Me tomo el atrevimiento de extender la poesía como una capa sobre el lodazal que diariamente ha de transitar nuestra atención, no importa el medio que la distraiga. El nuevo fenómeno señalado como la “economía de la atención” no es ni tan nuevo ni tan fenómeno.

El homo sapiens, a quien me refiero con frecuencia como el “mono lampiño y arrogante”, aun hoy reacciona de la misma forma a sus estímulos más primitivos, ya sea con imágenes creadas por inteligencia artificial como por las sombras de siluetas proyectadas por la luz de las llamas en las paredes de las cavernas.

El salto cognitivo que implicó el pensamiento lógico de aquella fiebre jónica hace (apenas) 2,500 años, simiente y fundamento de todos los avances de la ciencia y la tecnología, viaja en el tiempo de la mano con el sesgo de la inmadura debilidad de sus impulsos antropológicos.

Si alguien lo entendió a plenitud fue Honorato de Balzac y por ello en su atemporal “magnus opus” La Comedia Humana sin proponérselo desnuda al sujeto de la hoy pretenciosamente llamada “Generación ALOFOKE” en su retrato de la Francia post napoleónica.

Recientemente, los premios CESAR de la academia de las artes y técnicas del cine en Francia agitaron sus laureles con 14 preseas a la historia de Lucien de Rubempré en el filme Ilusiones perdidas, guion adaptado de uno de los lienzos literarios más acertados y proféticos que con pinceles de realismo irrepetible coloreó en todos sus matices el también autor de Papá Goriot. Capa por capa, devela con pericia este “teatro del mundo donde los peores tienen las mejores butacas”, en el que “el dinero es la nueva aristocracia y nadie quiere decapitarla”. La actualidad que se refleja en las escenas de la novela solo se explica por la inmutable condición morbosa de la naturaleza humana.

Balzac se proyecta a través de los diálogos de la película con su radiografía social de la “vulgaridad simplista” que asaltó  en los albores de la imprenta y la publicidad  a los medios de entonces dominados por hábiles oportunistas como el editor Dauriat, describiéndolos como no más que “vendedores de frases, embaucadores, corredores de bolsa entre artistas y público” siendo la prensa en el cenit de su gloria al mismo tiempo la vergüenza de su corrupción, tanto en la Francia ilustrada decimonónica, como en la era de las redes sociales en la palma de la mano, en un dispositivo con el singular poder de hacer visibles al lector los textos  que circulan alrededor del globo de forma instantánea, compulsiva y muchas veces involuntaria.

Sin embargo. Antes de ceder su pluma al oprobio, la inquina, la difamación y el morbo, Lucien de Rubempré era poeta. Lo que daba sentido y fin último a su existencia era la ilusión perdida de lo que sus palabras podían ofrendar al espíritu de sus contemporáneos.

La misma pluma que provocaba los bostezos en los salones con poemas deshojando margaritas era aclamada impaciente por las masas cuando desollaba la reputación de los nobles y descorría las cortinas de los burdeles, abriendo las ventanas de las que se escapaban signos e imágenes hediondas a fluidos de lujuria.

¿Significa esto claudicar a la poesía? ¿No existe oportunidad de que sea escuchada con el mismo interés que un “dembow” y repetidos sus versos como el mantra “ella pasa por el bloque un piripi ropi, opi un piripi ropi” por transeúntes en colmados, drinks, aulas escolares, plazas comerciales, peatones de renovadas sendas de la zona colonial o comensales en terrazas perfumadas de chapeo en el polígono central?

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Les cuento que el Lucien de mi poesía (aquella que prometí colocar como capa sobre el lodazal que transitamos cada día en todos los “medios”) comete el atrevimiento de llamarse Fernando Valerio Holguín y como si esto fuera poco, la osadía de publicar recientemente su poemario Si no me llamara Fernando en esta media isla donde es:

“Dichoso aquel que tiene una patria con cuatro cordilleras

Deforestadas

Y treinta mil ríos y arroyos

Envenenados por el cianuro

Del oro depositado en Suiza”.

Donde la felación descarada alcanza las alturas de troposfera y se propaga con descaro en audiencias alienadas del ciberespacio, hay un Fernando que eleva su vos para decir que se siente

“Desterrado en mi propia Patria

Despatriado en mi propia tierra

Lejos, muy lejos

De la patria del odio y la mezquindad

De la patria del crimen y la corrupción“.

Pues yo digo que este poeta (que si se llama Fernando es porque existe) no debe perder la ilusión que Lucien ahogó en el caudal de las debilidades infantiles del mono lampiño y arrogante. Se llame Dauriat o Santiago Matías, al final el marchante de la atención no es más que el siervo útil que sostiene el espejo que refleja las muecas de una sociedad arlequinesca, distraída con sus máscaras de temor a la futilidad de su existencia. Yo proclamo que debemos disparar poesía a ese espejo y reflejar la luz que esconde el harapo bajo los blimblines y recitar el poema de “Dichoso de aquel que tiene una patria” aunque la única respuesta sea el silencio. Nunca sabremos si es estéril la tarea de tomar por asalto el algoritmo con poesía, hasta no copular en el depósito lácteo de Yailin diciéndole:

“Estás/no estás

Giras

margarita de luz

Estática

En el aire…

…Hay/no hay dinero

Fortuna en el juego/desdicha en el amor

Estroboscópico

En mis sueños

Relámpago de cicatrices

Existes/no existes Chapiadora mía”.

No es casual que sea Coralie, la promiscua actriz de medias rojas en Ilusiones Perdidas quien sentencie en el dialogo inspirado en Balzac:

“Hemos de intentar crear belleza. Todo está perdido en todas partes. Esforcémonos por crear belleza”.