La figura del intelectual, otrora prestigiosa y expresión de la conciencia de una época, se ha ido diluyendo en sus perfiles y su lugar en la historia, en el contexto del mundo contemporáneo. Con la irrupción abrupta del periodista- comunicador social, que monopoliza los medios de comunicación y opina, sin leer ni investigar, con cultura de Google y de Internet (o que habla frente a una laptop o que se prepara para cada programa); o del político sin cultura política, la figura del experto o especialista, con formación académica y cultural, lleva la peor parte. No me refiero al escritor o poeta a secas (como Rulfo, Onetti o Neruda), sino al poeta-intelectual o escritor-intelectual, ideólogo, polemista, teórico (como Jean Paul Sartre, André Malraux, André Gide, Albert Camus, Octavio Paz, Vargas Llosa, Maurice Barres, Raymond Aron o Carlos Fuentes), del mundo occidental y latinoamericano, que cada vez se extingue porque los tiempos, el contexto, las circunstancias o los medios, cambiaron y se transformaron. Pasamos del intelectual con formación cultural y filosófica, del sabio, el erudito o el hombre de letras, al youtuber o el influencer, con nula o escasa formación o estudio (con cultura de oído, de documentales o de series de tv). Desde el intelectual investigador, pensador y autor de libros hasta el comunicador ágrafo, sin carnet de locución, que habla por la radio, la televisión, las redes sociales o los canales digitales, vivimos en un pandemónium, en un ecosistema, donde el ruido se confunde con el silencio, las palabras con los gritos, la verdad con la posverdad o el fake new, y en el que importa un bledo el aprecio, el amor, la defensa y el cuidado, en el uso de la lengua materna y de la buena dicción. Y donde no importan la ortografía ni la ortología sino el repentismo, la improvisación, la transferencia de la discusión en alta voz del colmado al micrófono de los medios, el griterío y la mala conciencia de la lengua: basta solo informar o comunicar espuriamente. Algo similar ocurre con el político, que opina en los medios de comunicación o las redes sociales, con cultura solo de política doméstica, y que solo lee los diarios (no libros), pero ignorante de las ciencias políticas, con escasa cultura de la filosofía política y pobre formación en el conocimiento de la historia del pensamiento político universal. Es decir, políticos sin cultura política.

El intelectual, en sus orígenes –en los albores del siglo XX y el crepúsculo del siglo XIX–, ha hecho un itinerario que ha sufrido diversos cambios y trasformaciones, conforme transcurren los tiempos, en su relación con el poder, el Estado y la sociedad. En este proceso y conducta no faltan dobleces, traiciones, titubeos, transfuguismos y giros, en algunos casos; también, constancia, honestidad y coherencia, en otros casos. O cuando no, revela capacidad de adaptación, renovación, apego a un ideal o utopía, o sacrifica su libertad, y aun su vida, en aras de la verticalidad de su pensamiento, en su defensa de la verdad, la justicia y la equidad. En el camino de las ideas, se plantea una histórica relación entre pensamiento y acción, saber y poder, utopía y realidad, teoría y práctica. ¿Qué ha pasado con los intelectuales? ¿Desaparecieron, se transformaron o se adaptaron a los nuevos tiempos? ¿Cuándo se extinguieron y surgieron los escritores a secas? ¿Ya no existen los intelectuales que eran conciencia de una época o una nación? ¿O fueron reemplazados por los escritores, los políticos o los youtubers e influencers? ¿Dónde está el intelectual-profeta del siglo XXI? Pienso en cada uno de esos intelectuales, de quienes sus lectores o seguidores esperaban sus libros, sus arengas y sus ideas como antídoto, faro, antorcha o luz para guiarse por los senderos de la sociedad y de sus vidas, y cuyo pensamiento era defendido, seguido y reivindicado hasta como mecanismo de defensa, resiliencia y resistencia. Intelectuales que, in illo tempore, eran referentes y hasta temidos por los gobiernos y los presidentes. No olvidemos que, cuando los militantes de extrema derecha, vociferaban a Charles de Gaulle, “¡Fusilad a Sartre!”, el líder político les dijo: “A Voltaire no se le encarcela”. (¡El día del funeral de Sartre asistieron 60 mil personas!).

Atalaya o guía, o conciencia crítica de una nación, el intelectual, en sus inicios, era visto de manera positiva, dentro de los hommes de lettres, que ejercían una función pública, como sujetos necesarios de denuncia y críticos frente a las iniquidades, los atropellos y los abusos del poder. Su influencia en el seno de la sociedad ha sido desplazada, en cierto modo –insisto–, por los periodistas o los políticos –y hoy por los seudoperiodistas. Otrora, su medio era la prensa, y era escuchado porque tenía voz o porque su voz tenía fuerza moral: ejercía el poder de la escritura y de las ideas. Usaba la crítica con criterio moral o de justicia. O el criterio de la crítica con conciencia ética y constructiva. Y sus puntos de vista eran respetados o admirados, desde la orilla del frente, en la batalla de las ideas.

