Una amiga me hizo notar cómo las mujeres dominicanas, con frecuencia, caemos en el impulso de competir, acaso involuntariamente, unas con otras.
Al juntarnos, a diferencia de los hombres que no lo hacen para hablar de sus cosas, el debate se dificulta. La competencia, sea de ideas, de estilos o capacidades culinarias, suele ser intensa. Nos cuesta conceder la razón a otra, y con ello ganar más.
Otro amigo asegura que la cuerda o burla es el legado trujillista de violencia suave por excelencia del comportamiento social dominicano. Las mujeres criollas tenemos talento particular para el bullying. No es un rasgo exclusivo de los hombres.
En “La valiente piconera” de Priscilla Velázquez Rivera, el prejuicio de las mujeres dominicanas contra las otras se aborda con talento narrativo. En “La cuna del escorpión” de la misma autora, la matriarca manipuladora dominicana es dibujada con fino pincel. En el cuento “La mujer” de Juan Bosch, el machismo intrínseco a la mujer dominicana tiene un tratamiento magistral. (Enlace).
Es posible que esos relatos personales y literarios sean cercanos a una evidencia comprobable a través de estudios sociales basados en el método científico. Más allá del estudio conductual que provee la sicología al explicar las características particulares de las relaciones interpersonales tóxicas, en sentido general me parece pertinente comprender las posibles causas del fenómeno social en nuestro país. Esto es, la contribución de la mujer al ciclo de violencia contra la propia mujer, desde un examen antropológico.
¿Nos compararnos constantemente unas con otras en lugar de celebrar nuestras individualidades? ¿Minamos sutilmente la autoestima de otras mujeres con chistecitos mojosos reductores sin responsabilizarnos de ocasionar un conjunto de leves agravios aquí y allá? ¿Infravaloramos hasta lo que la otra te quiere decir, con interrupciones en el uso de la palabra o cambio abrupto del tema de conversación?
Detrás de una probable idiosincrasia micro-agresiva es posible que haya una explicación sociológica profunda. Sin menoscabo de la responsabilidad sobre nuestro comportamiento individual, es posible que ese impulso viciado sea parte de un diseño pernicioso que pasa de generación en generación entre mujeres, a pesar de los esfuerzos de formación moral, religiosa o simplemente democrática.
Inicié la búsqueda de un abordaje científico del asunto luego de ver esta semana el magnífico trabajo de Cornelia Margarita sobre Flor de Oro Trujillo, realizado en 1996 y ahora disponible en YouTube (Enlace). La veterana periodista documenta con objetividad la vida de la hija mayor de Rafael L. Trujillo.
Se dice que las personas seremos juzgados por el modo en que terminamos nuestras vidas, con independencia de cómo empezamos. En las memorias que dejó escritas Flor de Oro Trujillo, ella presume modestia. Sin embargo, la acuciosa investigadora establece que la hija del tirano disputó a sus medios hermanos Ramfis, Angelita y Radhamés, como herencia personal en tribunales de justicia europea, dinero del pueblo dominicano robado por el padre.
La producción de Cornelia Margarita desarrolla la relación desafortunada y tormentosa de la protagonista con el padre. A decir de algunos testigos entrevistados por la periodista, Flor de Oro no estaba de acuerdo con la forma de gobernar del progenitor; otros testigos entrevistados destacan la vida itinerante y lujosa de la que disfrutó, e incluso se asegura una cercana amistad de la hija de sátrapa con Albert Camus.
Contó una sobreviviente que el Nobel de literatura la consideraba una Trujillo distinta. Lo cierto es que apoderó abogados para reclamar “lo suyo” a diferencia de su media hermana Yolanda.
Ahora bien, en el equilibrado seriado documental, Cornelia Margarita antes expone, cómo la mujer de manía aparentemente egoísta también fue desde muy corta edad víctima directa del retorcido machismo de un padre que practicó contra ella reprimendas exageradas y la exclusión injustificada.
Más allá del libre albedrío o un deber moral personal de cada mujer, hay un contexto que amerita consideración en el examen. Lejos de atreverme a sentenciar a Flor de Oro o a cualquier otra mujer dominicana, incluyéndome, sea por una amplia o microscópica manía detractora o egoísta, es menester un análisis integral del fenómeno.
