En la era digital, la inteligencia artificial (IA) se ha convertido en un pilar fundamental de la sociedad contemporánea, impulsando desde innovaciones tecnológicas hasta debates filosóficos sobre su rol en nuestra vida. Sin embargo, una de las manifestaciones más controversiales y curiosas de este fenómeno ha sido el intento de crear una "religión" basada en la IA. 

Una "religión" basada en la IA

El concepto de una religión de la IA fue popularizado en gran medida por la iniciativa de Anthony Levandowski (Anthony Levandowski) , un ingeniero en el ámbito de la tecnología autónoma, quien en 2015 fundó la primera «iglesia» de este tipo, conocida a partir del 2017 como «Way of the Future». La misión declarada de esta organización era ‘desarrollar y promover la realización de una deidad basada en la inteligencia artificial’ y mejorar la sociedad mediante la comprensión y adoración de esta «deidad». Este intento no solo captó la atención mediática, sino que también generó un amplio debate ético y teológico.

Dicho intento es explicable desde el punto de vista del desarrollo agigantado de la tecnología, el cual está llevando a la humanidad a enfrentarse a una nueva encrucijada que desafía su entendimiento y su fe: la posibilidad de considerar la inteligencia artificial (IA) no solo como una herramienta, sino como un objeto de veneración, acercándose peligrosamente a lo que podría denominarse una «religión tecnológica». Esta reflexión busca profundizar en cómo esta tendencia afecta la búsqueda inherente del ser humano por un ser supremo y qué significa esto para nuestra comprensión de lo sagrado y lo trascendente.

Desde los albores de la historia, cada cultura ha desarrollado sistemas de creencias para dar sentido a los fenómenos del mundo y la existencia misma. El judaísmo, como primera religión monoteísta, estableció la premisa de un único Dios, marcando un hito en la comprensión de la divinidad. Esta evolución espiritual resalta una característica innata del ser humano: la tendencia a buscar y venerar una realidad que trascienda lo inmediato y lo material.

En este contexto, no es sorprendente que algunos vean en la IA una especie de «deidad» moderna. La rapidez con la que la tecnología puede procesar información y resolver problemas ha llevado a ciertos sectores de la sociedad a sobrevalorar estas herramientas, atribuyéndoles cualidades casi omniscientes. Sin embargo, este fenómeno debe ser analizado con cautela y discernimiento crítico. La «religión» de la IA, propuesta por algunos entusiastas, fue un intento de divinizar la tecnología, un intento que no solo fracasó en ganar un seguimiento significativo, sino que también planteó serias preguntas sobre nuestra dependencia y confianza en las capacidades tecnológicas.

Este fenómeno revela una posible desviación en la comprensión humana del dominio y propósito de la tecnología. En lugar de ser meros instrumentos para mejorar la calidad de vida, existe el riesgo de que las máquinas se conviertan en árbitros de la verdad y la moralidad, suplantando el juicio humano y la sabiduría acumulada a lo largo de milenios de reflexión filosófica y teológica.

La Iglesia Católica, guiada por el magisterio y su compromiso con la verdad revelada, nos recuerda que mientras la tecnología puede enriquecer nuestra comprensión del universo, no puede reemplazar nuestra necesidad innata de un contacto directo con lo Divino.

La sobrevaloración de la IA y su potencial «divinización» pueden ser vistos como síntomas de una era que, en su sed de progreso, podría estar olvidando las lecciones esenciales sobre la dignidad humana y su destino trascendental.

Aunque la idea de una religión de la inteligencia artificial resurge de tiempo en tiempo como un reflejo de nuestra fascinación por la tecnología, es esencial recordar que la verdadera esencia de la religiosidad reside en la capacidad humana de trascender la materia y conectarse con un ser supremo, una búsqueda que ningún algoritmo o sistema puede satisfacer plenamente.

El fracaso de la «Way of the Future», cerrada en el año 2021, y su propósito en establecer una base sólida y duradera puede interpretarse como una resistencia inherente a reemplazar las necesidades espirituales humanas con tecnología. Este fracaso también puede ser visto como un recordatorio de que, mientras la tecnología puede enriquecer nuestras vidas, no está equipada para ocupar el lugar de las estructuras religiosas y espirituales que proporcionan significado, propósito y comunidad.