Ramón Emilio Peralta Pérez, nació 04 de febrero de 1995 en la ciudad de Santiago de los Caballeros, República Dominicana. Es un joven poeta, ensayista y cuentista, también es un activo Promotor Cultural. Es miembro fundador del Círculo de Lectura César Nicolás Penson y fundador del grupo, Literatura de la R.D y del mundo.  Actualmente tiene publicadas dos obras: un libro de poemas y reflexiones, titulado, Entre versos y soledades (2020) y un libro de cuentos, titulado:  De este lado de la calle (2022). Algunos de sus cuentos forman parte de la antología de cuentos Narradores contemporáneos dominicanos (2020). 

Este talentoso joven domina con mucha maestría la técnica del cuento psicológico, casi la totalidad de su obra, están bajo la atmosfera de la psicología. Su libro, De este lado de la calle, es una muestra de la calidad de su escritura.  Aquí debajo les dejo uno de los cuentos de este interesante libro. 

La renuncia

Renunciar a algo puede ser complicado. Pero pueden ocurrir sucesos que construyen puertas que lleven a la renuncia. Renunciar a un trabajo, a un amor, a un sueño, a una amistad. Muchas personas renuncian alrededor del mundo, con diferentes métodos y cada uno de esos desligamientos puede resultar difíciles o lo contrario. Aun así, existe el caso siguiente: ¿Y si la renuncia es a la vida?  Su desenlace sería funesto. Un suicidio es una renuncia.  ¿Se puede renunciar sin recurrir al suicidio? ¿Qué tan triste puede estar un humano para que su corazón renuncie? ¿Puede uno renunciar a la vida sin morirse? 

Alfonso tuvo muchas razones para renunciar a la vida, aunque nunca había tomado tal decisión. Murió su padre, murió su hijo, su esposa lo abandonó.  Pero nunca le pasó por la cabeza renunciar a la vida. Aquel fatídico lunes de septiembre cuando recibió aquella horrorosa llamada, las cosas cambiaron drásticamente. Su madre falleció producto de un cáncer de páncreas que la estaba devorando y no fue hasta estar cerca de su trágico final donde se descubrió la noticia tan lamentable de su enfermedad. Era demasiado tarde. Ese fue el detonante para que Alfonso decidiera renunciar a la vida. Ahora bien, la pregunta es: ¿cómo renunció…?, destrozado por la angustia se echó a perder, dejó de ser una persona alegre para morir lentamente, como un alimento que caduca de a poquito en la despensa. Dejó de sonreír, dejó de hablar, solo pensaba. Se abandonó a la pesada soledad entre cuatro paredes. Su hogar se convirtió en su tumba, aunque seguía vivo, entre las penumbras de la muerte. «Estoy muerto» pensaba.  

Sentía que su vida se había convertido en una carga, pero nunca trató de quitársela de encima. Solo dejó que la pesadez de su propia agonía le presionara el alma hasta besar el suelo y comerse el polvo. A veces observaba tras un ventanal, veía a los niños correr y no se inmutaba, era un muerto viviente y los que renuncian a la vida se convierten en exiliados malditos.  

¿Podría su alma herida encontrar paz en la penumbra de su propia tristeza? ¿Puede un hombre regresar a la vida y revocar su renuncia? ¿O es que acaso quien renuncia no puede volver jamás, aunque su corazón siga latiendo?  

Para Alfonso todo daba lo mismo. Tan así, que un día, una pelota de béisbol se incrustó por el ventanal y calló en la sala y él no se movió del sofá. Se podía escuchar las voces de los chicos afuera, se oían asustados por haber roto el cristal. Uno de ellos asomó la mirada tras el hueco y salió asustadizo. ¿A caso su mirada se cruzó con la soledad de Alfonso, plasmada en su rostro?  

Un día, dejó que su pálida mirada se tendiera sobre la calle tras aquel hueco, como una sombra que se esparce sobre los árboles. Miraba sin buscar nada en especial, solo observaba. Luego de recorrer el gris paisaje con la vista, su mirada se estacionó en la inocente imagen de un niño que iba con su madre. Ella empezó a atar sus agujetas y luego le dio un beso en la frente, el niño desplegó una sonrisa tan brillante como el sol. Algo se quebró dentro de Alfonso…, dos lágrimas negras se desbordaron de sus hondos ojos y rodaron por sus mejillas. Un quejido retumbó en sus adentros. «Mamá» dijo. Después de tanto tiempo sin hablar. Se dirigió a un espejo e intentó reconocerse. Un rostro famélico lo recibió. Se dirigió hacia la ducha y dejó que la fría agua se metiera hasta su alma, luego se rasuró la lánguida barba y se puso una ropa limpia. Salió de casa y se dirigió al panteón, no sin antes comprar un ramo de flores amarillas, las favoritas de su madre. Le pidió perdón. Lo mismo a su hijo y a su padre. No se había perdonado haber echado a perder su vida, algo que su madre jamás le hubiera perdonado, a ella le hubiera gustado que él siguiera adelante. Tantos años echados a la nada, pero nunca es tarde. 

 Regresó a casa y se sentía liberado, menos muerto, pero necesitaba revocar su renuncia y para ello tenía que vivir al máximo cada día. Tenía 47 años, así que todavía tenía tiempo. Se propuso encontrar a aquel niño que con su sonrisa lo había traído de vuelta a la vida. Esperó días eternos y no lo veía cruzar, hasta que un día vio a la madre deambular por allí, con el pelo suelto y desgreñado y la mirada perdida. Rápidamente, Alfonso salió a su encuentro y la saludó cortésmente, pero ella parecía pérdida. Hasta que le preguntó por su hijo. Ella lo miró, mientras dejaba escapar dos lágrimas negras, similares a las que habían rodado por sus mejillas aquel día en donde él volvió a la vida. La mujer siguió su curso, entonces Alfonso comprendió que el niño había muerto y se quebró por dentro, porque conocía esa mirada, la misma que él tenía después de su renuncia. Comprendió que unos renuncian y otros revocan. Caminó a casa, cerró la puerta y un disparo retumbó en su hogar.