Es común escuchar en las calles  la frase de que existe una relación directa entre dinero y  felicidad. Incluso, es “moneda de curso legal” la convincente hipótesis de todo lo que el dinero puede comprar. De tal manera, se ha ido creando una cualidad ilusoria de la moneda, cuya única realidad es la de servir de medio, no de fin. La economía clásica nos había enseñado los valores de la moneda: uso (cuando media entre la producción real de bienes y su adquisición) y cambio (cuando compite con el valor de otra moneda). Dicho sin tapujos, ese papel impreso no tiene valor en sí mismo.  Esto nos conduce  a preguntarnos por la necesaria vuelta a los generadores de riqueza: infraestructura, capital natural y capital social.

En un programa de televisión muy popular, “Triálogo”, expertos economistas se refirieron al sistema bancario como uno de los generadores de riqueza. Un ciudadano común (yo) llamó para verter su duda sobre tal afirmación. La banca no genera riqueza, excepto para sus dueños. Los generadores de riqueza, como la industria y el  trabajo, tienen una acción transformadora sobre cierta materia, producen eso que llamamos bienes y servicios y satisfacen necesidades.

La manipulación que ha sufrido el concepto de necesidad en el discurso economicista, ha obligado a distinguir entre necesidades reales y ficticias. La invención de necesidades introduce un factor estresor en el mercado, pues el sujeto impelido por la publicidad termina seducido por jingles, y busca su auto-explotación a cambio de poseer eso que una vez obtenido le resulta insatisfactorio.  Es evidente entonces, que acumular no es una necesidad real. Hemos invertido la ley de compra: adquirimos el objeto y luego preguntamos para qué sirve.

En una conferencia que dicté en la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales, de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, observé con sorpresa que todavía hoy la economía es discutida solo  en el marco de la econometría, como técnica positivista  destinada a la predicción de variables tales como crecimiento, producto interno bruto, producción y renta; olvidando la relación sinérgica  interdisciplinar  psicología/sociología/economía, que refiere al  ser humano y no a los números fríos.

Richard Easterlin.

En el centro de tal interdisciplinariedad se encuentran los estudios de Richard Easterlin. Como todos los grandes descubrimientos, los resultados de dicho estudio, tendieron hacia giros inesperados aun para el propio investigador.  La exploración empírica realizada en 1974, intentaba encontrar índices de correlación entre la rentabilidad y el bienestar. Los resultados fueron paradójicos: no parecía que hubiera relación matemáticamente consistente.  Estos hallazgos, entre otros acontecimientos,   generaron  un mayor auge de los estudios de la psicología  económica.

El premio nobel de economía 2002, fue otorgado  a los psicólogos Daniel Kahneman y Amos Tversky, por sus aportes a la Teoría sobre la toma de decisión y el Riesgo percibido, estudios  basados en datos empíricos sobre El efecto de dotación y la aversión a la pérdida, elementos psico-conductuales que abren relecturas a la    cambiante  visión subjetiva del  valor.  La economía clásica propone  valor como  condición inherente a la mercancía, empero, el efecto de dotación hace que cambiemos los precios de una propiedad por razones subjetivas, y la aversión a la perdida aumenta la percepción de riesgo.

La Economía de la Felicidad surge como apuesta teórica que propone el estudio de la percepción de la satisfacción  y el sentido de bienestar en una población dada, más allá de las cifras que la economía clásica propone como indicadores de bienestar. Probablemente, esta mirada comience con Katona (1951): Análisis psicológico del comportamiento económico;  sin embargo, es a Easterlin a quien se le atribuye  un abordaje empírico de la teoría con la que entró en contacto al participar en una conferencia con los psicólogos Brickmann y Campbell, quienes  habían realizado  estudios para medir  estados de satisfacción individual y colectivo, los cuales  revelaron que los indicadores de riqueza material no eran necesariamente congruentes con la felicidad subjetiva.

Otro factor que motoriza los estudios de la economía de la felicidad, lo constituye el concepto que se le atribuye al rey de Bután (1972): el FIB (Felicidad Interna Bruta) que se   opondría a PIB  como indicador de progreso y bienestar en los países de occidente. Mientras, aumenta la inseguridad ciudadana, las patologías mentales, la violencia, la quiebra de la familia, la soledad… todo esto resultado de, según algunos sociólogos, el crecimiento de las metrópolis y la subsecuente deshumanización. Hacemos esfuerzo por inventar palabras para “explicar” estos derrumbes y normalizarlo, pero sus efectos son cada vez más evidentes.

En nuestro país, definido como alegre, está pendiente un estudio sobre la depresión enmascarada, para averiguar cómo pueden coexistir índices de felicidad social con  estadísticas de: suicidio, violencia doméstica, analfabetismo, ausentismo escolar, deserción universitaria, embarazo en menores, orfandad… Ciertas conductas incongruentes con este panorama, puede que se deban a la desesperanza aprendida  y no a la satisfacción masoquista. Son frecuentes en el habla cotidiana expresiones pesimistas, tales como: “elegir lo menos malo”, “esto no lo arregla nadie”, así como  confusión de términos al asumir el robo, el engaño y la trampa con estrategia política, habilidad e inteligencia.

Richard Thaler.

Richard Thaler (otro Nobel), nos advierte de la trampa del corto plazo. Debemos asumir una postura más seria para estudiar los índices de deterioro social  de una  economía dependiente de fuentes inestables cortoplacistas, tales como remesas y turismo, ignorando  los efectos a mediano y largo plazo de la quiebra de la inteligencia como capital social. Todo esto en relación paradojal con un país de felices, lo que  recuerda al camello que en el desierto disfruta de morder el cactus para  saborear su propia sangre.

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