Los intelectuales eran hombres de pluma al ristre, de letras o letrados, con conocimiento del mundo, entes pensantes, cultos, formados, con pensamiento propio (pensadores, sabios, hombres de cultura o filósofos, con catadura espiritual). Hoy, los medios cambiaron, y quienes tienen esa fuerza son los embaucadores o impostores (los denominados influencers), que ejercen el periodismo ciudadano, desde la cámara de un celular y opinando desde la atalaya de una red social—que no puede controlar un Estado o un Gobierno. Linchan moralmente, destruyen, coaccionan o, en algunos casos, difaman, injurian, chantajean, sin pruebas, sin retractación ni culpa. Practican el arte de la infamia, pero sin ingenio. Cultivan la retórica del mal, la impiedad y la perversidad. Desconocen la indulgencia, la “ética de la responsabilidad” y la “ética de la convicción”, como pedía Max Weber. Estos sujetos, en gran medida, son los que han desplazado a los intelectuales. No escriben: solo informan; o, más bien, desinforman. Contaminan las ondas hertzianas de palabras soeces, insultos y descalificaciones. Practican hoy la “cultura de la cancelación” o “la corrección política”, pero no son profesionales de la palabra, la escritura y el pensamiento. O los intelectuales están en crisis o la sociedad no valora su importancia ni sus aportes. O acaso su definición se diluyó, al confundirse el trabajo intelectual con el manual, entre los profesionales de las ciencias y las técnicas; es decir: los científicos y los tecnócratas. Históricamente, los intelectuales han sido definidos, entre elogios, sarcasmos o diatribas, como: cínicos, sofistas, estoicos, herejes, melancólicos, raros, utopistas, anarquistas, socialistas; conservadores y radicales; ortodoxos y heterodoxos, etc.

Sostener la autonomía o la independencia de pensamiento ha sido el ideal de todo intelectual. Más aun, cuando la sociología del intelectual ha sido la disciplina, que se ha ocupado de reflexionar sobre su rol en la sociedad. Para Susan Sontag, el último intelectual fue Walter Benjamin, pues fue el arquetipo de pensador que, a la manera del sabio, no pudo ser encasillado como escritor, filósofo o ensayista (acaso el primero fue Sócrates). Su papel como conciencia crítica o moral de una época o una nación está en crisis; la función oracular de ser consultado sobre cualquier tema o aspecto de la vida, ha ido extinguiéndose. O esa visión de que vivía en una “torre de marfil”. Ya no hay oráculos ni intelectuales oraculares. Acaso Octavio Paz fue el último, que ejerció una “jefatura intelectual”, hasta el punto de que, en México, los periodistas, hasta cuando temblaba la tierra, le pedían su opinión (valga la hipérbole). Era considerado el tercer poder del Estado, después de la Iglesia y el presidente de la República.

Como “intelectual orgánico”, Antonio Gramsci aportó una noción del intelectual-político, hombre de izquierdas, con responsabilidad política y conciencia ética de las palabras, es decir, el intelectual organizado en un partido. “Todos los hombres son intelectuales, pero no todos los hombres tienen en la sociedad la función de intelectuales”, dijo Gramsci. Para Sartre, el intelectual debía comprometerse con una causa liberadora, y poner sus ideas al servicio de la transformación revolucionaria de la sociedad, de los de abajo, de los sin voz, de un país o una Nación. O de los “condenados de la tierra”, como diría Franz Fanon –y cuya obra prologó el propio Sartre.

Quizás con la “muerte del intelectual” haya nacido o prolongado –o sobrevivido—la figura del filósofo, pues ya la figura del intelectual crítico, activo, radical, incómodo –que Robert Musil denominó “intelectual refunfuñón” — está en vía de extinción. Pensar que ha habido filósofos a secas como intelectuales a secas, también es válido, pues solo los filósofos que cultivan la filosofía política, acaso asuman el papel de contestatarios y críticos del orden político y social. Otros filósofos también entran a la “torre de marfil” de los quietistas, pasivos, conservadores o no contestatarios, que optan por ocuparse de ideas y aspectos más abstractos, espirituales, estéticos, teológicos y metafísicos, a esos que Gianni Vattimo llamó filósofos de “pensamiento débil”. No los nihilistas, abocados a la negación de todo, esos ácratas, o los escépticos, esos que lo dudan todo, sino los estoicos, metafísicos o místicos, más dados a la meditación trascendental pasiva, la quietud, la introversión espiritual o la introspección ontológica del yo.