Resumo un análisis sobre este particular, aunque visto desde la perspectiva de otra cultura diferente, si bien parecida a la dominicana. Se trata de un estudio de la destacada feminista Marta Lamas intitulado “¿Mujeres juntas…?” una reflexión sobre las conflictivas relaciones entre mujeres mexicanas en la política. (Enlace).
Socialización diferenciada
La autora explica lo que mi amiga percibe: “La rivalidad no se reconoce abiertamente y se sirve de expresiones encubiertas. La competencia se expresa de manera abierta y franca”.
“Para la mayoría de las mujeres que he conocido, las relaciones con sus compañeras son o verdaderamente maravillosas o absolutamente terribles. No hay medias tintas. ¿Ocurre algo similar con los hombres? No hay una respuesta fácil, pero tal parece que los hombres suelen mantenerse en el terreno de en medio: no tienen amistades tan cercanas y maravillosas con sus compañeros de trabajo; sus relaciones suelen ser de camaradería, sin llegar a la intimidad de las relaciones femeninas.
Entre hombres es común desconocer la vida familiar de los demás; en cambio, es impresionante la facilidad con la que las mujeres se hacen confidencias. Se dice que entre los hombres hay más espíritu de equipo y que cuando tienen un conflicto o deben competir por un puesto, aunque llegan a ser duros y agresivos, lo afrontan de forma más directa y son capaces de establecer acuerdos. De ahí que las rivalidades masculinas sean más abiertas, más sanas, menos mortíferas que las de las mujeres, pues logran pactar e intercambian intereses”.
Lamas propone una competencia constructiva en lugar de una rivalidad destructiva.
Resistencia silenciosa
La también catedrática de la UNAM explica lo que denomina resistencia silenciosa: “Si bien algunas mujeres aprenden a manifestar de manera clara y directa sus diferencias, un buen número repite conductas culturalmente aprendidas, como el comportamiento pasivo-agresivo. Este ha sido descrito como un patrón de conducta en el cual la intención de agredir, lastimar o expresar enojo se oculta bajo un comportamiento en apariencia inocente: guardar silencio, mentir o llorar”.
Las dominicanas tenemos nuestro propio catálogo de violencia suave: damos cuerda a grado irresponsable, hacemos muecas, miramos de arriba abajo, entre otras prácticas de conducta verbal y no verbal.
“Las conductas pasivo-agresivas son una respuesta cultural que muchas mujeres tienen frente a figuras de autoridad o a sus “iguales”. Enmascarar el enojo o la agresión bajo una capa de resistencia silenciosa sirve para cumplir con las expectativas culturales de la feminidad. Asumir que sentimos hostilidad hacia otra mujer, aceptar ese sentimiento negativo, nos dificulta preservar la imagen de “femeninas”. Cuando hay un desacuerdo o surge un problema no acostumbramos a abordarlo de frente y nuestra conducta puede acabar siendo evitativa y manipuladora”.
Marta Lamas ofrece recomendaciones que invito a leer directamente en su ensayo a toda mujer, en especial las dominicanas. Cito acaso la más importante:
Empezar por una misma: la comprensión
“Si la agresividad femenina soterrada es un producto de la lógica cultural, ¿cómo resolver los antagonismos que alienta? ¿Hay esperanzas de que mujeres que rivalizan logren enfrentar de otra manera la competencia laboral y/o política? Tal vez sí, pero solo si entienden el origen de las reacciones que tienen ante los conflictos con sus compañeras, y si, al cobrar conciencia de ello, se “colocan en otro lugar”.
Es necesario asumir los conflictos en vez de negarlos y, al entender el porqué de la hostilidad y la envidia, superarlos y lograr hacer pactos. Esto requiere comprender las razones por las que, en general, a muchas mujeres nos cuesta asumir las diferencias porque no sabemos competir sanamente y porque no somos capaces de otorgar a otras mujeres un reconocimiento que nos permita construir redes y coaliciones de apoyo, mediante pactos claros y puntuales.
- Es imposible cambiar a otra persona.
- Pero podemos cambiar nosotras mismas.
- Y al cambiar nosotras, las personas a nuestro alrededor probablemente también cambiarán”.
De estos temas debemos hablar entre mujeres.
La otra revolución feminista reclama militar juntas en contra la heredada violencia suave trujillista entre mujeres.