el estado debe controlarlas, si salen de su ordenamiento esperado.

La familia no encuentra paz en ese divertimento, escapa a su intimidad familiar. El individuo es acosado por los grupos y tampoco tiene momento de divertimento y meditación, sin contar el ruido estruendoso del lugar y el descontrol de quienes no conciben divertirse, descansar, disfrutar, sin el trago al lado y sin la bulla. Ellos tendrán sus razones y hasta sus derechos, pero los demás ciudadanos tienen el suyo y que se les respete por igual. No olvidemos la celebridad de la frase: El derecho al respeto ajeno, es la paz.